A finales de septiembre de 2021 se estrenó la película Encanto (J. Bush, B. Howard, C. Castro Smith), una nueva pieza animada y musical de Disney que relata la crisis de identidad de toda una familia numerosa con poderes mágicos en una aldea colombiana.
Más allá de un intento por representar otras nacionalidades diferentes a la estadounidense en sus últimas obras —véase el trabajo realizado sobre el Día de Muertos mexicano en Coco (L. Unkrich, A. Molina, 2017) o la ambientación aborigen del Pacífico Sur en Vaiana (J. Musker, R. Clements, D. Hall, C. Williams, 2016)—, los guionistas de Disney parecen haber estado muy ocupados durante aproximadamente los últimos 10 años en la invención de historias que prescindieran de la figura del clásico villano o villana que definía los cuentos narrados en gran parte de la historia del estudio cinematográfico.
Atrás quedaron las madrastras recelosas y los reyes más déspotas. Pero también el clasicismo de los cuentos de hadas de fácil identificación de la figura heroica y su misión en la historia. Las grandes hazañas parecen haberse vuelto más intimistas para acercar la épica y la valentía a los aspectos más cotidianos de la vida real: las relaciones que mantenemos con los familiares, con la sociedad y con nosotros mismos. ¿Estamos asistiendo al final de los villanos, tal y como los concebíamos?
Far from the tree (2021), el cortometraje de animación en 2D de Natalie Nourigat que precede a la proyección en salas de Encanto, resulta una buena muestra del tipo de moralejas que maneja el estudio en estos momentos. En ella, un mapache se muestra receloso de que su cachorro intente capturar alimentos por su cuenta, pues cerca de la playa merodea un lobo que también busca hincar el diente. Lo que el jovencito animal desconoce es que su padre no guarda odio ni rencor, sino un trauma por una mala experiencia con lobos en el pasado.
En los cuentos —y en la vida— sigue habiendo lobos feroces, pero son las cicatrices que dejan marca en el comportamiento adulto las grandes problemáticas escombradas bajo los síntomas de los protagonistas más jóvenes. Una herencia invisible en muchas ocasiones que es producto del dolor callado, la incomunicación y el absoluto desconocimiento del pasado familiar.
Podríamos afirmar que el guion de Jennifer Lee en Frozen (C. Buck, J. Lee, 2013) ya disponía una primera piedra (o bloque de hielo) en su guion ante la idea de contar con un villano, Hans, que realmente no representase un peligro mayor. La historia de Frozen va por otro lado y quizás parte de ello fuese la causa de su popularidad.
La adaptación del cuento de Hans Christian Andersen alerta sobre el riesgo de no autoaceptarse y la posibilidad de romper los lazos que te arraigan con tu familia. De esta manera, la película se convirtió en una de sus primeros cuentos de princesas que directamente renunciaban al amor romántico a favor de un amor fraternal.
Por su cuenta, los grandes villanos de Encanto son las falsas expectativas y el miedo a la exclusión. Al igual que en Frozen, su conflicto se desarrolla a través de premoniciones y oráculos malditos, elementos espirituales y abstractos que determinan que la joven Mirabel será la causante del fin del hechizo que protege a su familia. A través de la enajenación, o la no-correspondencia dentro de su clan, las nuevas generaciones ponen de manifiesto las carencias o las heridas abiertas sobre las que se ha cimentado la unidad familiar. No hay enemigos aquí, solo una crisis de identidad.
Usualmente, las cabecillas de las familias intentan evadir un infortunio del pasado o convierten en tabú directamente a un integrante del clan que debió separarse por el bien común. Curiosamente, tanto en Encanto como en Coco, son las matriarcas de la familia (Abuela Alma en la primera y Mamá Imelda en la segunda) quienes deciden sacrificar la presencia de aquellos hombres que han causado estragos en el árbol genealógico: el tío Bruno en Encanto y Héctor en Coco. En Frozen, sin embargo, es la propia Elsa quien decide apartarse de su hermana para no suponer una carga para ella y su reino.
En todas estas películas citadas la figura del mal divaga entre las luces y las sombras, sin estancarse en la absoluta vileza: quien aparentemente es ruin resulta ser una buena persona que cometió errores en el pasado, mientras que hay buenos que acaban revelando sus motivaciones egocéntricas. El propósito de estos nuevos guiones pasa por humanizar a cada personaje y observarlo desde todo un recorrido vital, y no tanto sobre un único episodio oscuro.
Si ya casi no existen los malos malísimos en los guiones de Disney, ¿qué hacer con todo un arsenal mitológico de personajes que siguen siendo explotados en su plataforma, juegos de mesa, muñecos y otra ingente cantidad de merchandising?
No hay duda: un lavado de cara. El Joker de Todd Phillips (2019) ya abrió la puerta de manera definitiva a las historias de indagación psicológica sobre el carácter maligno, demostrando que existe cierto interés popular por los personajes incomprendidos y sacudidos históricamente por el heroísmo. Figuras al margen de la historia con los cuales no es tan complicado desarrollar empatía si es posible entender sus orígenes.
La táctica de Disney ha consistido en pasar por el diván del psicoanálisis a icónicos personajes como Maléfica (Maléfica, R. Stromberg, 2014, y Maléfica: Maestra del mal, J. Rønning, 2019) o Cruella DeVil (Cruella, C. Gillespie, 2021). O lo que es lo mismo, dotar a las antiguas malvadas de una psicología mucho más poliédrica, un pasado oculto, otro sacrificio protector o una infancia traumada que las justifique como las villanas en las que terminan convirtiéndose después en sus películas animadas respectivas: La bella durmiente (C. Geronimi, 1959) y 101 dálmatas (W. Reitherman, C. Geronimi, H. Luske, 1961), las cuales ya podrían ser consideradas secuelas de las nuevas historias.
