Paseando por las salas de la mayoría de los museos pudiera parecer que el arte es patrimonio de los blancos. No solo porque la mayor parte de las obras expuestas están firmadas por varones de rasgos caucásicos, sino porque las escenas que en ellas se recogen suelen mostrar la vida desde una perspectiva que solo los que respondían a ese perfil podían tener en aquella época.
El Museo Nacional Thyssen-Bornemisza no es una excepción en este aspecto. De hecho, sus colecciones se fueron confeccionando siguiendo los criterios de la burguesía centroeuropea del siglo XX, donde el 95% de los artistas eran hombres blancos.
Pero, por suerte, el museo lleva enrolado desde hace años en una misión de descolonización o decolonización (término cada vez más empleado en el ámbito cultural al tratar de estos temas), que, como explica el propio director artístico del museo, Guillermo Solana, más allá de la restitución de objetos que vinieron desde África, Asia y América a las capitales occidentales que vienen realizando en los últimos años algunos estados europeos, «implica una profunda transformación crítica de la institución museo, empezando por la relectura de las colecciones». Entre las muestras realizadas en esa línea destacó especialmente por su ambición Arte americano en la colección Thyssen, llevada a cabo en 2021.
Dentro de esa tarea se enmarca también ahora La memoria colonial en las colecciones Thyssen-Bornemisza, una exposición que puede visitarse hasta el 20 de octubre, en la que «se analiza la huella en el arte (no siempre explícita y casi siempre ignorada) de los grandes rasgos del colonialismo europeo», explica Solana.
El análisis propuesto por la muestra se realiza a través de la relectura de 75 obras seleccionadas pertenecientes al Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, de la colección Carmen Thyssen y de la colección Thyssen-Bornemisza Art Contemporary (TBA21), y seleccionadas por el equipo curatorial, compuesto por el conservador del museo, Juan Ángel López-Manzanares; la historiadora de arte, Alba Campo Rosillo; Andrea Pacheco González, comisaria independiente y directora del espacio FelipaManuela, y Yeison F. García López, director del centro cultural Espacio Afro.
De estas 75 obras, 58 son pinturas, esculturas y obras sobre papel que fueron creadas entre los siglos XVII y XX para una élite coleccionista europea o estadounidense. Todas ellas coinciden al ofrecer una visión idealizada de la presencia occidental en otros rincones del mundo, obviando el legado más oscuro del pasado colonial.
La confrontación de estas piezas con las 17 restantes, pertenecientes a artistas contemporáneos no europeos, permite al visitante dar la vuelta a la narrativa para conocer otros hechos y otros puntos de vista invisibilizados durante aquel periodo de la historia.
La esencia de la exposición la resume la cita de Frantz Fanon (1961) que se recoge en una de sus salas:
«El bienestar y el progreso de Europa han sido construidos con el sudor y los cadáveres de los negros, los árabes, los indios y los amarillos. Hemos decidido no olvidarlo».
Para abarcar el poliédrico y completo enfoque de la exposición, se ha estructurado en seis apartados temáticos: Extractivismo y apropiación, La construcción racial del «otro», Esclavismo y dominación colonial, Evasión a nuevas arcadias, Cuerpo y sexualidad, y Resistencia. Cimarronaje y derechos civiles.
Antes de pasar a las salas de exposiciones, la obra Vista de la Carrera de San Jerónimo y el Paseo del Prado con cortejo de carroza, situada en el vestíbulo del museo, y atribuido a Jan Van Kessel III en 1680, supone una oportuna bienvenida al visitante. La escena, que se sitúa justo en el emplazamiento en el que se encuentra en la actualidad el museo, nos recuerda que ya en las calles del Madrid del siglo XVII era habitual la presencia de personas de origen africano, como el caso del paje que aparece en primer plano en la obra.
La primera sección se centra en el expolio de recursos naturales que las naciones europeas perpetraron en sus colonias. Los esclavos nativos fueron las víctimas más evidentes de esta situación, pero no fueron las únicas. La sustracción de recursos derivó en una corriente artística que Alba Campo Rosillo considera «un modo de extractivismo de tipo cultural»: el primitivismo.
Como comenta el sociólogo puertorriqueño Ramón Grofoguel, «el primitivismo es una escisión del extractivismo epistémico o cultural, que busca sustraer ideas para colonizarlas subsumiéndolas al interior de los parámetros de la cultura y epísteme occidental». En definitiva, se trata de apropiarse y ensalzar valores de otras culturas percibidas como primitivas.
