La última publicación de Julia en Instagram, del 14 de febrero, era una foto doméstica sin filtros ni adornos. Delante de una estantería en huesos y al lado de una chimenea acristalada, esta mujer de 29 años sonreía a la cámara y acompañaba la imagen de varias caras cegadas por corazones.
Diez días más tarde, su Instagram se congeló y esta estampa quedaría como idílica a lo largo de varias semanas. La causa, un ataque imprevisto del ejército ruso. En la madrugada del 24 de febrero, las tropas del país vecino entraban por el norte, este y sur para invadir el territorio ucraniano. O, como afirmaba el presidente Vladímir Putin, para «desnazificarlo».
Julia, residente de la ciudad de Chernihiv, a pocos kilómetros tanto de la capital, Kiev, como de Bielorrusia, entró en pánico. Igual que el resto de miembros de la casa. Su marido, Yura, de 32 años. Su hijo Artem, de cuatro. Y Alina, de uno largo. Aún compaginaba su trabajo en un restaurante como chef de gastronomía georgiana con el cuidado de los niños mientras su esposo sacaba huecos para las tareas familiares en su puesto de comerciante y diseñador de muebles.
Pero llegaron la guerra y las primeras alarmas. La central nuclear de Chernóbil, no muy lejos de su lugar de residencia, fue tomada. Kiev sufrió un brutal asedio que no funcionó según las expectativas del Kremlin, pero la ofensiva continuó. En el sur, varias poblaciones costeras pasaron a manos rusas. En algunos núcleos periféricos como Bucha se produjeron masacres. La zona del Donbás, en lucha desde 2014, incrementó las barricadas.
Se repetía lo que escribía la periodista Martha Gellhorn en una de sus crónicas de mediados de siglo XX: «Me parecía irreal, todo lo irreal que pueden resultar las bombas, naturalmente. Aquella guerra era una completa locura. Un lunático y sus seguidores pretendían lo imposible: la dominación de una época. Se pusieron manos a la obra, otros los siguieron, y de este modo el mundo entero se sumergió en una pesadilla que duró seis años».
Y la gente se echó a la calle. Unos se apuntaron al frente. Otros, a una travesía que les llevara fuera. Lejos. El gobierno ucraniano estableció la ley marcial para impedir que los varones de 18 a 60 años salieran. La huida se convirtió en una marea de mujeres y niños: con razón se ha apodado el éxodo de los peluches. Agarraron algunas posesiones y salieron en masa: hasta principios de junio, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) cifraba el número de refugiados ucranianos en siete millones. 20, si se suman los desplazados internos.
Tres de estos refugiados son Julia, Artem y Alina. Después de unos días de incertidumbre y miedo, se decidieron a coger una maleta grande y escapar. Yura, el marido, se quedó allí: no pensaba combatir, pero sí respaldar con otras mañas a quienes adoptaran el uniforme militar. Desde Chernihiv fueron a una casa de campo, lo que se conoce como dacha. Más segura y sin el ubicuo sonido de sirenas alertando o helicópteros sobrevolando. Y de allí hacia el sur: a pesar de que Polonia, principal foco de exiliados —con 1,2 millones— les pillaba más cerca, las posibilidades les empujaron hacia Siret, en la linde rumana.
En esta frontera ya se han contabilizado a unas 630.000 personas. Entonces, a mediados de marzo, también era una de las opciones más demandadas. El paso a este país, perteneciente a la Unión Europea (aunque no al área Schengen), aseguraba una recibimiento generoso y un horizonte favorable. Para alcanzarlo, Julia y los niños debían encadenar varias jornadas intercalando distintos medios de transporte. Desde vehículos particulares hasta trenes atestados, con una separación de su hermana y el contacto intermitente con otros seres queridos.
Hasta que, por fin, atraviesan la aduana. A su alrededor, un paraje plano: miles de hectáreas de cultivo y ortigas. Este periplo de Julia y familia lo copian miles de compatriotas que escapan del terror y a quienes atienden voluntarios de petos fosforitos. Traducen, distribuyen mantas, prestan asistencia médica. Una de ellas es Nastasía Martínez, chica española de 15 años. Su familia es precisamente de este pueblo fronterizo y ella ha viajado para echar una mano: «Quería venir para verlo, porque no se cuenta bien todo. Me he estado informando y da la sensación de que falta algo».