La bondad es un rasgo que define a cada héroe. Si a los villanos de siempre se les ofrece la presunción de inocencia, no solo convierte a espectadores como los generosos héroes de la historia, sino que además abre un mundo de posibilidades comerciales con las que poder redimir a un reino entero de las sombras. Y esto sirve tanto para productos de Disney Channel como Los Descencientes (K. Ortega, 2015), donde los hijos de los villanos Disney deben decidir entre el bien y el mal, hasta para Spiderman: No way home (J. Watts, 2021), donde cada malvado del imaginario cinematográfico de Spidey cuenta con una nueva oportunidad.
Varias de las películas más recientes de Disney han puesto el foco en el mal provocado por todo un mundo irrespetuoso con el medio ambiente o con el prójimo.
La película Zootrópolis (B. Howard, R. Moore, J. Bush, 2016) sí dispone de un personaje perverso. Desvelarlo aquí sería romper parte de su trama, pero lo cierto es que más allá de echarle la culpa a una única alma sobre el mal que acecha la alegre ciudad de los animales, el guion de Jared Bush y Phil Johnston plantea una crítica sobre la criminalización y la discriminación hacia cierta parte de la sociedad, dividida esta entre cazadores y presas. Una problemática que se antoja bastante real en este mundo globalizado.
Si Wall-E (A. Stanton, 2008) ya nos situaba en un planeta Tierra convertido en vertedero, las propuestas posteriores han continuado su apología sobre la naturaleza a través de dos películas de corte muy similar entre ellas: Vaiana, donde la falta de respeto por la Madre Naturaleza desata la furia de Te Kā, la diosa del fuego y la lava; o de Raya y el último dragón (D. Hall, C. López Estrada, 2021), quizás el caso más evidente de disfunción fraternal, en la que el robo de una gema protectora en el mundo fantástico de Kumandra provoca el despertar de unos espíritus malignos —los Druun, en forma de amenazante gas violeta— que transforman a los humanos en estatuas de piedra. Raya no solo aboga por restablecer el orden natural del mundo, sino que además critica la falta de entendimiento entre diferentes territorios y culturas.
Temas sociales universales hay para todos los gustos, pero la soledad en un mundo cada vez más interconectado alberga también una gran dedicación en los nuevos cuentos fantásticos. Como afirmaba el psicoanalista Bruno Bettelheim en su libro Psicoanálisis de los cuentos de hadas (Planeta), «nada nos parece más terrible que la posibilidad de ser abandonados, de que nos dejen completamente solos.
El psicoanálisis lo ha denominado —el temor más importante de toda persona— angustia de separación; y cuanto más pequeños somos, más acuciante es la ansiedad que sentimos al ser abandonados».
La saga Rompe Ralph (R. Moore, 2013 y 2018) toca directamente las fibras del destierro y juega, literalmente, con el menosprecio recibido por mostrarnos tal y como somos. Toy Story 3 (L. Unkrich, 2010), Toy Story 4 (J Cooley, 2019) y Onward (D. Scanlon, 2020), por su parte, nos enseñan a asimilar las despedidas.
En varias de ellas existen personajes sombríos, e incluso egoístas. El adorable peluche Lotso, por ejemplo, acaba convirtiéndose en un verdadero hijo de Satán. Pero ni él ni ninguno del resto supone ser el archienemigo final contra el cual luchar. El mal no reside en una sola persona, sino en síntomas sociales de malestar, como el odio y la competitividad en el mundo digital —así sucede en la saga de Ralph—, el abandono o un duelo mal llevado.
Hay un amigo en Disney, y ese es Pixar, estudio que se llevaría la palma en cuanto a trastornos impalpables se refiere. En su intento por observar las reacciones humanas desde una explicación más fisiológica, algo en lo que la serie Érase una vez… el cuerpo humano (A. Barillé, 1986) fue pionera, el director Pete Docter ha experimentado con conceptos animados, mucho más abstractos de lo que estábamos acostumbrados a ver en el cine familiar, el motivo poético de lo que sucede en nuestra psique.
La imaginativa representación de los recuerdos en Del revés (P. Docter, R. Del Carmen, 2015), mediante bolas de diferentes colores que vamos acumulando en las estanterías de la memoria, o la conversión del alma en Soul (P. Docter, K. Powers, 2020) en pequeños mini yos lumínicos que pasan por un entrenamiento antes de llegar a habitar nuestros cuerpos, plantean problemáticas tan realistas como son la llegada de la adolescencia o la crisis de identidad adulta.
La aventura, esta vez de puertas hacia adentro, no deja de contener momentos humorísticos y emotivos. De lo que no disponen tanto es de un personaje que haga la vida imposible a Riley en Del revés o a Joe en Soul, más allá del paso del tiempo y los cambios que ello demarca en sus caracteres.
Sus personajes no son malos: cometen errores debido a un desajuste fisiológico y ello les aproxima en mayor medida a su condición humana y a la empatía del público. La mayor fantasía en estos últimos años de la factoría del ratón viene dada por una aventura de lo que significa crecer y conocerse a uno mismo. Y su representación del mal ha dejado de hallarse en un solo personaje: puede aparecer en cualquier momento y, a su vez, mutar en algo hermoso y constructivo.
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