En cualquier biblioteca podemos hacernos con un bestiario fantástico. Casi todo el mundo sabe quién es, o al menos le suena, el Barlog de El señor de los anillos. Barlowe’s Guide to Extraterrestrials es una gran enciclopedia de organismos extraterrestres plasmados en obras de ciencia ficción (su segunda parte se centra en las criaturas de las obras de fantasía). El libro de Margaret Robinson Fictious Beasts, uno de los más completos catálogos de animales imaginarios.
Sin embargo, raramente una criatura salida de la imaginación de un autor puede competir con las criaturas del mundo real. Ni en extrañeza ni tampoco en número: si bien hay millones de autores que han concebido sus propias criaturas, en el mundo real (y recordamos que nos estamos circunscribiendo al planeta Tierra), hay 3,6 millones de especies conocidas, y algunos cálculos estiman que en total podríamos encontrar más de cien millones.
100 millones de especies diferentes. Tardaríamos años solo para leerlas en una enciclopedia, porque es imposible competir con la realidad: la ficción solo es un pálido reflejo de esta.
Además, los bichos de ficción acostumbran a ser mezclas de cosas ya conocidas (y, como hemos visto, apenas conocemos nada del mundo real). ¿Qué son los na’vi de Pandora más que pitufos grandotes? Con todo, vamos a hacer un somero repaso por los monstruos que han surgido de las cabeza de los seres humanos, a la vez que nos asombramos de la capacidad de la evolución darwiniana para pasarnos su mano tentacular por la cara.
Cambio de sexo a voluntad
En la celebérrima novela La mano izquierda de la oscuridad, de la que se considera ya la dama de la ciencia ficción Ursula K. Leguin, se describen unas criaturas que son capaces de cambiar de género.
Pero en la naturaleza hay muchas plantas y animales que son capaces de ello. El molusco slipper limpet es capaz de cambiar de sexo en determinados momentos de su ciclo vital, alternando sexo masculino y femenino. E incluso hay una criatura que tiene multitud de sexos: los hongos mucilaginosos, como también sucede con las algas pardas o las diatomeas, pueden llegar a tener hasta 500 diferentes, tal y como explica Olivia Judson en su libro Consultorio sexual para todas las especies:
Un hongo mucilaginoso puede producir, por consiguiente, células sexuales de ocho tipos distintos, combinaciones de los A, B y C que posea. (…) En tu mismo bosque, otros hongos mucilaginosos tendrán otras combinaciones de variantes de estos genes; si contamos todas las combinaciones posibles de matA1-13, matB1-13 y matC1-3, se obtienen más de quinientas variantes.
Criaturas espaciales
Hay numerosos ejemplos de criaturas de ficción adaptadas para vivir en el espacio exterior. Algunas flotan por el espacio como buques derrelictos. Otras nadan por la tenue masa joviana (como es el caso de las ballenas extraterrestres de Javier Redal y Juan Miguel Aguilera en El refugio). Otros se alimentan de los cometas helados de la nube de Oört, un cinturón de billones de cuerpos níveos de distintos tamaños que rodea todo el sistema solar, o el cinturón de Kuiper (estos organismos aparecen en la novela Camelot 30K, de Robert L. Forward).
En el mundo real, hay bacterias extremófilas que no solo viven en el espacio (o más bien se mueren para revivir más tarde en condiciones más apropiadas), sino que pueden sobrevivir en las toberas de los cohetes que viajan al espacio.
Organismos adaptados al frío
Algunos autores han imaginado monstruos capaces de vivir en climas antárticos o en el gélido vacío espacial empleando subterfugios ciertamente ingeniosos, como describe David Toomey en su libro Vidas extrañas al referirse a unos organismos que viven a 30 grados por encima del Cero Absoluto (la temperatura más baja posible a nivel físico, pues es el momento en que cesa el movimiento molecular: -273,15 ºC):
Los organismos del cinturón de Kuiper, con forma y tamaño de langostino, tienen una bioquímica basada en los fluorocarbonos, con el difluoruro de oxígeno como biosolvente; se calientan secretando una bolita de uranio-235 dentro de sus cuerpos y moderando la fisión nuclear mediante sus caparazones.
Estos organismos aparecen en Kwown Space, de Larry Niven. Pero esto no tan asombroso como parece. Hay vida en la Antártida. Y en la propia Tierra hemos conseguido temperaturas 80 veces más frías que el espacio exterior.
Sin irnos tan lejos, pero casi, si echamos a pasear por el hielo antártico y practicamos un agujero de nada menos que 183 metros de profundidad, podemos encontrarnos con un Lyssianasid amphipod, una criatura parecida a un camarón o gamba. Algunas arqueas y bacterias son muy resistentes al frío, como la Cytophaga-Flavobacterium-Bacteroides, que pueden sobrevivir en agua salada a -20 ºC.