«Me decían mis tíos que pasaban grupos con sus pertenencias y que les estaban ayudando. Que les dejaban la casa y que les recordaba a la II Guerra Mundial. Algunos familiares durmieron en el salón para dejar las camas», ilustra Martínez, aún impactada por lo que ve a diario. «He conocido a mucha gente. Desde voluntarios que vuelan desde Israel o Estados Unidos para cooperar hasta una mujer guapísima, que venía maquillada y preciosa, pero no podía hablar: estaba en shock. Nunca había estado en un conflicto», espeta en una carpa que ofrece café, sopa y un surtido de dulces.
Algunos de los que deambulan por este control también lo hacen en el sentido contrario. A estas alturas, cuando Julia, Artem y Alina han conseguido avanzar 640 kilómetros desde Chernihiv, hay quien considera que la guerra se ha estancado, y vuelve a su hogar. La mayoría procede de localidades cercanas. Como Valeria Chichiau, de 78 años, que regresa a Chernivtsí, a unos 40 kilómetros. «No aguanto más. Tenía miedo de las bombas, pero necesito estar en mi casa. Creo que se ha calmado y no me apetece estar fuera», afirma dando lentas zancadas.
Oksana, vecina de 44 años, coincide en este sentimiento: «Mis hijos se han ido a Madrid, pero necesito arreglar lo que dejé a medias. Tengo un jardín que adecentar», ríe. «Quería saber cómo estaba mi casa y después decidir si voy o no. Ellos están a salvo, que es lo importante, y ahora me toca pensar a mí dónde ir. Nos han dicho que en Alemania hay trabajo y se puede ganar hasta 1.800 euros», relata mientras conduce por el asfalto un pequeño morral e intercambia mensajes con sus allegados a través de la aplicación Viber: «Todos están bien», suspira.
No es el caso de Julia, Artem y Alina. Ellos quieren continuar en dirección contraria a la guerra. El destino no está claro. Tienen una prima en Catania, en la costa siciliana, pero no saben nada de esta isla mediterránea. Ahora escuchan noticias sobre la buena acogida en Polonia, sobre las ofertas laborales en Dinamarca o el norte de Europa, sobre la capacidad para instalarse en España. De momento, la prioridad es el descanso. «Es la primera vez que salimos de Ucrania. Una pena que sea en estas circunstancias», lamenta esta mujer cada rato.
Gracias a Miguel y Violeta Musteata, dos empresarios rumanos de Dumbraveni, un municipio próximo, pueden pernoctar en un polideportivo reconvertido en refugio. Allí, en hileras, el campo de fútbol techado se ha llenado de colchones. En un diáfano pasillo hay varias mesas donde se sirve comida. Y los baños tienen ducha caliente y enchufes: su descansillo es uno de los rincones favoritos de Artem, que conecta el móvil de Julia en algunos minutos de permiso y alterna videojuegos.
Su madre y su hermana, sin embargo, revolotean entre las camas. Alina se acerca sonriente a la portería, donde decenas de muñecos forman una especie de Belén navideño para uso de los alojados. Julia es menos activa: sus horas transcurren pegadas a la pantalla del celular. Escruta intranquila los últimos ataques, conversa a trompicones con su marido, pregunta a su hermana por su ruta. Siempre en sordina, con un disimulado tecleo.
Porque en esta enorme estancia asombra el silencio. Ni ella ni otras huéspedes levantan la voz. Quizás, como anota Svetlana Alexiévich, bielorrusa ganadora del Nobel en 2015, el cansancio pesa más que el consuelo: «Dejamos de llorar porque para llorar hacen falta fuerzas. Lo único que queríamos era dormir. Dormir y dormir», le confiesan unas guerrilleras en La guerra no tiene rostro de mujer.
Lena, sordomuda de 70 años, no abre la boca por otros motivos. Se comunica con dos compañeras mediante lengua de signos sin apenas levantarse del catre. «Llegamos a la frontera y nos quedamos con mi madre y mi hermana», comenta Svetlana, una de las amigas. «Huimos por miedo a las bombas», resume. La suerte, expresa, es que ellas han tenido una buena admisión y gozaban de una vida que, a ojos del occidental, se asemeja a la suya: muchos de los que arriban tienen iPhones, airpods y demás parafernalia tecnológica.