En este primer apartado de la exposición abundan los bodegones, en los que se muestran algunos de los recursos y materiales más demandados por los burgueses europeos y que procedían de estas tierras.
Pero también aquí es donde se recogen las piezas de algunos de los artistas entre los que caló el primitivismo, como el caso de Picasso o Gauguin, entre otros.
Como contrapunto, esta sección acoge también los carboncillos y bordados sobre tela de la colombiana Nohemí Pérez para recordar que aquellos expolios siguen vigentes hoy en forma de devastación forestal en muchas de esas tierras, y la pérdida de derechos de los pueblos indígenas que las habitan.
Leer hoy estas líneas que Immanuel Kant recogió en su Geografía física (1802) sin inmutarse resulta una ardua tarea: «La humanidad halla su gran perfección en la raza de los blancos. Los indios amarillos tienen algo menos de talento. Los negros están muy por debajo, y al final se encuentra una parte de los pueblos americanos».
El pensador elevaba así la categoría de humanidad en sí misma a la población oriunda de Europa. Lo peor es que las palabras de Kant no reflejaban solo su sentir personal, sino el generalizado en Occidente, que veía a los procedentes de otras culturas como inferiores y salvajes y, por ende, necesitados de su tutela.
En el mundo del arte son numerosas las muestras de esta visión, como ocurre en El rastro perdido, de Charles Wimar (1856), donde los nativos americanos aparecen como abocados a su extinción.
También el tono casi caricaturesco que Delacroix utiliza en su Jinete árabe (1854) parece beber de esta visión «del otro».
O las propias mujeres afrodescendientes de Idas y venidas, Martinica (1887) de Gauguin, cuya presencia en la escena se asemeja más a la de meros elementos decorativos o paisajísticos que a la de protagonistas.
El lienzo de Frans Hals Grupo familiar ante un paisaje (1645-1648) es uno de los más representativos del tercer apartado de la exposición, pero también de una tendencia bastante extendida entre los cuadros de la época. En él aparece en escena una familia que, tras diversas investigaciones, se averiguó que se trataba de la de Jacob Ruychaver, quien ostentó el cargo de director general del castillo de Elmina, en Ghana, para la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales.
De todos los personajes que aparecen en el cuadro, es la del joven afroamericano la que más atrae la atención, a pesar de que su posición, detrás del resto de figurantes, como en un segundo plano, parece estar pensada precisamente para que pase inadvertida.
La presencia de personas de origen africano, normalmente esclavos que trabajaban como sirvientes para las familias adineradas, se usó como un símbolo de estatus. Pero en la escena que retrata Hals llama especialmente la atención un detalle: ¿por qué el joven africano es el único personaje que parece mirar al espectador?
El género paisajístico fue de gran utilidad durante estos siglos para el colonialismo. Los paisajes idílicos servían de marco para escenas protagonizadas por europeos y donde la presencia de oriundos era meramente complementaria o secundaria. Escenas, por supuesto, exentas de cualquier atisbo de violencia y que fueron recurrentes a la hora de tratar de trasmitir al espectador la idea de que aquellos edenes estaban llamados a ser conquistados por el hombre blanco.
La estrecha relación entre colonialismo y patriarcado se refleja en la muestra a través de múltiples piezas, como Verano (1921), de Max Pechstein, o Dos desnudos femeninos en un paisaje (1926), de Otto Mueller.
Además de ser considerada de libre disposición por los europeos, la mujer racializada era como un eslabón entre la racionalidad que representaba el hombre blanco y lo salvaje y primitivo de lo no occidental. Una concepción vigente en el imaginario decimonónico que queda reflejado en ambos cuadros, así como en otros recogidos en esta sección.
El último apartado de la exposición se centra en el despertar de la conciencia de identidad entre los miembros de las culturas no occidentales y en cómo este proceso comienza a reflejarse en las obras de la época. Ocurre, por ejemplo, en las obras de Frans Post y de Agostino Brunias, donde se recogen escenas de danza y músicas africanas.
El abolicionismo también queda reflejado a través de pinturas clásicas como Retrato de un hombre de la isla de Dominica (1770-1780), obra de un artista del círculo del pintor inglés sir Joshua Reynolds.
El paso por la exposición no deja dudas de su propósito: ofrecer una imagen polimórfica de una etapa compleja que no acabó con la abolición de la esclavitud ni con el fin del colonialismo, sino que aún sigue latente en algunos fenómenos actuales. Pero también alienta el debate sobre el papel que museos y otras instituciones deben desempeñar en este proceso de resignificación del pasado colonial.
Este post fue modificado por última vez el 31 de octubre de 2024 20:21
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