Amantes del calor
Como el Balrog, que tiene un pacto con el fuego, hay criaturas capaces de vivir en la cromosfera del sol, a temperaturas de millones de grados. A esa temperatura, la materia deviene en plasma, pero algunos autores de ciencia ficción han imaginado seres que usan campos magnéticos para inducir el plasma a reaccionar química y bioquímicamente, como en Eater, de Gregory Benford, o Last and First Men o The Flames, ambas de Olaf Stapledon.
En el mundo real hay microorganismos, como hemos dicho, que sobreviven en las toberas de los cohetes, pero también en lugares aún peores. Si visitáis volcanes en Micronesia os podéis topar con el pájaro megapodius Laperouse, la talégala de las Marianas, que coloca sus huevos en las cenizas calientes de los volcanes para incubarlos. En lugares como la cueva de Kauai, hay canales horadados por la lava volcánica en los que viven ciempiés y arañas, como la araña lobo (Adelocosa anops).
Respiraderos submarinos con temperaturas de hasta 400 ºC son el hábitat de bacterias, gusanos de tubo y del Crysomallon squamiferum, un caracol con cáscara de hierro: podría inspirar nuevos materiales para los blindajes militares, según un estudio publicado en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences.
Después del desastre nuclear de Chernóbil, de 1986, la región se ha convertido en uno de los lugares más inclementes para la vida. Sin embargo, podemos encontrar especies que se adaptan a las duras condiciones de radioactividad, como el gusano Anisakis simplex.
El terrible peso de la gravedad
Algunos extraterrestres que han llegado a la Tierra eran más fuertes que nosotros porque se criaron en planetas con un tirón gravitatorio superior, léase algún villano de la serie manga Dragon Ball.
Fue mucho más lejos Robert Forward en su libro El huevo del dragón, imaginando unas criaturas diminutas, del tamaño de una semilla de sésamo, que habitaban en la superficie de una estrella de neutrones. Este tipo de estrellas son las que aparecen tras la explosión de una supernova. Es como si una masa como la de nuestro sol estuviera comprimida en una esfera del tamaño de una ciudad. Aquí un simple alfiler podría pesar toneladas. La gravedad es tan fuerte que los propios núcleos de los átomos están más juntos.
En este ambiente tan hostil, Forward tuvo en cuenta que la gravedad influye también en el tiempo relativista. Cuanto mayor es la gravedad, como sabréis todos los que habéis visto la película de Christopher Nolan Interestellar, más lentamente pasa el tiempo para ti respecto a los que no están bajo el influjo de esa gravedad. Una hora en un planeta con mayor gravedad que la Tierra puede suponer meses o años de tiempo para los observadores que viven en otro lugar. De hecho, a nivel infinitesimal, no envejecen igual de rápido las personas que viven en un ático que en un primer piso (porque las segundas están más cerca del campo gravitatorio de la Tierra).
En la obra de Forward las diferencias son aún más abismales, pero la lógica intrínseca fue validada incluso por la revista científica New Scientist. En ese escenario, los extraterrestres vivían 65 años en solo 15 minutos nuestros. Con ellos nos debemos comunicar desde la Tierra a través de ondas de radio, así que os podéis imaginar que el retraso en las comunicaciones deja en ridículo cualquier conexión en las noticias de la televisión, donde el presentador y el entrevistado suelen pisarse unos a otros.
Otro mundo con mucha gravedad descrito magistralmente por Henry Clement Stubbs, AKA Hal Clement, posiblemente el creador de criaturas extraterrestres más prolífico de la ficción, aparece en A Matter of Gravity. Allí la gravedad es 300 veces mayor que la de la Tierra, y los habitantes inteligentes, una suerte de ciempiés acorazados, tienen fobia a las alturas: las cosas que caen incluso desde una distancia corta adquieren una velocidad de un disparo de rifle.
Más allá fue A. K. Dewdney en Planiverso, donde describe la física y la biología de un universo bidimensional.
Otras vidas ahí afuera
En Solaris, de Stanislaw Lem, aparece un planeta cubierto por un océano vivo. En La nube negra, de Fred Hoyle, aparece una nebulosa de hidrógeno y moléculas complejas que es un ser vivo e inteligente, mucho más que las criaturas que puedan vivir en planetas, porque no hay tirón gravitatorio que impida que su cerebro crezca a tamaños gigantescos. En Voyage to Arcturus, de David Lindsay, no opera la selección darwiniana, sino una evolución lamarckiana en la que las criaturas ganan las propiedades de su progenie: o sea, que si tu padre acude al gimnasio y se pone cachas, tú nacerás más cachas de lo habitual.
Pero todas estas concepciones no dejan de ser simplificaciones de un mundo complejísimo y diverso que no aparece en ninguna novela de fantasía o ciencia ficción. Ese mundo es el real. Abrid un poco los ojos, entre novela y novela de ciencia ficción, y lo veréis.
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