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Erika Irusta: «Hoy puedes pedir una compresa tranquilamente pero Instagram elimina fotos de la regla»

Hay mujeres que solo usan tampones para no cruzarse con su propia regla; dicen que es asquerosa. Hay mujeres que se encierran en la castidad mientras menstrúan porque piensan, horrorizadas, que una gota de su propia sangre es una guarrería; las mismas que no tienen ningún reparo en llenar su cuerpo del semen de otra persona. Mi regla, un asco; la lefa del último pelagatos del Tinder, un placer.

Erika Irusta azota la inteligencia. En su último libro, Yo menstrúo, un manifiesto, (de la editorial Catedral), pega una buena sacudida al entendimiento. Empieza por la regla, viaja hasta la Biblia y acaba desentrañando el orden de valores mundial. Esta educadora mete una bomba atómica en las raíces más profundas de los prejuicios que arrastramos desde la aparición de la cultura judeocristiana. Lo cuestiona todo desde la razón, desde la empatía, desde la lucidez del que estudia y mira con curiosidad en vez de repetir las moralinas castradoras que tanto complacen a la gente de bien.

La fundadora de la primera escuela menstrual del mundo escribe cosas que asustan por lo evidentes que son. «Nos han enseñado a darnos asco», afirma. «En el porno mainstream acabar con la boca llena de semen es la traca final. Pero ¿cómo tomarían ellos lo de acabar eyaculando en su cara o que tras un delicioso cunnilingus, su boca estuviera llena de sangre?».

Pocas veces se piensa en este asunto: la regla no es un plato de gusto en esta sociedad. Erika Irusta, en cambio, lleva ocho años estudiándola y trabaja con la Society for Menstrual Cycle Research de Estados Unidos. Empezó poniendo un nombre a lo que hacía porque ni siquiera existía, pedagogía menstrual, y después creó un blog (El camino rubi) y una comunidad educativa digital (Soy una, soy cuatro) para investigar y enseñar sobre la experiencia menstrual. Nunca nadie había hecho algo así.

De tanto investigar, tanto observar y tanto sentir, surgió este libro que pone patas arriba un tema que en la era del Hyperloop sigue siendo tabú. Irusta saca a la luz un asunto que corre por las conversaciones como el agua por las alcantarillas: turbio, escondido, deshonroso. La pedagoga lleva la regla de las confidencias íntimas entre mujeres a la opinión pública y afirma: «La menstruación es una construcción cultural, social y política».

—¿Qué te ha llevado a pensar esto?

—Hace ocho años, cuando empecé a investigar, vi que toda la información que había sobre la menstruación estaba contada por la medicina. El cuerpo menstruante solo se miraba a través de unas gafas clínicas, aunque, en realidad, la experiencia menstrual es mucho más (por ejemplo, a lo largo de la historia, la regla se ha utilizado para encerrarnos o para sacarnos de casa).

Ahí saltó el primer crujido: la regla solo aparecía asociada a palabras como disfunción, patología… Miraban el periodo con distancia y extrañeza. «Al escuchar a alguien decir “menstruar es natural”, me enfada mucho. No sabía bien por qué, pero me enfadaba», cuenta, sonriendo. «Primero entendí que no hay nada natural en el animal humano: si somos homo sapiens es justamente porque creamos ficciones y, por lo tanto, todo lo que sucede en el humano es cultural. Entiendo entonces que, cuando decimos que “la menstruación es natural”, queremos decir que “la menstruación es fisiológica”. Sí, es un proceso fisiológico. Pero la forma en la que lo experimentamos es un proceso cultural. Después descubrí que en China y en India, el síndrome premenstrual y la depresión posparto se entienden como síndromes culturales; no se describen como patologías. La experiencia menstrual varía a lo largo del tiempo y en función de la cultura de cada lugar».

