De pronto el mundo supo lo que a media mañana ocurre en Suecia. Fue en 2015. Infinidad de medios empezaron a hablar del tema: los suecos dejan su trabajo en el último punto escrito y se van a tomar un café aromático y un bollo esponjoso. De este descanso hedonista daba detalles el libro que dio a conocer el ritual: Fika, the art of the Swedish coffee break.
Muchos periódicos presentaron fika como un descubrimiento vital. Entrevistaron a decenas de suecos y llegaron a una conclusión: es una pausa en el trabajo para disfrutar de una bebida y algo de comer; es un momento para hablar con otros o para relajarse del ruido a solas. Un momento de disfrute: sensualidad, sociabilidad o bendita soledad.
Llegó después la religión de la productividad y empezó a hablar de lo estupendo que es fika para recargar baterías y volver al puesto de trabajo como un campeón. El evangelio del rendimiento, ahí, adoctrinando al personal y retorciendo el significado de las palabras a su favor.
Pero eso no es fika, protestaron algunos. Fika no es un café de máquina en la oficina. Fika no es una reunión de trabajo con bollo en mano. Esa parada es una fuga momentánea de la faena que evoca a Epicúreo y huye de Calvino.
Los suecos utilizan el término para designar el momento y la acción. Es nombre y verbo a la vez. Y tiene historia: llegó a finales del XVII, cuando los aristócratas crearon el hábito de juntarse a tomar café (kafferep), igual que los ingleses, a las cinco, bebían su té. A finales del XIX ya era una costumbre popular y, en la jerga de la calle, ese momento se convirtió en fika.
La voz se fue despojando del olor y se quedó en la actitud. Fika consiste en desconectar, diríamos hoy; en hacer un recreo, dirían antes. Fika va de disfrutar de una conversación; de algo similar a lo que Ramón y Cajal llamó «chácharas de café». De aquellos parloteos, el Nobel de Medicina publicó un libro, en 1920, que llamó así y que presentó como «una colección de fantasías, divagaciones, comentarios y juicios, ora serios, ora jocosos, provocados durante algunos años por la candente y estimuladora atmósfera del café».
Poco se parecía aquello a los actuales fika de café orgánico y pastelería ecológica sin gluten ni azúcar. Eran ambientes envueltos en humaredas de tabaco y algún carajillo. Y ya entonces miraban al norte con admiración. De aquellas chácharas de café, apuntó Ramón y Cajal un dicho: «En los países de cielo gris abunda la substancia gris».