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La verborrea digital

Recientemente, un amigo me contó que había conseguido trabajo en el extranjero y se marchaba pocos días después. Yo me mostré sorprendida por el hecho de que no me hubiera comentado nada hasta ese día. «¿Cómo que no?», me respondió él. «¡Si lo puse en Twitter!»

Me preocupa que esta persona pensara que a todos sus seguidores le constaban todos sus tweets. Si sigues a cientos o miles de cuentas, no es posible leer todo lo que publican todas ellas.

Aun si eres de los que se preocupan por hacer listas con los usuarios que más les interesan, tendrías que consultar el timeline con una frecuencia enfermiza para no perderte nada.

La cantidad de contenido que se nos presenta cada día en el mundo digital es inabarcable, y nuestros hábitos de recepción de información han cambiado.

Twitter, por ejemplo, es un escaparate de mensajes fugaces, es un «vistazo informativo» para, con suerte, cazar alguna buena idea, una noticia de última hora o un chiste. Nuestros ojos brincan de un mensaje a otro; no pretende ser leído de forma lineal.

Cuando visito mis redes sociales, a menudo tengo la sensación de que se está abusando de mi tiempo. Los contenidos que no deseo ver son indistinguibles de los que me interesan.

Las propias redes están tomando cartas en el asunto y premian el contenido bien valorado situándolo mejor en los timelines de los lectores. Aun con eso, lo normal es que nos sintamos abrumados.

En 2011, un estudio de Science determinó que la cantidad de información creada por la humanidad hasta 2003 (5 Exabytes) se generaba ahora en solo dos días. ¿Qué hechos se derivan de esta intoxicación informativa?

– Compartimos enlaces a artículos que no nos hemos leído. Es como firmar un contrato sin leerlo, o como un «eres perfecto, pero para otros». Ni siquiera nos leemos los artículos que nos interesan.

Quizá nos apena no hacerlo, o incluso pensamos, ingenuos, que los leeremos más tarde. No tenemos tiempo (o hemos elegido no tenerlo) para más de un par de artículos completos al día.

– No somos conscientes del alcance real de lo que compartimos. Al igual que mi amigo pensaba que todos sus seguidores leían todos sus tweets, a menudo albergamos esperanzas desmesuradas cuando compartimos un evento en Facebook o un artículo en cualquier otra red: cuanta más información hay, más pequeña será la tuya.

Aumenta el nivel de exigencia para que algo destaque entre esa marea informativa.

– Nos informamos a través de titulares. ¿Dónde están esas personas que se leían el periódico prácticamente entero en distintos momentos del día? ¿Que no se conformaban con hojear los titulares y saltar de un párrafo  a otro?

Ahora preferimos conocer píldoras que estudiar un tema en profundidad.

– Preferimos los formatos breves, directos y segmentados. Las prisas y la falta de paciencia para apreciar una redacción cuidada o un contenido exhaustivo quedan manifiestas cuando vemos las estadísticas de los contenidos más leídos en internet.

Ganan por goleada los artículos que contienen bullet points, epígrafes, números en el título («diez maneras de…»), fotos… Curiosa evolución que nos devuelve a una forma de aprender mucho más simple e infantil.

– Los razonamientos se simplifican. Escasean los artículos cuyos argumentos fluyen de forma coherente hasta, quizá, terminar en un punto diferente de aquel en el que empezaron.

Si en un artículo se ofrece un punto de vista y el contrario, al ser compartido en las redes será encasillado en un lado u otro. Será reducido a una frase, y en la mente del lector social ese artículo será igual a esa frase.

– Desconfiamos de las fuentes. Quizá estemos escarmentados por haber perdido antes cientos de preciosos minutos leyendo líneas que no merecían la pena.

Pero lo cierto es que leemos con escepticismo, estamos «a la que saltamos» y vemos adecuado criticar, humillar o incluso insultar a aquel que haya osado escribir algo con lo que no estamos de acuerdo.

