Nos vence la prisa. Estamos tan atrapados en su vorágine que ya no somos capaces de distinguir el vertiginoso movimiento en el que vivimos. Y en medio de tanta prisa, se nos olvida que, de vez en cuando, debemos parar y sentarnos en el arcén de esta autopista que es la vida para pensar, para reflexionar, para respirar.
Por paradójico que parezca, las vanguardias son lo que son gracias a que quienes las impulsan se sentaron un día a darle vueltas a la cabeza y buscar una manera diferente de hacer las cosas. Porque salieron, en definitiva, de ese continuo movimiento hacia delante sin ninguna dirección en el GPS. Hablar de vanguardia es sinónimo de arte y de diseño, dos terrenos abonados a la experimentación y al juego, y en eso se basa la investigación en biomateriales que se está desarrollando en distintos ámbitos, y en el campo del diseño en particular.
Uno de esos biomateriales es el micelio, las raíces de los hongos, por explicarlo de una manera sencilla, y con él han experimentado dos profesoras del Máster de Diseño Textil y Nuevos Materiales del IED Madrid, Raquel Buj (programme leader) y Elena Rocabert (docente de Experimentación), junto con su alumnado. El micelio, a pesar de su aparente fragilidad cuando pensamos en setas, tiene unas condiciones muy particulares que han llamado la atención de la industria de la construcción, donde ya existen empresas con sistemas de producción muy estandarizadas en Estados Unidos y en Holanda, por poner dos ejemplos.
Es hidrófugo, flota, es muy resistente y duro, y tiene excelentes cualidades acústicas. «Si se pudiera comparar con otro material sería con el cemento —propone Elena Rocabert—. Porque estas estructuras lo que hacen es tejer. Son como raíces micro, micro, micro que tejen y compactan. Por eso se están usando tanto en construcción, en aislamiento… Y de formas más experimentales». Pero también en moda, como señala Raquel Buj, empleándose para fabricar biocueros. «Incluso existe calzado de micelio, porque es duro», remarca.
El debate de la durabilidad
Buena parte de la investigación sobre biomateriales está inspirada en buscar la sostenibilidad y el cuidado del medioambiente, en buscar materiales que no se conviertan en un problema sino en un aliado del planeta. Pero en el caso del micelio, estamos ante un material que está vivo y que, llegado el momento, puede volver a la tierra de la que nace cuando ya no nos sirva. Algo que, en opinión de Rocabert, abre un debate sobre el tema de la durabilidad. «Estamos muy acostumbrados a pensar que compramos una cosa y tiene que durarnos toda la vida —reflexiona Elena Rocabert—. Y eso hace que lo que vayamos a dejar en las próximas generaciones sea basura». Pero ¿y si, en lugar de buscar materiales más duraderos, optáramos por todo lo contrario?
Sin embargo, esa idea de lo efímero, ¿no es la base de la denostada fast fashion y entra en contradicción con la acumulación de deshechos tan contaminantes? En opinión de Raquel Buj, hay que cambiar la forma de pensar y dejar de pedir durabilidad sin más para pasar a la durabilidad bien entendida. «¿Por qué le pedimos a los biomateriales que duren tanto?, si a lo mejor lo que tenemos que hacer es que los materiales no duren tanto y que no contaminen tanto. Simplemente que se desvanezcan, que desaparezcan, que sirvan de alimento para otras especies…».
«Hay que pensar que también podemos sacarle otras ventajas al tema de que no sea durable —especifica Elena Rocabert—. Si queremos que desaparezca, esto se puede descomponer en la naturaleza».
Pero esto no solo puede aplicarse en el campo de la moda, en el que trabaja Buj, sino también en otros ámbitos como puede ser el arquitectónico. Pensemos en esas estructuras y edificios levantados exprofeso para exposiciones y ferias que, acabado el evento para el que fueron erigidos, acaban vacíos, sin uso, convertidos en «cadáveres arquitectónicos enormes que costaron una pasta, que nadie habita y que es imposible darles programa porque no hay dinero», se lamenta Buj. «Si, por el contrario, los pensáramos desde lo efímero, pero lo efímero no dañino, habría otras opciones».
«Yo creo que todo este bum de los biomateriales es porque está pasando algo, y es que la gente se está cuestionando estas cosas —opina Rocabert—. A mí me parece interesante. No sé si será la solución, pero es importante generar un pensamiento crítico en la sociedad. Y también es importante que haya gente que se cuestione también los biomateriales» para mirarlos desde todos los ángulos y ver sus luces y sus sombras, que las tienen. Una de ellas, por ejemplo, es la cantidad de agua que requieren para su producción. Pero, como afirman las dos docentes, de lo que se trata, en realidad, es de buscar otras alternativas.
Pensar más, no tanto producir
Uno de los objetivos educativos del IED es crear pensamiento crítico en su alumnado. «Enseñamos a pensar más que a producir —resalta Raquel Díez, responsable de marca del IED Madrid—. Y eso, la forma de experimentar, de colaborar y de crear una identidad propia, es inimitable. Es un modelo que se expresa a través del diseño y al que una institución educativa pionera como el IED siempre será fiel».
En esa línea, Rocabert y Buj invitaron a su alumnado a reflexionar sobre los biomateriales y sobre el micelio en particular. Una de sus últimas experimentaciones en este sentido ha sido la instalación interactiva Un agujero en mi jardín que se exhibió en el Instituto Libre de Enseñanza dentro del programa del Madrid Design Festival. Para desarrollarlo, cultivaron micelio en el Fab Lab del IED durante un mes sobre paneles de pladur cubiertos con tela de algodón. La idea era crear una pieza viva, que cambiara día a día, y que se convirtiera, a la vez, en una obra de arte que invitara al espectador a reflexionar.
«Pensamos en la idea del micelio y explorar, por qué no, otros lugares menos antropocéntricos donde podamos tener esta relación con el jardín, cómo es lo que pasa debajo del bosque, de los jardines, y todo el crecimiento de estos hongos. Hacer una experiencia más sensorial fuera de la escala humana, y ampliar esta escala de los hongos y del crecimiento», expone Raquel Buj.
Elena Rocabert califica esas ramificaciones de micelio, que ocupan hectáreas y a las que se considera el organismo más grande del planeta, como una internet de la naturaleza. Un ente que ayuda a regenerar esos bosques, que los alimenta y que incluso sirve de medio de comunicación entre especies, de ahí la asociación de ideas.
Para completar la experiencia, contaron con la colaboración del artista sonoro Luis Lecea, «porque él tiene una práctica donde registra los movimientos mecánicos del crecimiento de setas que no son perceptibles por el humano y los traduce con geófonos a sonido». Esos sonidos, que eran distintos según el lugar donde te situabas dentro de la instalación, se reproducían a través de trasductores.
Un agujero en mi jardín, en definitiva, es un juego en el que se combinan pensamiento, experimentación, creatividad y colaboración entre disciplinas. Y, fundamentalmente, una invitación a reflexionar sobre cuanto nos rodea para hacernos preguntas y buscar soluciones.
«A mí me parece interesante que haya personas individuales que hagan proyectos en los que, de alguna forma, estén repensando futuros —opina Elena Rocabert—. No creo que sea poner encima de la mesa soluciones, porque no le puedes pedir eso a una persona individual, pero el diálogo, la prueba y error… de ahí aprendemos». En definitiva, una invitación a cambiar el punto de vista, a abrir la mirada y entender que hay otras maneras de hacer las cosas.