No se habían formado en las mejores cocinas de España, sino que habían aprendido en casa, de su familia. No tenían un local en el epicentro gastro de Madrid, sino en un barrio residencial y periférico. Pero los hermanos Sergio Tofé (chef) y Mario Tofé (jefe de sala y sumiller) querían abrir un restaurante gastronómico.
«Veíamos esa gran cocina, lo que hacen en Noma o Azurmendi, y nos decíamos: ¿por qué no podemos hacerlo en un bar de barrio? ¿Esa alta cocina que hacen los grandes pero aquí, en Legazpi?». Así que lo hicieron, la apuesta era arriesgada pero ellos lo tenían muy claro: abrieron Èter. Era febrero de 2020. Hagamos un breve spoiler: la historia de los hermanos Tofé acaba en éxito.
Nos encontramos con ellos en el Basque Culinary Center donde acaban de entrar en la lista de los 100 jóvenes talentos de la gastronomía nacional. Es uno de los múltiples reconocimientos (un sol Repsol, finalistas como Cocinero Revelación en Madridfusión 2021…) que han recibido en los últimos meses. Hay otros menos vistosos pero igual de satisfactorios.
Conseguir mesa en Èter es más complicado que comprar unas entradas para ir a ver a Rosalía. Pero más barato. A pesar del éxito y de la calidad de su menú, los hermanos Tofé mantienen precios reducidos para la alta cocina, con un menú corto de siete pases por 48 euros y uno largo de 12 por 70.
Terapia en la mesa. Esa es la idea que defiende Èter. Una idea que cobra sentido nada más entrar en el local. A pesar del ruido y la fama que han cosechado en los últimos meses, su coqueto restaurante respira paz. Apenas hay seis mesas. El tono de voz de Mario al explicar los platos es bajo y pausado. La decoración es sobria y relajante y el hilo musical crea un ambiente recogido.
Da la sensación de estar en un templo o un spa. Pero aquí solo se venera al buen producto y el único que va a recibir un masaje es tu paladar. «Queremos que la gente viva esto como una experiencia», defienden los hermanos Tofé, «que entren aquí y se olviden de sus problemas y del estrés».
Los hermanos Tofé empezaron en esto de la gastronomía por su madre. «Yo nunca he ido a grandes casas como Mugaritz o Diverxo, pero nuestra madre nos demostraba en casa que con platos pequeños se pueden hacer cosas muy grandes», señala Sergio. Ella no solo les empujó en un plano mental, sino en uno mucho más práctico.
En 2017, junto a su marido, abrió un bistró francés en el barrio. Pensaron que sería una buena idea para ganar algo a la vez que le daban una oportunidad al hermano mayor, Sergio, que siempre había mostrado mano en la cocina. Tenía entonces 23 años. Mario apenas alcanzaba la mayoría de edad y estaba a las cosas que uno está cuando cumple los 18. Pero pensó, «este es un proyecto bonito, me puede unir más a mi familia y me apetece».
Así empezaron a coger callo en la cocina y en la sala, a tratar con clientes, proveedores y fogones. Cuando su madre y su marido se jubilaron, los hermanos decidieron continuar con el restaurante, pero con un lavado de cara. Y se fliparon.
«Tiramos muebles, cambiamos nombre, renovamos todo», recuerda Sergio. «Daba mucho miedo, pero íbamos a gastar la última bala, era esto o nada», apostilla su hermano. Y los primeros meses pareció que al final iba a ser nada. Abrieron sus puertas y las cerraron por el covid. Volvieron a abrir y Mario tuvo un accidente de moto. Fue un desastre. Pero luego, poco a poco, las cosas empezaron a cambiar.
«Al principio, recuerdo que nos pasábamos las noches sentados en las mesas, para hacer bulto», comenta Sergio. «Hablábamos mucho. Y al volver a casa evitábamos pasar por la hamburguesería, que estaba siempre petada». Pero poco a poco las cosas empezaron a cambiar. En El Tenedor tenían muy buena nota. La gente no les conocía, pero el que lo hacía les recomendaba. Hasta que les conoció un crítico. «El punto de inflexión fue cuando vino Alberto Artero de El Confidencial», señala Mario. «Vino con su familia, estábamos solos como siempre, fueron la única mesa». Le sirvieron bien, como hacían con todos los clientes y se olvidaron.
Hasta que un día se desayunaron una crítica entusiasta en el periódico. Y de postre encontraron 100 correos de gente que quería venir a cenar a Èter. «Me hice una lista con los teléfonos de todos ellos y les fui llamando hasta cubrir mes y medio de reservas», recuerda Sergio. Desde entonces siempre hay lista de espera en este pequeño restaurante de la periferia de Madrid.
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