Son muchos los autores que han oído voces en su cabeza, que hablaban con seres imaginarios o que incluso interactuaban en sus sueños de formas tan diversas que, finalmente, podían usar todo ese bagaje psicopatológico para concebir obras mucho más sugerentes.
Yeats, por ejemplo, usaba la escritura automática para comunicarse con espíritus. Crowley escribía lo que le dictaba una inteligencia no humana llamada Aiwass. Tal vez si no hubieran estado un tanto «trastornados», pues, no disfrutaríamos ahora de obras tan interesantes. Y quizá la frontera entre trastorno y creatividad artística sea un tanto difusa.
¿Trastorno o genialidad?
Según un reciente estudio de la Universidad de Stanford, la dimensión clínica con el que se aborda que los enfermos de esquizofrenia experimentan alucinaciones auditivas depende en gran parte del contexto cultural. En África o en la India, por ejemplo, estas alucinaciones se encajan como benignas e, incluso, místicas.
Tal vez, muchas personas con sensibilidad artística sufren algún tipo de trastorno más o menos benigno, pero también acaso una empatía más desarrollada de lo habitual, una habilidad innata para ponerse en la piel de otras personas e imaginar cómo hablan. De hecho, a menudo las alucinaciones de muchos autores son auditivas.
Charles Dickens solía afirmar que los personajes se le aparecían y le dictaban las líneas de diálogo con sus propias voces. Por ello llegó a pasar los últimos años de su carrera haciendo lecturas en público de sus relatos y poniendo las distintas voces cuando hablababa uno u otro personaje.
Evelyn Waugh convirtió en un libro las alucinaciones auditivas que padeció en un viaje en barco: La prueba de fuego de Gilbert Pinfold. A Virginia Woolf le perseguían esas voces en toda clase de situaciones y, por ello, entre otros motivos, optó llenar de piedras los bolsillos de su abrigo y se tiró al río Ouse.
Otra clase de alucinaciones
Robert Louis Stevenson, el autor de obras como La isla del tesoro o El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, solía ser víctima de sueños nocturnos muy vívidos que, en ocasiones, derivaban en pesadillas.
Con el tiempo, se dio cuenta de que tenía la capacidad de regresar a los sueños inconclusos y retomarlos allí donde se habían quedado, hasta que lograba crear una historia completa. A menudo, usaba estas historias oníricas como base para concebir sus ficciones literarias.
Como explicó él mismo, los sueños eran una especie de pequeño teatro del cerebro que se mantenía intensamente iluminado por la noche. A los personajes que aparecían en su teatro onírico los llamaba su brownies. Estos personajes, por ejemplo, fueron la fuente de inspiración para escribir El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, tal y como explica Richard Wiseman en Escuela nocturna:
Unas horas después de quedarse dormido, tuvo un sueño en el que estaba viendo una escena en la que un buen hombre era juzgado por algún crimen. Asustado, el personaje ingirió una especie de polvos o poción, y se transformó en la personificación del mal. En ese momento, Stevenson se puso a chillar y su esposa lo despertó. Al gran novelista no le hizo ninguna gracia, porque dijo que estaba soñando una «historia muy bonita» y ahora había perdido el hilo del argumento. Pero, pese a que de repente lo habían privado de la actuación de los brownies, Steveson supo completar su obra de ficción más famosa en sólo unos pocos días.
Esta especie de invasión de personajes de mentira para inspirar obras de ficción incluso puede tener lugar en la vigilia, como le sucedió a Julio Cortázar para inventarse a los cronopios, tal y como explica el propio Cortázar en Los nuestros, de Luis Harss:
Una noche, escuchando un concierto en el teatro de los Campos Elíseos, tuve bruscamente la noción de unos personajes que se llamarían cronopios. Eran tan extravagantes que no alcanzaba a verlos claramente; como una especie de microbios flotando en el aire, unos globos verdes que poco a poco iban tomando características humanas.
Con todo, era durante el sueño cuando las inspiraciones eran más frecuentes. Le sucedía a Samuel Taylor Coleridge, que en 1797 soñó de una sola tacada con 200 versos de un poema nuevo. Sin embargo, cuando al despertar empezó a tomar nota de todos ellos, una visita le interrumpió. Los versos finales jamás los pudo recordar, y esa es la razón de que su poema más conocido, Kubla Khan, quedara incompleto. Y Walter Scotto confiaba en los sueños para resolver cualquier atasco creativo en sus obras, como él mismo señaló en Diario:
Cuando en medio de una historia me encuentro con algún problema complicado […] siempre es al abrir los ojos por la mañana cuando las ideas me acuden en tropel. Tanto es así que, cuando me veo perdido, me digo: «No te preocupes, mañana a las siete lo estudiaremos».
