Idolatrado hasta por figuras como Groucho Marx, el ensayista y escritor de obras para niños Elwyn Brooks White (suyo es Stuart Little) expresó irónicamente y en pocas palabras la dualidad eudaimonía-hedonismo: «Me levanto por la mañana debatiéndome entre un deseo de mejorar el mundo y un deseo de disfrutar del mundo. Esto hace que sea difícil planificar el día».
En realidad, estamos frente a una dicotomía insalvable. Incluso a nivel neurobiológico.
Lo cierto es que, desde un punto de vista científico, se ha constatado que el cerebro gestiona el mundo exterior creando una suerte de mapa tridimensional que puede dividirse en dos regiones: la peripersonal y el espacio extrapersonal. Es decir, lo que está cerca de ti y lo que está lejos de ti.
El espacio peripersonal es todo aquello que está cerca de ti, tanto como para alcanzarlo con tu mano en solo un instante. Es todo lo que está aquí y ahora. Puede ser una manzana, una persona, una experiencia… cualquier cosa.
Por el contrario, el espacio extrapersonal se refiere a todo lo demás. Son cosas alejadas de ti, no solo por el espacio, sino también por el tiempo. A veces son cosas que están a unos metros de distancia, pero en otras ocasiones estamos hablando de otros países, de otros continentes.
Lo peripersonal es el presente (interactúas en tiempo real), pero lo extrapersonal suele tener lugar en el futuro (necesitas planificar una ruta hasta su encuentro). Lo peripersonal es «Me pica, me rasco»; lo extrapersonal es «Me pica, voy a estudiar una carrera para diseñar un fármaco que evite los picores tanto a mí como al resto de personas del mundo».
La dicotomía peripersonal y extrapersonal ha sido tan fundamental para la supervivencia del ser humano que hasta la circuitería del cerebro ha sido diseñada de forma distinta para abordar ambas dimensiones. Las sustancias neuroquímicas que segregamos cuando interactuamos con uno y otro espacio también son diferentes. Porque nuestro cerebro gestiona de forma distinta lo que tenemos de lo que podríamos tener.
Cuando el cerebro interactúa en el espacio peripersonal, nuestro cerebro segrega sustancias químicas concretas. Una colección de neurotransmisores a los que llamamos moléculas del aquí y ahora: serotonina y oxitocina. También endorfinas (la versión cerebral de la morfina) y endocanabinoides (la versión cerebral de la marihuana).
Es una sinfonía química que nos proporciona placer a partir de las sensaciones y las emociones. Nos hacen disfrutar de lo que tenemos, pero también nos atan a lo que tenemos. Nos alejan de los planes futuros, de los horizontes brumosos, del esfuerzo por conseguir otra cosa mejor. Nos vuelven dóciles, monótonos, acomodaticios. Son las sustancias que nos hacen preguntarnos: ¿para qué salir de la cama? ¿Para qué dejar de comer dónuts de chocolate? ¿Para qué dejar de fumar marihuana delante de la tele?
Por contrapartida, cuando el cerebro interactúa en el espacio extrapersonal, segregamos más dopamina, una sustancia química asociada con la expectación y la posibilidad. La dopamina es la que nos empuja a salir de la zona de confort, a abandonar el sofá, a buscar nuevos finisterres. La dopamina nos empuja por el espacio y el tiempo para mejorar nuestra situación y, por ende, mejorar el mundo.
