El fantasma de la desglobalización

El auge del comercio internacional ha cambiado nuestra manera de consumir de forma radical. Lo que antes requería largas cadenas logísticas, intermediarios locales y semanas de espera hoy puede resolverse con un clic y una entrega exprés. Un cambio que se ha producido al albur del auge de gigantes tecnológicos como Amazon, Alibaba o Temu. Antes, para el consumidor medio, comprar un producto fabricado en China o en Estados Unidos suponía una barrera casi infranqueable: precios elevados, escasa oferta y un proceso indescifrable. Hoy cualquiera con conexión a internet puede acceder a millones de artículos extranjeros, comparar precios y recibir algo fabricado a miles de kilómetros de distancia en cuestión de horas. El fenómeno ha roto fronteras y redefinido cómo y qué consumimos. Esta revolución en el comercio también ha tenido un impacto profundo en las economías más desarrolladas, especialmente en lo que respecta a la desindustrialización. A medida que producir en otros países se ha ido volviendo más barato y eficiente, muchas empresas han optado por externalizar su manufactura. Este proceso ha supuesto un empoderamiento de los consumidores. Pero también una reducción de la manufactura en los países en los que fabricar ha terminado siendo más caro. Ha dejado señales que se observaban a simple vista en una escala local, pero se mezclaban con el ruido al pasar a un plano internacional: cierre de fábricas, pérdida de empleos industriales y una transformación casi estructural en países como EEUU Francia o Italia. Ha reforzado, así, en muchos lugares, la dependencia de las importaciones y debilitado la importancia de sectores productivos tradicionales. En definitiva, ha producido un cambio radical en cuestión de décadas. Una transformación que ha dejado perdedores y ganadores y que ahora alimenta un aumento de la repercusión de voces que piden un proteccionismo que detenga el proceso. La vuelta de Donald Trump al timón de la economía más grande del mundo podría impulsar esta corriente con contundencia. ¿Acaso ha llegado la hora de la desglobalización? Las ventajas de comerciar entre todos Tradicionalmente, la defensa del libre comercio se ha apuntalado sobre dos de sus efectos: el fomento de la especialización y la bajada de costes. En un mundo en el que todos comercian con todos, factores geográficos, culturales y económicos trabajarán, en teoría, para hacer que cada país se especialice en algo específico. Es un efecto que demuestra el posicionamiento de algunos productos en el mercado global. Ahí están los coches alemanes, el aceite de oliva mediterráneo y los chips asiáticos. Al mismo tiempo, la apertura de las fronteras al negocio transnacional también fomentará (según la defensa del libre comercio) que los factores de producción se distribuyan de la forma más eficiente posible. Los países con menores costes de mano de obra se dedicarán a las manufacturas; los países con la ingeniería más eficiente, a la maquinaria; los países con paisajes más atractivos, al turismo, y así sucesivamente. La deseabilidad de un reparto de ese tipo es discutible, pero tiene un efecto positivo: los consumidores soportan unos costes más bajos que cuando están obligados a consumir solo productos nacionales. El enemigo número 1 del comercio internacional A Donald Trump no le gusta nada la globalización. El magnate nunca ha escondido su desprecio por la forma en la que los países intercambian mercancías y servicios. Además, el presidente de EEUU tiene un largo historial de críticas contra el comercio internacional. Uno que empezó a desplegar en los 70. https://youtu.be/n7st2oG5AwU?si=FdeCKphwOxDRn33d Desde la Casa Blanca, el neoyorquino ha sido un férreo defensor de una de las políticas más dañinas para el comercio internacional: la imposición de barreras comerciales en forma de aranceles. Un afán que ya provocó un conato de guerra comercial en su primer mandato. Ahora, de nuevo a los mandos del país que más consume del mundo, el pelirrojo ha pisado el acelerador de las medidas antiglobalización. Su anuncio de aranceles contra todos los socios comerciales de su país en abril desencadenó, esta vez sí, una guerra comercial en la que Estados Unidos se enfrentaba contra el resto del planeta. De momento no le está yendo demasiado bien: Trump se ha visto obligado a parar varias de sus pretensiones arancelarias ante el disgusto de las empresas de EEUU y el temor de los inversores internacionales frente a su política comercial. Hay algunos argumentos del discurso antiglobalización que, aunque incompletos, tienen cierta validez. Es cierto, por ejemplo, que la globalización puede ir acompañada de la mudanza de algunos eslabones de determinadas cadenas de valor a otras latitudes. Es decir, algunas industrias, o procesos específicos, se trasladan de unos lugares a otros en pos de un recorte de su coste. La India blindando su mercado frente a China Estados Unidos no es el único