No hay ningún indicador que legitime un artículo, que nos garantice que lo que nos disponemos a leer tendrá un mínimo rigor gramatical ni que sus datos estarán contrastados. Ni siquiera que sea original y no una copia de algo ya dicho.

Una de las características más enriquecedoras de Internet es que cualquiera puede opinar. Pero ¿valen todas las opiniones igual? ¿Tenemos hacia el informador el mismo respeto que teníamos hacia él cuando solo existían los medios tradicionales?

– No controlamos la extensión y el interés de las comunicaciones laborales. Decimos tantas cosas que contaminamos los preciosos canales de que disponemos con verborrea y palabras prescindibles.

Hacemos que los destinatarios de nuestros mails los lean por encima, sin atención. Que se pierdan cosas, que no las retengan. Que nuestro mensaje no llegue a ellos con fuerza.

– Ni siquiera cuidamos nuestras comunicaciones privadas. Grupos de WhatsApp con cientos de mensajes al día cuyo contenido nos irrita, largas conversaciones entre dos personas en algunos de ellos que convierten a los demás en espectadores involuntarios, actualizaciones de estado de Facebook que carecen de todo interés u originalidad…

Somos spam también para nuestros amigos y familiares.

– Muy pocas marcas generan contenido de interés. La mayoría comparte basura informativa aún a sabiendas de que no interesará a nadie. Se auto-obligan a publicar un número determinado de mensajes en las redes sociales o de posts en sus blogs corporativos, tengan o no algo que decir.

– Saber distinguir lo relevante se convierte en una valiosa habilidad. Siempre pensé que la habilidad para razonar, sacar conclusiones y argumentar de forma coherente era más importante que los conocimientos adquiridos.

Cuanto más fácil se volvía el acceso a la información, menos mérito tenía memorizar datos y más saber llegar a alguna conclusión con ellos.

A esa capacidad se une ahora la de saber filtrar la información relevante entre toda la verborrea que se recibe en el mundo digital. La de reservar los escasísimos minutos de que disponemos a aquella información que merezca más la pena y no dejarnos llevar por la marea de lo inexacto, lo innecesario y lo mezquino.

Tenemos que pasar del «lo he visto en Internet» (tan semejante al antiguo «¡si lo dice la tele, será verdad!») a un elegante «yo sé de qué contenidos fiarme» o incluso a un «yo comparto información cuidadosamente aunque sea gratis porque tengo respeto por el conocimiento».

¿Acaso no supone esta habilidad una nueva forma de inteligencia?

Estos y otros síntomas nos dejan claro que la información está intoxicada. Es maravilloso que todos podamos hablar y exponer nuestros argumentos, pero, a la vez, la cantidad de aseveraciones que se nos plantan delante cada día es ingente. Y un gran porcentaje de lo que nos detenemos a leer es mediocre o, como mucho, banal.

Imaginad que, por un momento, calláramos un poco. O, mejor dicho, bajáramos ligeramente la voz en el mundo digital. Que solo dijéramos lo importante, o lo adecuado, o lo ingenioso. Que no repitiéramos, que no escribiéramos nada de relleno, que no habláramos sobre lo que no conocemos.

Que solo nos llegara información que deseamos, que fuera fácil localizar la que buscamos. Que usáramos las palabras con propiedad y ciñéramos nuestros textos a una extensión adecuada.

Que los textos sin fotos dejaran de ser algo antipático cuando estuvieran bellamente redactados. Que leyéramos. Que se volviera a valorar la comunicación eficaz de ideas. Que la escritura volviera a ser un arte.

Por Isabel Garzo

Isabel Garzo es periodista, escritora y asesora de comunicación. Es autora de las novelas, 'La habitación de Dafne' (Demipage, 2022), 'Los seres infrecuentes' (Editorial Pie de Página, 2016) y 'Las reglas del olvido' (Editorial LoQueNoExiste, 2013) y del libro de relatos 'Cuenta hasta diez' (Incógnita Editores, 2010).
@IsabelGarzo

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