No quedó un solo ejemplar de Física de la tristeza el primer día que lo pusieron a la venta en Bulgaria ni hubo libro que se vendiera más al año siguiente, 2012, en ese país. Después lo tradujeron a más de 20 idiomas y ahora la editorial Fulgencio Pimentel lo publica en castellano, con una portada de «un azul muy español», según el autor, Georgui Gospodínov.
En este tiempo el libro ha dejado a medio mundo con la boca abierta. A The New Yorker, que asegura que Gospodínov comparte con Borges «el gusto por la fantasía extravagante, el gusto por el juego equívoco con el lector». Al diario alemán Berliner Zeitung, que lo describe como una locura: «Es extraordinario y desbordante, brillante y terriblemente divertido, discordante, tan filosófico como poético, microscópico y grandioso».
Física de la tristeza es una historia de la vida cotidiana y, a la vez, de la Europa del Este en el siglo XX. Es la vida de lo pequeño (una familia) explicando lo grande (el comunismo que marcó esa época), dijo Gospodínov, hace unos días, en la presentación del libro en Madrid.
Entre medias, entrelazadas en el argumento, hay enumeraciones de todo tipo como, por ejemplo, una lista de lo perecedero, «porque nada orgánico es coleccionable»:
Cosas que no sirven para coleccionar
Queso – empieza a apestar
Manzanas – se arrugan, se pudren
Nubes – tienen un estado variable
…
Y también consejos prácticos y reflexiones audaces, como esta: «En las cajas tiene que haber de todo. Especialmente cosas susurradas, ahorradas, escondidas».
Aunque el peso del título cae en su última palabra, tristeza, el libro tiene mucho más de física. De física cuántica entendida como una excusa razonable para asegurar que lo impensable es una opción más de las infinitas posibilidades que acechan a cada instante.
Por eso el autor más leído de Bulgaria arremolina el tiempo. Las escenas de varias épocas y los recuerdos de todos sus familiares se entrelazan en su cabeza de tal modo que afirma: «Yo somos». En Física de la tristeza revolotean los conceptos de eternidad, del todo, de las redes personales que construyen la vida de un individuo.
Por eso Gospodínov agarra la línea temporal de la novela como si fuera una cuerda, y en vez de estirarla para ir del pasado al futuro, la enrolla, la lía, la deslía como una soga echa un pegote. Él mismo lo explica en las últimas páginas de su libro:
«La narración clásica consiste en anular las posibilidades que acechan por todas partes. Antes de demarcarse, el mundo está lleno de versiones y pasillos paralelos. Solo en el titubeo y en la indecisión se entretienen fisgando todas las salidas posibles. Lo ha corroborado la física cuántica, tan llena de indefinición e incertidumbre.
Intento dejar espacios donde puedan tener lugar otras versiones, huecos en las historias, más pasillos, voces y estancias, historias sin cerrar y también secretos a los que jamás lograremos asomarnos… Y allá donde no pudo evitarse caer en el pecado de la narración, que la incertidumbre nos acompañe».
El protagonista de Física de la tristeza es el conjunto de recuerdos y vidas de toda su familia. «El personaje vive en los recuerdos de otros», apunta el autor. En el libro lo expresa en la frase inequívoca «Yo somos» y lo muestra en muchas escenas. Por ejemplo, cuando evoca ese instante en que aún nadie sabe si su abuelo, muy pequeño, será abandonado o regresarán a por él:
«Las lágrimas fluyen por sus mejillas, por mis mejillas, se mezclan con el polvo de la harina en la cara: el agua, la sal y la harina amasan el primer pan de la pena. (…) El pan de la tristeza que nos alimentará durante los años venideros. Su sabor salado en los labios. Mi abuelo traga. Yo trago también. Tenemos tres años».
Ese niño, ese abuelo, encarna una de las tristezas del libro. «La historia principal es la del niño olvidado en el molino. Es la historia real de mi abuelo. En mi familia contábamos esa historia como algo divertido. Como se cuenta una broma. Nos reíamos», indica Gospodínov en la librería Tipos infames, de Madrid.