país que ha entrado en una deriva proteccionista. Ni siquiera es el único que lo ha hecho de forma completamente voluntaria. India, bajo el liderazgo de Narhendra Modi, también lleva unos años (desde 2020, aproximadamente) embarcado en una deriva proteccionista. Todo comenzó con una campaña para impulsar la autosuficiencia de la India. Una idea que partió de la Administración Modi, un gobierno ampliamente nacionalista y enfrascado en una pugna con China, la otra potencia regional y el mayor productor de manufacturas del mundo. Empezó, además, cuando la pandemia del covid estaba en pleno apogeo, poniendo sobre la mesa una razón de peso para limitar la dependencia de las cadenas de producción chinas. Desde entonces, el gobierno indio ha impuesto aranceles a ciertas importaciones, limitado la inversión extranjera en sectores críticos y cerrado el mercado a ciertos productos extranjeros (como la aplicación TikTok). Los objetivos de Modi con su campaña contra el comercio internacional tienen un cierto parecido con los de Trump: promover la producción doméstica y limitar la necesidad del país de consumir productos de fuera. La guerra como agente desglobalizador El caso de Rusia es peculiar. Los del este nunca han hecho un esfuerzo manifiesto para desconectarse de la economía internacional. En su caso, decidieron tomar una ruta alternativa: entrar en guerra con un vecino para robarle territorio. En muchos aspectos, Rusia es veterana en eso de desglobalizarse. Así, a causa de su invasión unilateral de territorio ucraniano (las primeras sanciones contra Rusia datan de la invasión de Crimea en 2014), Moscú ha visto limitada su capacidad de comprar y vender en el exterior. En el caso de Rusia, la desconexión (y la guerra que inició en 2022) ha motivado el desarrollo de su industria interna. El gigante del este no solo fabrica ahora armas y material bélico a una escala superior a la que lo hacía antes, también ha extendido la autodependencia a otros sectores. Uno de los casos más interesantes es el de los quesos, uno de los productos cuyas importaciones se resintieron más a causa de las primeras sanciones. La imposibilidad de importar parmesanos, roquefort y demás quesos con D.O.P. ha impulsado el desarrollo de una floreciente industria quesera interna. Una que, además, ha dado alternativas bastante potables. ¿Es posible hoy un mundo desglobalizado? Aunque no es imposible que se produzca una desglobalización o, al menos, que se implementen medidas que perjudiquen el comercio internacional, un cambio en ese sentido probablemente provocaría un empeoramiento del consumo en muchos lugares del planeta. Uno de los ejemplos que mejor ilustra este punto lo ha ofrecido Apple con sus iPhone fabricados en Asia. El gigante tecnológico hace tiempo que ensambla sus terminales en China a partir de un millar de piezas producidas en un sinfín de lugares distintos. Se ha encontrado, así, en el punto de mira de la administración Trump y sus ambiciones proteccionistas. El propio Donald Trump ha criticado abiertamente a la compañía de Cupertino por ser un ejemplo de lo que considera compañías antipatrióticas por fabricar fuera y vender en EEUU. En un mundo que respondiese por completo a los designios del presidente republicano, sus medidas en materia de comercio internacional habrían provocado que Apple devolviese la fabricación a Estados Unidos y el país pudiese presumir de que el iPhone es 100% estadounidense. Es poco probable que suceda. No es solo que un iPhone contenga miles de piezas fabricadas en lugares diferentes, es que los propios componentes de esas mismas piezas también están fabricados a lo largo y ancho del globo. Por no hablar del aumento de precio que conlleva la mudanza de toda la cadena de producción de Apple a EEUU. Y eso, aparte de que, con su cadena distribuida por el mundo, los teléfonos de la manzana mordida ya ostentan uno de los precios más altos entre los productos de su categoría. Según Bank of America, solo en costes de mano de obra el precio de un iPhone fabricado al completo en EEUU —de ser viable— aumentaría un 20%. Pero es que el aumento total de precio podría estar más cerca del 90%, y eso sin contar que desglobalizar una cadena de producción como la de la tecnológica es una labor que llevaría años. ¿Y el futuro? En ese contexto, algunas instituciones quieren ofrecer matices sobre la posibilidad de una desconexión comercial en el globo. El Foro Económico Mundial, por ejemplo, afirma que, más que una desglobalización, lo que podría tener lugar es una ralentización de la globalización. Otros directamente niegan que el fenómeno se vaya a producir. Para estos, aunque haya una reducción de la compraventa de productos entre unos países y otros, no puede hablarse de desglobalización dado que el comercio transfronterizo de servicios continúa al alza. Es decir, incluso aunque se reduzca el comercio de productos, el mundo seguirá globalizándose dado que cada vez se exportan más servicios.