Es el hombre más rico de la Tierra. Quiere convertir a la humanidad en una civilización interplanetaria, salvar al mundo del cambio climático, combinar el cerebro humano con los ordenadores, y, sobre todas las cosas, «preservar la civilización». De camino, se ha erigido en defensor a ultranza de la libertad de expresión más radical y compadrea de cuando en cuando con la ultraderecha global. Además, lo sabe todo. O eso parece creer.
A Elon Musk se le ha comparado con Tony Stark, el ingeniero canallita que estaba detrás de la máscara de Iron Man en los cómics y las películas de Marvel. La comparación tendría sentido. El director de la primera película del superhéroe, Jon Favreau, ha dicho que aunque Musk no inspiró al personaje, él y el actor protagonista, Robert Downey Jr., comieron con él cuando preparaban la película.
Lo hicieron porque, en palabras del segundo, «este tipo nos puede dar información sobre lo que sería de verdad ser Tony Stark». Dos años más tarde, el magnate protagonizaría un cameo en la segunda entrega de la saga.
En aquella época, en la que Marvel ponía los cimientos de lo que sería su mastodonte del entretenimiento audiovisual, la fama de Musk todavía no tenía escala global. Se sabía de su origen en una familia privilegiada sudafricana.
El resto era el relato habitual de los prohombres tecnológicos: montó una start-up que se vendió por 307 millones de dólares cuando tenía 28 años; con ese dinero montó lo que sería PayPal, que también vendió, esta vez por más de mil millones; y los últimos años ha estado involucrado en empresas que tienen mucho de revolucionarias: Tesla, de la que fue un inversor temprano, y Space X, una idea propia destinada a revitalizar los viajes espaciales. Unos mimbres de los que bien podría beber Iron Man.
Hoy, el mundo conoce mucho mejor a Elon Musk. Y su figura epata y disgusta a partes iguales. Eso sí, desde ninguno de los dos bandos se le ve ya como potencial inspiración para ningún superhéroe. Para unos es, directamente, una divinidad. Para otros, el millonario sudafricano ha concluido el tránsito al bando de los villanos.
La crítica del New Yorker sobre la biografía de Musk, que se publicó el año pasado, sentenciaba ocho años más tarde que sí: «después de varias compañías y muchos hijos» el magnate había terminado siendo «más Lex Luthor y menos Tony Stark».
Antes de comprar Twitter, Musk ya disfrutaba de un estatus especial dentro de la red social. Según SocialBlade, en enero de 2020, el magnate ya tenía más de 30 millones de seguidores en Twitter. En otras palabras, hace cuatro años, a Musk ya lo seguían más personas en la red del pajarito que las que vivían países como Camerún (26 millones), Australia (25 millones) o Rumanía (19 millones).
Hoy es la persona con más seguidores del mundo y con más de 170 millones de almas al alcance de sus dedos. Claro que en lo que hoy es X, las hordas de bots hacen que sea imposible tomarse en serio el número de seguidores de nadie. Como ejemplo: según este análisis de Mashable, un número elevado de sus followers serían cuentas sin actividad.
Pero aun así, la influencia del empresario cuando cuela su argumentario a través de millones de pantallas es innegable. Sus tuits son capaces de enloquecer mercados enteros.
En 2021, ante una polémica relacionada con la privacidad en WhatsApp, Musk recomendó a sus seguidores que «usaran Signal». El mensaje del millonario hacía referencia a otro servicio de comunicaciones encriptadas. Con su tuit, provocó que el valor de las acciones de Signal Advance, una compañía que fabrica equipamiento médico, se disparase un 5000%.
Meses después provocó una caída de más del 15% del valor de Tesla después de tuitear que estaba en proceso de deshacerse de parte de sus acciones de la compañía. El año pasado hizo lo mismo con el Bitcoin: después de añadir #bitcoin a su perfil de Twitter, hizo que su valor se disparase casi un 20%.
Para el politólogo Brian Klaas, la influencia de Musk responde, erróneamente, a una creencia que bebe de la máxima capitalista según la cual el dinero sigue a la inteligencia, y que, por tanto, «si alguien es billonario, debe ser un genio».
Para Klaas, esto supone un error de razonamiento porque no contempla las reglas que sigue la distribución de la riqueza: «La riqueza no se distribuye normalmente, como la altura. Aunque nunca habrá alguien que sea tres veces más bajo que tú, o tres veces más alto que tú, Elon Musk es cerca de tres millones de veces más rico».
Según Klaas se produce una irregularidad provocada porque el talento sí está normalmente distribuido, lo que crea una discordancia: «Alguien que es marginalmente más listo que tú puede llegar a ser 100.000 veces más rico, en vez de marginalmente más rico».
En los últimos tiempos el magnate ha sorprendido al mundo con un pronunciado giro hacia la derecha. En concreto, a la ultra. Su pivote habría comenzado durante la pandemia del covid. Musk ha sido especialmente crítico con los confinamientos y restricciones adoptados para lidiar con la pandemia.