Yaroslav Kodratenko, por ejemplo, ha conseguido salir con 18 años por un diagnóstico de enfermedad mental. Con gafas de John Lennon y una mochila donde carga su portátil y varios dispositivos, espera unirse al resto de su familia en Croacia. «Quiero seguir estudiando. Ya echo de menos la vida cultural de Kiev», alega, mostrando unas uñas pintadas en lila y negro y dando su apodo en aplicaciones virtuales, donde postea selfis reflexivos. Sus aficiones y su aspecto son como los de cualquier europeo.
Quizás por eso haya gozado de ciertas ventajas que ni los africanos lanzados al mar poseen. Ni «ese explosivo rebaño, ese enjambre de espantos cucos pobres, esa enorme cicatriz» que suponen las caravanas de migrantes centroamericanos, según describe Óscar Martínez en su crónica Juntos, todos juntos, donde subraya que «hay algo rotundo en el acto de comenzar a caminar, de poner un pie delante del otro, hasta salirse del país que lo vio nacer a uno».
Violeta y Miguel Musteata, de 49 y 47 años respectivamente, detallan el funcionamiento de este centro: «Aquí empezamos a organizar transporte y donación de alimentos desde el primer minuto. Al principio ni cabían. Ahora asesoramos a quienes llegan y les dejamos que descansen», explican en un castellano perfecto después de haber vivido bastante tiempo en Valencia. Les ayudan los vecinos del municipio, el alcalde y algunos policías, que custodian la puerta y gestionan los trámites burocráticos de acogida o marcha.
Facilitan desde el vestíbulo la asistencia a los extranjeros, otorgando cierta seguridad y confianza: en las primeras semanas del éxodo, proliferaron las noticias de trata de personas o incluso de tráfico de órganos. El control se ha endurecido y la inquietud de los recién llegados ha bajado, aunque no del todo.
Julia, Artem y Alina encuentran de repente la oportunidad de montarse con el periodista y el fotógrafo al coche que adelantará unos cuantos países hasta su objetivo. Hay un lapso de dudas hasta que se resuelven. La esperanza apremia y terminan montando en un utilitario de dimensiones reducidas. Sellan su pasaporte, fotocopian una hoja arrugada que equivale al libro de familia y, moviendo la maleta coja, se suben con determinación.
Tampoco en estos pequeños instantes de júbilo hay reflejo al exterior: su cuenta de Instagram sigue detenida en aquella lumbre prendida. Ni la molestia de ir hacinados detrás ni las eventualidades del camino (un animal curioso, la incontinencia de Alina, el vómito súbito de Artem) son pasto de redes sociales. A Julia, parece, aún le rasca una lombriz en la tripa: «No puedo leer nada sobre mi país. Es muy duro», confiesa. Su hija, aún sin hablar, registra todo desde su silla adaptaba con una mirada abisal.
Observa, por ejemplo, las curvas sinuosas entre los Cárpatos, parando exclusivamente para ir al baño o fumar un cigarrillo. En esos descansos, la madre aprovechará para relatar parte de su odisea y mostrar los últimos guasaps de sus amigos: un misil incrustado en el parque donde jugaban los niños, un edificio calcinado, avenidas desiertas de lo que era su universo.
«Jamás nos imaginamos algo así. Todo se ha perdido. Artem aún pregunta si aquí hay tanques o helicópteros», solloza. En las paradas más largas, cenarán o picarán cualquier cosa sin rechistar. «Hemos comido. Nuestra alma está tranquila», apostilla Julia, solemne, en cada ocasión. Habrá fotos con el paisaje nevado, a pesar de estar acostumbrados a estas temperaturas: disfrutarlo después de unos días extrañamente primaverales provoca cierto alboroto.
El rumbo cambia de repente y lo que iba a ser un punto aproximado en el mapa se convierte en un pantallazo inexacto. La primera noche hay que intentar encontrarse con Anastasia, la hermana mayor de Julia. Tiene 31 años y dos criaturas casi de la misma edad que las de ella: Mark, de seis años, y Arina, de dos. Supuestamente está en una residencia de estudiantes pegada a la frontera de Rumanía con Hungría. Pero la cobertura falla, el ajetreo del camino impide la revisión de mensajes y nada es seguro en esta brusca fuga.