La dopamina guió a los grandes aventureros, pero también al asalariado que se dirige al despacho de su jefe para pedir un aumento de sueldo. La dopamina es el inconformismo, la idea de que un mundo mejor es posible. Como explica Daniel Z. Lieberman en su libro Dopamina:
[pullquote] «Desde el punto de vista de la dopamina, tener cosas no es interesante. Lo único que importa es conseguirlas. Si vives bajo un puente, la dopamina hace que quieras una tienda de campaña. Si vives en una tienda de campaña, la dopamina hace que quieras una casa. Si vives en la mansión más cara del mundo, la dopamina hace que quieras un castillo en la Luna». [/pullquote]
Esta escalada armamentística del deseo, la necesidad y la ilusión puede tener, directa o indirectamente, una mejora del mundo. Louis Pasteur, Albert Einstein o Henry Ford fueron inundados de dopamina, y por más que no buscaron hacer del mundo un lugar más interesante o agradable para toda la humanidad, lo hicieron combatiendo las enfermedades infecciosas, entendiendo mejor el tejido de la realidad o democratizando la adquisición de los automóviles. Sus anhelos egoístas tuvieron resonancias altruistas.
Naturalmente, la dopamina también tiene su reverso tenebroso: es el brillo fenicio del oro, son los cantos de sirena, es la ludopatía, es la ambición sin límites, es Gordon Gekko y otros brokers de Wall Street, es Elon Musk tratando de comprar Twitter, es el capitán Ahab embarcándose en la autodestructiva búsqueda de la ballena blanca.
La dopamina, pues, es la zanahoria que cuelga a escasos centímetros del belfo del burro, y que nunca se alcanza; pero que, desde un punto de vista patológico, puede llegar a embrujar o enloquecer al burro. Sin la zanahoria, el burro jamás se movería; con la zanahoria, podría abandonarlo todo por ir en su busca, incluida su propia felicidad.
Una manera muy ilustrativa de apreciarlo es el amor. El cortejo, la seducción, el enamoramiento, el sexo están dominados por la dopamina. Tinder, en ese sentido, puede funcionar al igual que una máquina tragaperras afectiva, generando loops de dopamina.
Sin embargo, transcurrido un tiempo, esa pareja sexual produce otro tipo de afecto dominado por las moléculas del aquí y ahora. Entonces la dopamina se inhibe. Aparece el compromiso, la aversión al cambio. También puede aflorar la monotonía. En tal caso, eventualmente, nuestro cerebro se proyecta en el futuro, vuelve a Tinder, se queda prendado de otra persona, y la dopamina puede tomar el control de nuevo.
Y, entonces, se plantea una de las cuestiones más espinosas de una relación: ¿me entrego al arrebato de un nuevo enamoramiento o me conformo con lo que tengo?
Es la clase de decisión que tuvo que tomar Meryl Streep en Los puentes de Madison, aquel día de lluvia. ¿Abro la puerta y me fugo con Clint Eastwood? ¿Me embarco en una nueva aventura que me promete felicidad oceánica? ¿Me dejo llevar por los circuitos dopaminérgicos que abren delante de mí un futuro de posibilidades? ¿O, por el contrario, me cobijo en un bienestar un poco apolillado pero también familiar?
Nadie tiene la respuesta. Todos oscilamos de un lado al otro en función de las circunstancias. Cada cerebro, además, tiene una mayor propensión hacia unas combinaciones neuroquímicas frente a otras debido a ese código de instrucciones único e intransferible que es el ADN. «Esto hace que sea difícil planificar el día», que diría E. B. White.
Sin contar que el amor de verano, precisamente, es especial porque acabó. Por eso debe sonar, y suena, en el último capítulo de la serie Verano azul una canción tan melancólica como El final del verano, del Dúo Dinámico. Porque hasta lo bueno debe terminar para que continúe siendo bueno.
«Medio lapona, medio esquimal, medio mongola», parodiaba Joaquín Reyes y recuerda Pablo Gil en un…
Si eres un imperio, la única verdad de la que puedes estar seguro es que…
El Conde de Torrefiel es un proyecto escénico que fluctúa entre la literatura, las artes…
Les gustaba leer, pero nunca encontraban tiempo. También les gustaba quedar y divertirse juntos, pero…
La tecnología (pero no cualquiera, esa que se nos muestra en las pelis de ciencia…
La ciudad nos habla. Lo hace a través de las paredes, los cuadros eléctricos ubicados…