Operación Ogro es una película de 1979 que contiene una secuencia muy cómica. En ella, un Dodge 3700 GT de color negro circula por la madrileña calle de Claudio Coello hasta que se produce una tremenda explosión. Sus efectos hacen que el vehículo salga volando a una altura tal que es capaz de encestarlo en el patio interior de un convento de monjas. El pasajero más ilustre de ese vehículo es el general Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno de España hasta su asesinato el 20 de diciembre de 1973.
Que la secuencia de esta película le parezca cómica a alguien no es más que un criterio totalmente subjetivo sin mayor importancia. Sí tiene importancia el hecho de que no exista la seguridad de poder reírse abiertamente de esa escena sin temer consecuencias legales.
Lo que sí puede tener consecuencias jurídicas es hacer chistes del hecho real en el que se inspiró Operación Ogro.
Cuando alguien habla de la libertad de expresión y sus límites, suele establecerlos en el lugar en el que se sitúan sus sensibilidades personales. Ese, que es un criterio egoísta, es un límite que varía según los principios de cada individuo. En realidad, cuando se trata de limitar la libertad de expresión, se trata de eliminar el derecho de ser gilipollas.
Sólo los más reaccionarios y meapilas cuestionan que la libertad de expresión se use para reivindicar derechos o expresar críticas de cualquier tipo. Mientras sean inocuas y vacías no habrá problema. La dificultad está en defender el derecho de expresar algo con lo que nadie está de acuerdo.
Me pide el fiscal 2 años y 6 meses de cárcel más 3 años de libertad vigilada por chistes de Carrero Blanco. Sólo eso, chistes de un dictador pic.twitter.com/a0eOAtWMgq
— Cassandra (@kira_95) January 10, 2017
Cassandra, la chica que hizo los chistes sobre el atentado a Carrero Blanco, se enfrenta a dos años y medio de prisión en lo que supone, más allá de la criminalización del humor —algo también regulado por la subjetividad—, un ejemplo de la desproporcionalidad entre la naturaleza de la falta o el delito y la pena impuesta.
En un país normal, Cassandra debería tener derecho a hacer esos chistes al igual que cualquiera debe tener el derecho a pensar que ella es gilipollas. O no. Eduardo Inda debe tener derecho a sabotear un debate político en La Sexta Noche sin que ningún tribunal limite su libertad de hacerlo. Tú, por supuesto, tienes derecho a pensar que es gilipollas y un paradigma de lo peor que tiene el periodismo. O no.
El problema viene porque la medida de los chistes de Cassandra debería ser sólo si son graciosos o no. La responsabilidad de lo que dice Eduardo Inda sólo debe pasar por él mismo y por quien le paga el sueldo o le otorga audiencia.
Cassandra o Eduardo Inda tienen derecho a expresarse libremente y tú a pensar que son gilipollas. O no. Aunque eso haga que la sociedad en la que vivimos sea más incómoda, grosera, molesta y malhablada. La limpieza, los buenos modales y los discursos vacuos son una opción, no una obligación.