No sé qué edad tienes y seguramente da igual. Nacieras cuando nacieras tienes el convencimiento de que tu generación lo ha pasado peor que el resto. Ninguna crisis ha sido tan importante como aquella a la que los de tu quinta tuvisteis que hacer frente. Y, aun cuando muchos se quedaron por el camino, nunca nadie se quejó tanto como se han quejado los demás cuando las cosas no les fueron tan bien como esperaban.
No es cosa tuya, es que estamos educados así. Todos estamos convencidos de que merecemos más, que nos hemos esforzado más y que hemos superado obstáculos más difíciles que el resto. Es como el síndrome del impostor, pero al revés y a escala colectiva: te prepararon para triunfar, y es lo que has intentado toda tu vida. Si lo conseguiste es porque lo merecías. Si no, porque te han sobrevenido una serie de catastróficas desdichas que han jugado en tu contra: era imposible alcanzar la meta con tantas dificultades.
¿De qué dificultades hablo? Ahí ya sí importa tu generación. Quizá viviste en tu infancia la carestía de la posguerra. O el miedo cotidiano a una catástrofe nuclear. O la convulsa reconversión económica, con las drogas y el SIDA amenazando en cada esquina. O aquel despertar social en el que unos pocos triunfaron y unos muchos se quedaron como estaban.
O la brutal crisis económica que hizo que generaciones de jóvenes frustraran sus sueños y que no menos trabajadores de mediana edad perdieran el empleo para no recuperarlo jamás. O la pandemia y su devastador impacto en la salud mental. O esta última crisis, producto de la guerra, con todo disparado y alejando una vez más el sueño de independizarte y empezar una vida propia. Seguramente, más de una de las anteriores.
En algún punto de nuestro lento despertar económico y social nos cargamos a la espalda la mochila de expectativas de los que nos precedieron. Nos educaron para vivir mejor que nuestros mayores, empezando por el acceso general a la educación superior y la ensoñación colectiva de que así garantizaríamos un porvenir a las generaciones futuras. Pero esa generación, la que se decía más preparada de la historia, tenía la misma tara que todas las demás: estaba preparada para cualquier cosa menos para la realidad. Y así, ser mileurista pasó de ser un estigma a una aspiración.
«Siempre pido a mis alumnos que hagan un currículum de fracasos. Es decir, preparar un documento que resuma todas sus grandes meteduras de pata personales, profesionales y académicas. Y en cada fracaso, el alumno debe describir qué aprendió de esa experiencia». Lo contaba Tina Seelig, profesora de la Universidad de Stanford en su blog allá por 2009. «Imagina las caras de sorpresa que provoca esta tarea en alumnos que están tan acostumbrados a exponer sus éxitos».
Seelig ha enseñado a varias generaciones de emprendedores, posiblemente el entorno en el que hay mayor ratio de confianza en uno mismo por metro cuadrado. Y también en el que mayor aversión hay al fracaso. Pero claro, Stanford es Stanford, y la mentalidad emprendedora estadounidense no tiene nada que ver con la realidad del resto: aquí no hay dinero para grandes ideas, sino una eterna dependencia de áreas como el turismo y el sector productivo. Y posiblemente habría protestas formales de alumnos al sentirse humillados si un docente les pide hacer algo así de frustrante.
Aquí, por contra, retrasamos la incorporación al mercado laboral para formarnos en cosas que en muchos casos no se utilizan porque no hay demanda de tanta titulación superior; aunque luego los datos demuestren que con educación superior es más fácil encontrar trabajo. Pero claro, no el trabajo que queríamos o para el que nos habíamos preparado. Y ahí está, de nuevo, la frustración rondando y cargándonos con la pesada mochila de las expectativas que nos impide ascender por la cuesta que la vida nos pone por delante.
Esa cuesta tiene repechos que casi todos conocemos, seamos de la generación que seamos. Que la vida a nuestro alrededor es más cara de lo que la mayoría nos podemos permitir. Que, lo miremos como lo miremos, muchos creen que vivimos mucho peor que quienes nos precedieron. Y ellos, que vivieron con muchas menos posibilidades y libertades que nosotros, consideran que no es que la vida se haya llevado por delante a los más jóvenes, sino que los jóvenes no han sabido llevarse por delante la vida.
Así acaba casi siempre el debate, con una pelea generacional: la generación de cristal contra la generación tapón. Una sociedad cada vez más envejecida y con el futuro del sistema en el aire, por insostenible. Con ratios de desempleo juvenil por las nubes, cambiando inmigración por emigración y nacimientos por defunciones. Pero más entretenida en echarse las culpas o soltar un lamento más alto que el resto que en buscar soluciones. Y quizá la primera de ellas pasa justamente por el origen del problema: la educación.
Cada vez más alumnos aprueban y menos repiten. Las notas de las pruebas colectivas son mejores que nunca. En la universidad, a la que van casi todos, se da por hecho que obtendrás tu título, con la única duda de cuántos años te costará lograrlo. ¿Son más inteligentes los alumnos o menos exigentes los docentes? Sea cual sea la respuesta, por el camino se aprende una enseñanza tan dañina como la de buscar el triunfo por encima de todo: pensar que no se puede fracasar porque siempre hay más oportunidades. Un camino directo a la frustración, porque la vida real no es así.
No se trata, por tanto, de dilucidar si de verdad una sociedad puede absorber a tantos individuos sobrecualificados o no. O si realmente ahora es mucho más fácil obtener ciertos títulos de lo que era antes. O siquiera si el papel de la formación superior debe ser facilitar un lugar en el mercado laboral o no. Se trata de educar para algo que siempre llega en la vida: la frustración por el fracaso. Da igual de qué generación seas, siempre vas a acabar enfrentándote a eso. Y casi todos suspendemos en ese examen porque no lo hemos preparado.
En una sociedad en la que se nos educa para triunfar no hay espacio para el fracaso. Cuando lo que se enseña es a competir para destacar, resulta complicado no venirse abajo cuando no se logra, aunque por mera definición muy pocos lo consiguen y muchos lo sufren. Nos hemos vuelto autocomplacientes en el lamento, en creernos que nuestras dificultades siempre son mayores, pero a la vez nos hemos vuelto muy poco indulgentes con nosotros mismos a la hora de asumir que no siempre podemos ganar. Es más, casi nunca vamos a ser quienes ganemos. Y en el fondo no pasa nada.
Es lógico pensar que no se puede ser feliz fracasando. Pero también es fácil entender que sí se puede ser feliz habiendo fracasado. Esa misma ambición que sirve de motor para mejorar y progresar es a la vez un freno que nos impide asumir que en la vida es muy complicado triunfar de la forma en que queremos hacerlo. Y, en ese mismo sentido, es factible reajustar las expectativas. Porque el triunfo no tiene por qué ser laboral ni económico, aunque creas que esas derrotas puedan hacerte muy difícil lograr una victoria en otros ámbitos.
La solución, por tanto, no depende de bajar los requisitos para que todos puedan competir, porque en una competición, al final, ganan unos pocos y todos los demás fracasan. Se trata de entender que la vida no debería entenderse como una competición, sino como una sucesión de fracasos muchas veces inevitables que conducen hacia algunos logros que deberíamos saber disfrutar. Concedernos el derecho a que no nos salgan las cosas. Acostumbrarnos a fallar, a suspender, a aprender con cada derrota. A intentar mejorar siempre, pero asumiendo que nos digan que no. Porque casi siempre nos dirán que no. Y por eso no podemos vivir frustrándonos cada vez que no nos digan que sí.
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