Otras mentes
El escritor y ocultista Aleister Crowley decía que escribía lo que le dictaba una inteligencia no humana llamada Aiwass. Según palabras del propio Crowley, este ser desplegaba «una inteligencia y unas facultades inmensamente más sutiles y mayores que las de cualquier ser humano». Tal y como lo explica el historiador John Higgs en su libro Historia alternativa del siglo XX: Más extraño de lo que cabe imaginar:
El libro que Crowley pensaba estar transcribiendo suele denominarse El libro de la Ley, ya que su verdadero título, Liber AL vel Legis, sub figura CCXX, tal y como fue entregado por XCIII = 418 a DCLXVI, tiene mucho menos gancho. La obra consta de tres capítulos, cada uno escrito a lo largo de una hora durante tres días en un hotel de El Cairo. El texto tiene mucha fuerza, es perturbador y, por momentos, da miedo (…) El tono monosilábico se pone de manifiesto en su frase más famosa: «Haz lo que quieras es toda la ley».
Algo parecido se encuentra en el escritor de ciencia ficción Phillip K. Dick, que dijo en una ocasión que muchas de sus ideas sobre el futuro procedían de una mente extraña que le había colonizado la suya:
Invadió mi mente, tomó el control de mis centros motores y pensaba por mí. Era un espectador de lo que pasaba. (…) Esta mente, cuya identidad desconocía absolutamente, estaba equipada con unos conocimientos técnicos increíbles. De ingeniería, medicina, cosmogonía y filosofía. Tenía recuerdos de más de dos mil años. Hablaba griego, hebreo, sánscrito. No había nada que pareciera desconocer.
Y en 1925, el poeta irlandés W. B. Yeats hizo uso de la escritura automática para contactar con los espíritus y así transcribir sus ideas. La forma en que tenían esos espíritus de que ya estaban listos para establecer la comunicación era llenando su casa de olor a menta.
No importa si todas estas historias son falsas, verdaderas o imaginadas, ni siquiera si denotan algún problema psiquiátrico. Lo relevante para la literatura y el acto creativo es que, con olor a menta o no, funcionan como profundo acicate para concebir libros mucho más jugosos.
3 respuestas a «Los escritores que oían voces en su cabeza»
[…] Sergio Parra / Yorokobu […]
Schumann tenía amigos imaginarios; Florestan, Eusebius, Maestro Raro y Zilia, el músico, el poeta, el maestro y la amante, para colmo fundaron juntos una logia invisible » la liga de David», con el fin de desenmascarar a los filisteos o falsos artistas.
Es mi loco favorito, hoy tan necesitados que estamos de fantasía y Romanticismo.
Zilia
Soy un escritor y poeta que he escrito novelas, relatos, epigramas y fabulas. Además he compuesto canciones marineras y habaneras. Pues bien, casi siempre la inspiración suele presentarse en forma de una extraña sensación, que me obliga a despertarme entre las tres y las cuatro de la madrugada. Es entonces cuando experimento como el dictado de una nueva tarea que por la normal casi nunca había sido preconcebida anteriormente. Es tanta la fuerza de esa narración que se me plantea que puedo ver de principio a fin cual será el contenido del nuevo relato, historia, novela o fábula, con una claridad meridiana y gran lujo de detalles más significativos de la misma. Entonces, siempre lo he hecho, me levanto, enciendo el ordenador y comienza a desarrollar la nueva peripecia. Pero lo más curioso es que, si alguna vez no he tenido la precaución de escribir el resumen de la misma y sobre todo el final, puede que al cabo de muy poco tiempo sea incapaz de proseguir la narración por no saber cual era, parte del desarrollo o del final, claramente vislumbrado en su inicio. Luego, mientras transcribo el desarrollo de la acción o la descripción de un acto heroico o sitúo al protagonista u otros personajes en situaciones extremas, e incluso en las que peligra su vida, sufro con ellos, lloro con ellos y hasta en algún caso de enfermedad o muerte, experimento su dolor y la apacible sensación de la llegada de la muerte. Y les puedo asegurar que, por lo demás, soy una persona normal, aunque eso sí muy sensible y sensitiva ante todo cuanto acontece a mi alrededor.