Después de vivir en California durante décadas, las medidas adoptadas por la Administración progresista del estado sureño, mucho más estrictas que en otros sitios de Estados Unidos, habrían motivado su mudanza a Texas, estado bandera del conservadurismo estadounidense de las biblias y los revólveres.
Pero, además, según le habría confesado a su biógrafo Walter Isaacson, al dueño de Space X le preocupaba que su sueño de establecer colonias extraterrestres estuviese en riesgo por culpa del progresismo identitario estadounidense. «Si el virus mental woke, que es fundamentalmente anticiencia, antimérito y antihumano en general, no es detenido, la civilización nunca llegará a ser interplanetaria», lo habría resumido Musk, según le atribuye el exeditor de la revista TIME.
El «virus mental woke» sería, al menos en parte, y siempre según Elon Musk, responsable último de la mala relación con una de sus hijas mayores, Vivian Jenna Wilson. La chica se declaró trans a los 16 años y perdió el apellido Musk, a la vez que su nombre de nacimiento, en 2022, una serie de cambios que, para el magnate serían culpa del colegio progresista al que asistió. Un centro que no solo la habría empujado a la transexualidad, sino también al marxismo. En palabras de Musk: «más allá del socialismo, a ser una comunista completa, y a pensar que cualquier persona rica es el mal».
Estos dos sucesos, combinados, habrían tenido, a su vez, dos consecuencias. En primer lugar, habrían motivado al CEO de Tesla a comprar Twitter. Fue una operación corporativa en la que Musk no solo pagó mucho más de lo que la red social vale ahora y de lo que quería pagar, sino que además se puso un poco en ridículo.
Según él, poseer la red social le permitiría convertirla en una «plataforma para la libertad de expresión alrededor del globo». Una acción que Musk no llevaba a cabo «para ganar más dinero», sino «para tratar de ayudar a la humanidad», pero que terminó ejecutando para evitar un mandato judicial.
Su misión de salvar a la humanidad le ha llevado, en el último año, a convertir la red social que era Twitter en la sala de estar de la extrema derecha global. Una transformación que comenzó retirando el veto a la cuenta del expresidente Donald Trump, condenado al rincón de pensar desde que intentó dar un golpe de estado en 2021.
Ha acogido—además con los brazos abiertos— las producciones del pseudoperiodista Tucker Carlson, expulsado por impresentable de la cadena más mentirosa de Estados Unidos, Fox News. Tucker se dedica ahora ahora a entrevistar figuras de la ultraderecha global por el mundo y ante sus cámaras han hablado Trump, Viktor Orbán, los hermanos Tate, Javier Milei, y el presidente de VOX, Santiago Abascal, al que Carlson entrevistó con vistas a la plaza de Colón.
Un giro que, además, ha venido acompañado por una extraña querencia por las teorías de la conspiración. Musk ha dicho que el empresario húngaro George Soros quiere «erosionar el mismo tejido de la civilización», ha cuestionado la pandemia del Covid-19, ha afirmado que un usuario «tenía razón» cuando decía que los judíos promueven «el odio contra los blancos» y ha impulsado el engagement de una teoría que afirmaba que políticos demócratas practicaban la pedofilia en el sótano de una pizzeria de Washington D.C.
Aunque podría ser que el magnate solo se haya aficionado a la atención y que su uso de afirmaciones exageradas o tendenciosas no sea más que una forma de seguir manteniéndose en el foco. Porque para él lo que era Twitter tiene, por encima de todas las cosas, una función: servirle para seguir predicando el evangelio de Musk. Por encima de todas las cosas. O, al menos, eso es lo que se puede concluir a la vista de algo que ocurrió el año pasado.
Tras la compra de Twitter y de convertirse en la persona con más seguidores de la plataforma, al potentado le entraron celos del presidente de los Estados Unidos. Fue a raíz de los mensajes que los dos colgaron en la red social con motivo de la SuperBowl de 2023. El tuit de Joe Biden, que decía que apoyaría a los Eagles de Filadelfia, por ser el equipo de la primera dama, Jill Biden, alcanzó a muchísima más gente (29 millones de impresiones) que el de Musk (9 millones de impresiones), que también apostaba por el equipo de Pensilvania.
La reacción de Musk fue subir a su avión privado y volar a San Francisco. Allí, ese mismo día, un domingo de febrero, el hombre más rico del mundo se plantó delante de sus ingenieros y les amenazó con el despido si no le convertían en el niño más popular del patio.
Al día siguiente, los usuarios de Twitter (entonces ya X) se despertaban para descubrir, que, de la noche a la mañana, el algoritmo de la red social había decidido inundar sus pantallas con mensajes del celebérrimo.
La imagen de portada es de: Steve Jurvetson, CC BY 2.0, via Wikimedia Commons.
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