Icono del sitio Yorokobu

Fuiste a la universidad y estás decepcionado: bienvenido al club

universidad

Cuando fuiste a la universidad, no sabías que pedías casi un imposible: que se cumpliera la mitad de la mitad de lo que te habían prometido los centros de educación superior, los medios y la sociedad durante años de campañas de marketing y periodismo happy. Formabas parte de la generación mejor preparada y sabías que igual no llegarías a ser un líder como decían, pero tampoco creías que la palabra «líder» en aquellos anuncios significase, en realidad, «precario», «temporal» o «carne de cañón».

Parece inevitable recordar las palabras con las que Orwell describía en 1984 el eslogan de un partido político ficticio: «Guerra es paz, libertad es esclavitud, ignorancia es fuerza». Toda tu vida hasta los 23 o 24 años, mientras te sacabas el Advanced en inglés y obtenías el nivel B-1 de francés, alemán o italiano para marcar la diferencia, te habían hablado en una lengua que creías que era la tuya y que, ciertamente, era la de otros. No podía ser más ajena. Sabías todos los idiomas menos el que tenías que saber. La neolengua, mentirosa como la del eslogan de Orwell, iba a sellar tu futuro.    

A los cantos de sirena que escuchabas en casa (¡Orgullo de abuela! ¡Ya son dos generaciones de universitarios en la familia!) se sumaban unos lemas ubicuos sobre los divertidos y excéntricos protagonistas de una revolución fabulosa (¡La clase creativa! ¡Los visionarios de la economía del conocimiento! ¡Funky business!). No puedes negar que, a veces, se dibujaba una sonrisa condescendiente y algo culpable en tu rostro cuando mirabas a tantas generaciones anteriores que habían tenido que arrastrar, como Sísifo, la piedra inmensa y gris de un trabajo aburrido y que no les gustaba colina arriba, colina abajo. Pobre gente. No les pagaban por pensar y a ti te pagarían por crear y viajar por el mundo. Habían nacido en la época y el lugar equivocados. ¡No como tú, querido líder!

Pero, MALAS NOTICIAS, sí eran como tú, aunque el día que elegiste carrera y universidad ni siquiera lo sospechases. Creías que iban a formarte para el mercado laboral, que habría buenas prácticas y oportunidades profesionales después de años de codos y exámenes (también de fiestas y Orgasmus enloquecidos), que los profesores estarían volcados en enseñarte y los seleccionarían por su capacidad para hacerlo, que tus compañeros de estudios se lo tomarían en serio y te motivarían a  seguir su ejemplo (os motivaríais entre todos) y que los que se licenciasen más o menos bien acabarían viviendo mejor que sus padres.

Entonces, durante los primeros años de vida laboral, volviste la vista atrás, a la  universidad, y dijiste: me has decepcionado, me has engañado, no has cumplido tus promesas. Eras un caminante sin camino, eras un vagabundo del conocimiento (pedirías, al menos, la limosna de una beca con educación, con una pizca de vergüenza, llevando corbata) y aquella casa del saber, pensabas, no era más que la vivienda de protección oficial de la ignorancia y una fábrica en serie de parados.

Es verdad que, en la intimidad de tu conciencia, intentabas ser más justo: habías aprendido cosas, habías conocido a buenos e interesantes amigos y ahora, hablando en plata (en la de los salarios y la estabilidad, digo), te encontrabas varios escalones por encima de los que no se habían licenciado. La explosión y posterior hundimiento de los trabajos no cualificados de la construcción eran la prueba de que no te habías equivocado. En la precariedad, como en todo, hay clases y, BUENAS NOTICIAS, tú estarías arriba.

Respuestas locas a situaciones locas

¿Pero era realmente la universidad la única culpable de no te hubieses convertido en el trabajador que esperabas? Cuando te miras en el espejo, tu imagen te devuelve un abrasivo signo de interrogación. Estos años han arrancado la condescendencia de tu sonrisa. No te preocupes: nos la han arrancado a todos. Quizás nunca deberíamos haberla tenido. Igual es que éramos estúpidos.

