Septiembre es el mes de la pereza. La pereza es ese veneno dulzón de la desidia. Esa sensación mullida de no hacer nada. Ese letargo del ánimo que hace que todo nos importe un carajo y que nos rasca la barriga. La culpa es del cerebro. El modo ahorro de energía es el que prevalece en la parte reptiliana. Es algo antropológico. Quién soy yo para cambiar cinco millones de años de evolución (lenta, muy lenta). Quienes predican el esfuerzo son en realidad unos negacionistas. Si la naturaleza tiende a amorcillarnos, dejemos que siga su curso.
Si no fuera porque no me apetece nada, haría un movimiento para defender el derecho a la pereza. Aunque con pensarlo y sin mover un dedo ya me siento útil a la causa.
Soy muy fan de la pereza. De todas ellas. La primera es inevitablemente la pereza física. Esa vida relajada, pasiva y contemplativa inmune a la lluvia de tareas, ajena a la culpabilidad, ese repelente del esfuerzo. Pero hay una pereza aún más habitual, que es la pereza de pensar. El caso más gráfico es la pereza de hacerse una opinión sobre algo. Francamente, prefiero que me la den masticada. Esperaré a que los míos me den consignas, a poder ser fáciles.
Y luego está la pereza de pensar en el futuro, ganarse la vida y esas monsergas. Esa especie de losa vital. ¡Qué pesadilla! ¿Dónde pone que yo haya nacido para tener que hacer algo para otros, empezar cosas, tener que ganar dinero? Ya habrá otros que peleen por mí para que me corresponda algún subsidio o algo. ¡Dadle duro! La reivindicación es un tema que me agota.
Tampoco me apetecía escribir esto, pero lo he hecho porque, en el fondo, muy en el fondo, necesitaba pensar. El sedentarismo mental es el opio del pueblo. Hay que ponerse unos mínimos porque, si no, te sale molla por dentro del cerebro.
Así que, a modo de calentamiento mental, he leído y he descubierto que el Derecho a la pereza es un libro que se escribió en 1880 por un marxista (Paul Lafargue) que proponía un máximo de tres horas laborables al día y que tachaba de «extraña locura» el amor por el trabajo. Que debería haber mucha gente improductiva para compensar el exceso de carga de trabajo. Y, de pronto, me ha interesado. Me he imaginado que en plena revolución industrial existía el pensamiento crítico. ¿Lafargue se tomó la molestia de escribir un libro sobre la pereza?, con toda la disciplina y trabajo que ello conlleva. ¿No es eso un tipo de estafa? Que elaboró y cimentó varias teorías que hoy se consideran precursoras de la reducción de la jornada laboral.
El caso es que ahora, después de leer y querer saber un poco más, sé que hubo en 1880 un vago oficial que reclamaba el derecho a la pereza, y que, con toda su ironía, contribuyó a sentar algunas bases. Saber esto no me hace ni más sabio ni mejor, solo me hace sentirme mejor.
Tenemos el derecho a la pereza. Es inalienable, infinito, delicioso. Y también tenemos el derecho a ignorarlo y combatirlo. Yo adoro la pereza, me atrapa y la disfruto, pero me gusto mucho más a mí mismo cuando la venzo.