Fotos de Ismael Llopis

Los mitos e historietas que Irusta había escuchado toda su vida cayeron, desplomados, con la fuerza descendente de un coágulo menstrual y a partir de ahí empezó a recomponer sus ideas: «Cuando por fin ves que menstruar es cultural, te das cuenta de que por ahí puedes meter la palanca para abrir grietas (en realidad, es un hecho biopsicosocial, pero decimos cultural para que todos nos entendamos). Ahí está la clave. Y ahí es donde descubres que el sistema lo utiliza en contra de nosotras. Ves que el problema no es la menstruación; es quién menstrúa: el cuerpo que no ha creado las leyes. Esto lo explicaba muy bien Simone de Beauvoir. No nacemos mujeres; nos hacen mujeres y somos el segundo sexo. Por eso es importante que dejemos de decir tan alegres “la menstruación es natural” y digamos “la menstruación es cultural”. Entonces podremos incidir sobre la cultura».

A Irusta le chirría que las voces que han ido construyendo «el relato menstrual» no menstruaban. Es decir: eran hombres. Y viene de muy lejos.

—Empezó en el Génesis. Seguramente en comunidades que no estaban alfabetizadas y que utilizaban la comunicación oral. Ahí ya decían que todos los procesos de las mujeres vienen con dolor. Así se ha ido creando la otredad. Ese es el problema de la menstruación: la otredad; pertenece al cuerpo de las personas que no tienen el poder —asegura la pedagoga.

Llegaron después las teorías hormonales para ahondar en la zanja que separa a mujeres y hombres. Irusta lo encontró en un libro de la antropóloga Nelly Oudshoom titulado Más allá del cuerpo natural: una arqueología de las hormonas sexuales. «A las hormonas no se le atribuían un género. Pero la modernidad empezó a buscar la masculinidad y la feminidad en la bioquímica. Así pasamos de una teoría de un humano único a dos diferenciados por su género y a atribuir géneros en función de las gónadas. Y eso es una locura porque todos sabemos que no eres hombre o mujer en función de tus genitales. ¿Realmente pensamos que en la química reside la masculinidad y la feminidad? Holaaa, siglo XXI. La feminidad y la masculinidad residen en el constructo cultural. Lo que existe son diferencias entre cuerpos, por supuesto. Pero no debemos categorizar esas diferencias de perogrullo. Yo puedo tener niveles de testosterona diferentes a los tuyos y eso ¿qué significa? ¿que yo soy más hombre que tú? Esto nos hace ver que somos una sociedad que busca, como su santo grial, qué nos hace mujeres y qué nos hace hombres».

La conversación llega aquí a un tema que requiere otra buena sacudida: las cadenas que la sociedad impone entre la mujer y la reproducción. Los hombres también se reproducen, pero a ellos no los torturan con la pringue esa de «se te va a pasar el arroz» o «nunca vas a ser una mujer completa si no sabes lo que es tener un hijo».

—Muchas personas pasan por depresiones y crisis de identidad cuando les quitan el útero. Piensan: ¿cómo narices voy a ser una mujer a partir de ahora si ya no puedo ser madre? En algunos lugares, como en México, hacen histerectomías gratuitas. Te dicen «el útero sirve para dar hijos o dolores de cabeza» y te lo quitan. Pero, entonces, al haber construido la identidad en base a los órganos, la mujer sufre una grave crisis identitaria.

Este empecinamiento de encasillar a los más de 7.000 millones de personas del mundo en solo dos etiquetas, hombre o mujer, es de una estrechez asfixiante. «La identidad es fluida, como lo son nuestros flujos y humores. Una, a lo largo de la vida, va siendo», escribe Irusta en su nuevo libro. «Menstruar no tiene nada que ver con nuestra orientación sexual ni con nuestra identidad de género».

—¿Es la liberación del género la gran revolución social pendiente del siglo XXI?