«Era una madre con muchos hijos. Un día se le olvidó uno en un molino y cuando se dio cuenta, titubeó unos segundos. No supo si volver a por él o dejarlo ahí. Ahí está todo el drama del libro. Solo me di cuenta de que no da ninguna risa cuando empecé a escribir la novela. No hubiese descubierto la tragedia si no hubiera escrito la historia. Y la gran ironía es que quien cuidó de ella en su vejez fue este hijo».
Esa madre que dudó de rescatar a su hijo cuidó de Gospodínov cuando él era pequeño. Era su bisabuela. Y una noche que al niño le dolía el oído, asustado, le preguntó:
—Abuela, ¿me voy a morir?
—Tranquilo, mi niño —contestó la anciana—. Aquí hay un orden. Primero moriré yo, después tu abuelo, después tu abuela, después tu padre, después tu madre y después tú.
Y aquello le hizo aullar más aún, cuenta ahora, riendo, el escritor búlgaro.
De estos recuerdos cotidianos surge la novela autobiográfica llena de puertas a lo imprevisto y de historias fantásticas e inventadas que nadie puede negar, igual que aún no hay científico que demuestre que un gato, como asegura la física cuántica, puede estar vivo y muerto a la vez.
En esas concesiones aparece un minotauro en el libro. «Es un niño al que encierran sus padres porque tiene cabeza de toro. Es un niño injustamente convertido en toro. Es lo más injusto de la novela. Este minotaruro me hizo ver la facilidad con la que construimos en monstruos a las personas que hemos humillado», reflexiona el autor, en una habitación bajo tierra de Tipos infames. No debe resultarle extraña a Gospodínov porque, de pequeño, su hogar era un sótano.
—Yo vivía en una habitación subterránea con mis padres y las ventanas daban a la acera —rememora—. En el libro es la historia de un niño que se asoma, dando la espalda a la oscuridad de la habitación, y mira los pies de los que pasan. Es un niño que se siente abandonado. El libro va de la constante sensación de estar abandonado.
En esa parte de la novela hay un entrelazamiento con la realidad, con su infancia real, y Gospodínov lo lleva así al libro:
«Gatos y pies. Tardes perezosas, lentas y largas como gatos. Me pasaba el día entero pegado a la ventana porque era el lugar donde había más luz. Contaba los pies que desfilaban y caracterizaba a las personas que caminaban sobre ellos.
Pies de hombre, pies de mujer, pies de niño… Observaba cómo cambiaban las estaciones a través del calzado: sandalias que se iban cerrando, se convertían en zapatos de otoño y a continuación trepaban pierna arriba, elegantes botas de mujer, las modernas hechas de charol plisado (…)».
En esta memoria del siglo XX representada en la vida de un niño hay mucho temor. Tanto que hasta una curandera colgaba a los chiquillos boca abajo para que se les cayera el miedo. Gospodínov cuenta que creció con la amenaza de muerte a sus espaldas. En el colegio les enseñaban cómo ponerse una máscara antigás en apenas unos segundos. «Lo ensayábamos a menudo y eso marcó nuestra infancia».
También dejó su huella la religión. «En el siglo XX, y a comienzos de la Guerra Fría, en España había abundancia de Dios y en Bulgaria había déficit de Dios. No podíamos ir a la iglesia», relata el dramaturgo. «Por las tardes, nos quedábamos solos en casa mi abuela y yo. Ella sacaba la Biblia y me la leía en voz baja. Nadie debía oírnos. Así escuché el Apocalipsis: entre susurros. Es una experiencia tremenda», bromea.
Gospodínov no solo toma a Borges como modelo, como destacó The New Yorker; el argentino se entrecruza por la historia como una onda gravitatoria. En Física de la tristeza se declara que la frase «el universo es una biblioteca» ha dejado de ser una metáfora. Hoy es literal. Porque la historia de los últimos cuatro mil millones de años está escrita en el ADN de los seres vivos.
«Vamos a necesitar un nuevo alfabeto. Tenemos mucha lectura por delante. Se figuraba don Jorge Luis el paraíso como una biblioteca sin inicio ni fin y probablemente, sin sospecharlo, imaginaba ya los estantes infinitos del ácido desoxirribonucleico», escribe Georgi Gospodínov. «Yo soy libros».