Al llegar, de madrugada, no está: ya ha ido avanzando con la prole. Es lo que le dicen los responsables del inmueble, gestionado por un equipo español de la asociación Remar. Sara Gálvez, de 23 años, coordina la situación. «Recibimos uno o dos autobuses al día con gente. Llegamos a tener hasta 200 personas. Ahora varía, y se nota que están disminuyendo los ataques y hay quien ya prefiere aguantar aquí para volver», sostiene. Olena, de 47 años, y Kiril, de 11, dan ese perfil: huyeron desde Irpin en cuanto escucharon las primeras explosiones. En cinco días estaban en la frontera. Pero entonces frenaron: «Miramos qué pasa, por seguir a Europa o volver. Yo amo mi ciudad. Allí soy feliz», justifican al borde del llanto.
La mañana siguiente el recorrido planificado es hasta Budapest. Nada más pisar suelo húngaro, las farolas exponen a los candidatos de la próxima cita electoral. Destacan las del primer ministro, Viktor Orbán, que revalidará su puesto unas horas después con un 54,10% de los votos totales y un discurso conservador. Su ideario, de hecho, es conocido en la Unión Europea por rechazar a los inmigrantes o por alabar a Putin, su homólogo ruso. Desde que estalló la contienda, el líder de este país centroeuropeo se ha mantenido tibio en sus críticas y ha permitido el paso de más de 620.000 exiliados.
Muchos de ellos transitan de arriba abajo los andenes de la estación Keleti, en la capital húngara. Julia se apea del coche sin nerviosismo. Agarra a los niños y se interna en el vestíbulo. De entre el tumulto, después de un par de mensajes, aparece Anastasia, su hermana. El abrazo que se dan rompe los muros de contención y corren las lágrimas como una presa abierta. Entre hipidos, intercambian frases rotas. Los niños responden como testigos ajenos: pronto juegan y ríen al alimón.
Sin tren a esas horas, los seis duermen en un hotel proporcionado por los servicios sociales. Antes, les preguntan sus datos y parada final en el estadio Ferenc Puskás. Las últimas directrices son sobre el billete de tren y el horario. Se montarán a las cuatro para ir a Viena. Luego cambiarán a Milán. De ahí, a Roma y, por fin, Catania.
Colocan todo en el vagón y esperan los anuncios por megafonía. El resto de pasajeros también es de Ucrania y se escucha de nuevo el silencio. Salvo por los niños, que corretean y gritan asomándose a la ventanilla. Cuando suenan los mecanismos de cierre, se asustan y alegran a la vez: este será su último tramo, en el mismo tipo de transporte y en sentido opuesto al de las baterías antiaéreas o camiones cargados de armas que se adivina en las sombras nocturnas de las autovías europeas.
Un mensaje avisa de su llegada, dos días después. Su prima estaba pendiente y solo les toca, contempla Julia remarcando el solo, proyectar su futuro. Con los niños, con el trabajo, con la vivienda. Les toca empezar de cero. La «única forma de vivir en el presente», según la periodista Margaryta Yakovenko. «No hay pasado en el cero», señala en su novela Desencajada, aunque sí haya nostalgia, soledad o la vasija de un ser humano derruido tratando de recomponerse.
Julia lo intentará. «Estuvimos de ruta hasta Rumanía muchos días», sintetiza sobre este peregrinaje del que no ha colgado ningún documento gráfico. «La migración puede ser una enfermedad. Al igual que la pérdida de un ser querido, la migración es un duelo», indica Yakovenko. «Pierdes la lengua. Pierdes la cultura. Tu identidad. Tus amigos y tu familia. Tu estatus e incluso sufres la pérdida de la tierra. Lloras paisajes y el clima», enumera quien considera a los exiliados «adictos al horizonte».
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Hasta que el 29 de abril todo se desata. Alina cumple dos años y se corona con un pastel de Masha y el oso, aperitivos y velas. Lo celebran con el resto de la familia y en un jardín extraño. Y Julia no se resiste: lo publica en su Instagram. Hay fotos movidas entre bengalas y globos. Hay posados soplando la tarta. Hay retoques en los colores. Hay filtros. Y se vislumbra alguna sonrisa.
«Tenemos difícil encontrar trabajo por la lengua, el dinero baja y aún estamos viendo qué hacer. Ucrania parece más tranquila, pero hay misiles todo el tiempo», zanja con una palabras traducidas al español en lo que pretende ser su primer verano fuera. Lejos de los cohetes y con una niña que inaugura en la playa, a su pesar, su segundo aniversario.