—Hay una frase de [el filósofo] Paul B. Preciado que tengo tatuada: «No creo en la violencia de género; creo que el género mismo es la violencia». Para mí, es lo que marca todo y nos hace ver que deberíamos abrirnos a cuestionar la identidad. Hay un problema muy acuciante que estamos viendo ahora en Cataluña y que yo he vivido siempre como vasca. Nos piden que trabajemos mucho la identidad pero lo que nos falta es cuestionarla y crear otras que refleje realmente cómo somos. La identidad es algo que se nos antoja tan privado pero, a la vez, es tan colectivo. Depende tanto de temas tan increíblemente irracionales; temas que tienen que ver muchísimo con la emoción y con lo que todavía no podemos nombrar.

—¿Crees que es necesario construir una identidad de hierro o aceptamos, por fin, el género fluido?

—A mí me dan mucha envidia las personas de generaciones más jóvenes porque pueden ubicarse en otras categorías. Yo, por ejemplo, nunca me he sentido bien en la etiqueta de mujer. Cuando me identifico como mujer lo hago como sujeto político pero nunca he estado bien con esta palabra. Tenemos que entender que la identidad muta, que la identidad es fluida y que incluso durante el ciclo menstrual nuestra identidad cambia. No te sientes igual cuando estás ovulando que cuando estás menstruando. Si tú misma ves que tu identidad muta cada 30 días, cómo vas a permanecer siempre en una etiqueta que tú no has creado y en la que tú eres una esclava. Hablan del «privilegio de ser mujer». ¿Privilegio? Y eso que hablo de mujeres con estudios, con dinero, de raza blanca. Porque… ¿tú sabes lo que es para un niño de 14 años menstruar? ¿Sabes la de palizas que se come? ¿La de odio al cuerpo que hay? ¿La de suicidios que hay? Todo porque nos están diciendo que ser mujer supone ser equis cosas.

Pero la regla, dice Irusta, no tiene género. «Menstruar no convierte a una persona en mujer. No tiene nada que ver con la orientación sexual ni con la identidad de género».

Yo menstrúo denuncia la idea de suciedad, culpa y vergüenza que durante tantos siglos han arrojado a la regla. El propio verbo para hablar de la menstruación, manchar, lo dice todo. En el diccionario de la RAE significa: «poner algo sucio», «deslustrar la buena fama de una persona».

Hoy día la regla se sigue encubriendo hasta la ridiculez. En los anuncios echan un líquido azul sobre una compresa; azul cielito mejor que rojo putón. «La mayoría de las mujeres tenemos asco a casi todos los procesos de nuestro cuerpo. Los pedos nos dan asco; los eructos nos dan asco; cagar nos da asco. De hecho, las mujeres estamos estreñidas porque vivimos en una sociedad que dice que no cagamos. Si tenemos mocos: asco. Si sudamos: asco. ¿Por qué? Porque las mujeres hemos tenido que aprender a huir del cuerpo para sobrevivir», explica Irusta, con voz de niña y seguridad de catedrática. «Hemos tenido una mirada misógina hacia el cuerpo y ahora hay que evolucionar. La que no siente asco por su menstruación siente asco por su sudor. Siempre nos estamos avergonzando de algo».

—En tu libro escribes: «Se dice que las generaciones más jóvenes ya tienen la regla superada». ¿Sí? ¿Es así?

—No. Es la falsa superación. El tabú menstrual se va actualizando, como las aplicaciones del móvil. Hoy puedes pedir una compresa tranquilamente. Vale, pero ahora tienes otros tabúes. Por ejemplo, Instagram elimina fotografías donde aparece contenido relacionado con la menstruación. Se puede denunciar, se ve como algo asqueroso. También existe un gran tabú sobre la copa menstrual: cómo me lo pongo; si me lo saco, me mancho la mano de sangre. Nos venden los tampones con aplicador para que no tengamos que tocarnos. Esto no lo tenemos superado. Uno de los problemas del tabú menstrual es pensar que está superado y normalizado. O cuando dicen: «Hay que normalizarlo». No, perdona, hay que sacarlo del armario y hacer activismo. Porque ¿qué es normalizarlo: que lo va a absorber el capitalismo? Ahí tengo mis dudas.

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