La primera vez que vi algo de Maya Hayuk fue impactante. Su trabajo es un contraste con los colores habituales de las ciudades, un juego con el entorno en el que el resultado es tan importante como el proceso.
La última vez que me crucé con una pared suya fue el mes pasado. Sabía que había ido a Normal, en el centro de Illinois, para pintar un mural con alumnos de la universidad. Me crucé con su pared y me alegró el día. En cierto sentido, el trabajo de Maya Hayuk es terapéutico.
Se considera una obsesa de la simetría, el color, los huevos de Pascua y los mándalas, y esto se ve de un solo vistazo en sus trabajos. Sus pinturas y murales son como un test de Rorschach, en el que siempre se ven cosas positivas. Las formas sencillas y los chorretones le añaden una gran expresividad a su obra. “Me encantan las gotas” comenta. Esta artista no estudió pintura sino arte en vivo y experimental, y esa parte de improvisación también se aprecia en todo lo que hace.
A Maya no le gusta que la encasillen en ningún movimiento artístico. “A los que escriben sobre arte les encanta meter a los artistas en cajas, pero los artistas nunca quieren estar encerrados”. Quizá por eso ella también pinta en la calle. Sus paredes e instalaciones de grandes dimensiones habitan en lugares tan dispares como Nueva York o las Bahamas, Rio de Janeiro o Eindhoven y aportan siempre una nota diferenciadora de color.
El año pasado tuvo que abandonar el lugar donde tenía su estudio, el barrio de Williamsburg en Brooklyn ha cambiado mucho y la demanda inmobiliaria ha incrementado los alquileres. Antes de irse, comisionó con amigos artistas una última performance tapando con pintura todos los murales que cubrían la fachada del edificio. A finales de septiembre de este año expone en el museo de Bonnefanten en los Países Bajos, con chorretones de pintura por todos lados, seguro.