La fantasía es ese lugar ingrávido al que viaja nuestra mente cuando está de vacaciones. Por eso muchos la consideran tan solo una especie de parque temático inmaterial sin más objeto que el de hacernos perder el tiempo.
Pero la fantasía es también un territorio individual y privado totalmente inaccesible para los demás. Y eso es, precisamente, lo que la convierte en algo tan temido. Nada nos aterra más que desconocer los deseos más íntimos de los seres que queremos retener o dominar.
Eso sí, antes de condenarla (es decir, de aceptar que el «pecar con el pensamiento» es realmente pecar) conviene hacer algunas consideraciones.
Empecemos por los que más han escrito sobre ella: los psicoanalistas. Casi todos sus gurús han coincidido en definirla como un modo de recuperación de la satisfacción perdida. Dicho de una forma muy simple: cuando el bebé tiene hambre fantasea con el pecho de la madre. Según va creciendo y tomando conciencia de la realidad, entremezcla esa capacidad de fantasear con dicha realidad. Y eso le permite, cuando no consigue lo que quiere, servirse de la fantasía para amortiguar el golpe y calmarse.
El problema es que los psicoanalistas, empeñados en convertir en ciencia hasta sus propias fantasías, explican todo esto de manera excesivamente farragosa. Lo cual dificulta su comprensión y refuerza sus posibles equívocos.
Por ejemplo, en lo relativo a la relación entre la fantasía y el sexo. En este asunto, deberíamos admitir que, salvo Woody Allen, nadie se ha tomado el tema en serio. Porque la inmensa mayoría cometemos el error de creer que la base del sexo es el deseo.
Pero, como Allen nos demuestra en el cine y en la vida, el deseo es un componente del cóctel, pero no es todo el cóctel. Y por eso, dada su complejidad, tal vez el mayor mérito de este director haya sido su capacidad para dominar su fantasía cuando hace cine y de dejarse dominar por ella cuando hace vida.
Allen comprendió enseguida que nuestra relación con la fantasía es sadomasoquista: siempre uno de los dos se divierte a costa del otro. Y aun así, aun a sabiendas de que pisa un terreno movedizo y que su trabajo consiste fundamentalmente en encerrar un producto gaseoso en una botella llena de agujeros, es capaz de convertir dicha fantasía en algo productivo.
Esa ha sido, aparte de algunas películas excepcionales, su mayor contribución a la humanidad: mostrarnos que la fantasía sirve para que suceda lo que en la realidad no sucede. Y todo ello, desde un conocimiento que le permitió sobrepasar a muchos psicoanalistas con una sola frase: «Nos enamoramos. Bueno, yo me enamoré, ella simplemente estaba allí».
Si la sabemos usar, la fantasía sirve para mucho más de lo que imaginamos: para viajar a un lugar al que nunca iremos, para ser amados por quien nunca nos amó, para cosechar el éxito que jamás tendremos… Y si sabemos practicarla como es debido, su utilidad seguirá aumentando con el paso del tiempo.
Irma Morosini escribió al respecto: «La fantasía, en el uso corriente del término, es el trabajo que produce la imaginación al crear un guion con las imágenes e impresiones que devienen de los sentidos. Este guion puede representarse como escenas en la mente de quien fantasea. Tiene su núcleo en aquello que desea que se cumpla, o bien se liga con algún sentimiento que estampa su huella ante algo vivido».
Con la fantasía, lo que deseamos que se cumpla siempre se cumple. Y no debe frustrarnos el hecho de que no sea cierto. Porque tal vez un día descubramos que incluso la realidad en la que vivimos sea también solo eso: otra forma de fantasía.