Te sientas delante del ordenador con la pantalla en blanco. El cursor parpadea de forma inquietante a la espera de que teclees la primera letra. Pero tú no te atreves. Sabes que si das el paso quedarás enganchado a esa pantalla durante al menos uno o dos años. Sometido a los terrores (eso es seguro) y tal vez a las delicias (eso es incierto) de un texto que poco a poco se irá despegando de ti para caer bajo el dominio de tus personajes.
La historia que tanto te gustaba comienza a resquebrajarse. Surge la duda. Pasan los minutos y sigues bloqueado. Pero, de repente, una cita que acabas de recordar te empuja hacia delante: «Si no tienes nada que decir, ponte a escribir. Que escribiendo, escribiendo, tal vez sea el escribir el que te vaya diciendo».
Finalmente te lanzas. Una palabra, una línea una página. Y luego otra y otra. Al cabo de un tiempo vas cogiendo confianza. Pero es justo esa confianza la que le lleva al abismo. Releyendo el capítulo que acabas de terminar descubres que te has perdido. Que las cosas no encajan y que los personajes se desdibujan. Entonces tienes que retroceder, ¿pero hasta dónde? ¿Debes destruir ese último capítulo? ¿La novela entera? ¿Debes abandonar?
Al final la terminas. Con el pánico que conlleva saber que una editorial puede calcinar dos años de tu vida con una sola frase, te atreves a presentarla. Y la leen. Y les gusta. Y te dicen que van a publicarla porque es buena. Lo que no te cuentan es que esa primavera ni Vargas Llosa ni Belén Esteban presentan novedad alguna y por eso te han colado.
Un día la novela, ya impresa, llega a tus manos. Entonces la relees como si no fuera tuya, lo que no deja de ser cierto. Y entonces, solo entonces, descubres lo que has hecho.
Descubres que escribir es vengarse de uno mismo. Es rebuscar, entre las palabras nacidas de la necesidad o de la pasión humana, hasta descubrir aquella que te golpea. En el mundo de la ficción no se escribe para decir, sino para que el decir nos diga. Las historias, los personajes, sus dichas y sus quebrantos se engarzan entre sí para advertirnos. No son visitas de cortesía, puesto que ni se anuncian ni respetan, durante sus breves e imprevisibles estancias en nuestra imaginación, las más elementales reglas de urbanidad. De hecho, no sabes para qué se muestran, si para salvarte o para demolerte.
Que escribir es, además, vender cara tu vida. Cada vez que añadiste una nueva línea en la pantalla de tu ordenador, estabas tocando a arrebato. ¡Venga, vamos, no os quedéis ahí, entregados ya de antemano! ¡Sentid conmigo las caricias de los sueños, el beso de la fabulación! No os dejéis engañar por lo tangible, pues nada es más sólido, más memorable ni más perpetuo que aquella conmovedora historia que te desterró de tus propios miedos.
Y ahora comprendes además que tu manera de conseguirlo fue, sin pretenderlo, un sublime acto de generosidad. Te desprendiste de algo que emocionalmente te pertenecía para entregárselo a tus personajes de ficción con el fin de que hicieran con ello lo que les viniera en gana. Y el resultado de su arbitrario comportamiento, tan imprevisible para ti como para cualquier otro lector, es lo que ahora se ha convertido en una novela.
Cierras el libro, acaricias la portada y miras hacia tu interior intentando archivar esa extraña emoción que hasta ahora no habías sentido. Y lo haces con una clara intención. Porque sabes que dicha emoción, con un poco de suerte, tal vez te sirva para empezar de nuevo.
2 respuestas a «¿Tiene sentido escribir una novela?»
Quien lo probó, lo sabe.
Un personaje secundario de alguna novela de Fuguet dice que lo que escribes tiene que dolerte y que «Si no duele no vale». Por suerte o por desgracia, hasta ahora no tengo nada que me duela escribir. Gracias por el texto.