La masificación de la educación superior –que no existan ni remotamente suficientes puestos cualificados para integrar en ellos a las decenas de miles de alumnos que salen al mercado todos los años– no es solo responsabilidad de la universidad, que por supuesto quiere ganar más dinero con las matrículas,  sino de una sociedad que está convencida de que los jóvenes que no reciban una educación superior están condenados a aterradoras condiciones laborales, a ser víctimas de la automatización o de la mano de obra esclava de los países emergentes y a vivir, simple y llanamente, peor que sus padres.

Es fácil el diagnóstico: hay que redimensionar el tamaño de la oferta académica y ajustarla a la realidad del mercado que los alumnos se van a encontrar. El tratamiento es lo difícil: cerrar facultades y universidades, despedir a cientos de académicos, a veces con muchísima ilusión y talento, negarle la universidad a tu hijo si no da el perfil o que tú asumas que tus compañeros del colegio pueden ir a la Complutense o la Autónoma de Barcelona  y tú no. Sabes que, con los valores actuales, eres peor que ellos y que tu futuro también lo será. Estás condenado.

Andre Spicer, profesor de la escuela de negocios Cass en Londes, escribió recientemente en The Guardian que estaba harto de ver a universitarios que se estrellaban contra el mito de una economía del conocimiento, que demandaba supuestamente cada vez más profesionales cualificados. Aportaba unas cifras que podrían ser, más o menos, las de España: sólo el 20% de los trabajos en Estados Unidos en 2010 exigía un título universitario y los números iban en descenso.

En estas circunstancias, y de un modo aparentemente absurdo, el 40% de los jóvenes había decidido sacarse una licenciatura y los precios de las matrículas se habían multiplicado por cinco desde mediados de los ochenta. El acelerón ha continuado en los últimos años en Estados Unidos… exactamente cuando los títulos cuestan más y valen menos… y cuando las quiebras de los estudiantes que no pueden devolver los créditos se multiplican en consecuencia.

Pero aquello no era absurdo. Las premisas, allí y en España, estaban claras, grabadas a fuego en nuestros corazones de estudiantes y padres: primera, nadie quiere ser peor o más tonto que los demás o ni estar condenado a sufrir una vida de inestabilidad y angustia desde los 18 años; segunda, si hay trabajos cualificados y bien pagados, yo compraré la lotería para que me toque uno; tercera, si compito por un trabajo poco cualificado (el de un administrativo, por ejemplo), tendré más posibilidades de conseguirlo que el que no haya ido a la universidad.

Por desgracia para los estudiantes, parte del boom de universitarios ha coincidido desde los noventa con sucesivas oleadas de reformas laborales mal diseñadas, y ahora con unos índices de paro altísimos, que han socavado sus salarios y su seguridad.

Sufren, por eso mismo, la triple maldición que pretendían conjurar yendo a la universidad. Sus empleos están mal pagados, muchas veces son temporales y en demasiadas ocasiones los fuerzan a dedicarse o bien a algo que no tiene nada que ver con lo que estudiaron o bien a un trabajo que apenas exige cualificación. ¿Cómo no iba a pensar de este modo el 37% de los trabajadores británicos que sus puestos no aportaban nada a la sociedad?¿Cómo no iban a llegar a la conclusión en Reino Unido o en España de que las universidades y la sociedad los habían estafado?

¡Echadle gasolina!

Porque es cierto que la universidad no tenía la culpa de todo, pero sí la responsabilidad de agravar el fuego –más gasolina, profesor– que otras circunstancias habían desatado con lanzallamas. Ni programas ni materias, tampoco la forma de impartirlas, se ajustaban a las necesidades del estudiante o a la realidad laboral que abrazaría al salir del aula. La promoción de los profesores tenía que ver casi nada con la satisfacción del alumno o el currículum del candidato y casi todo con la satisfacción del jefe de departamento.

Por si fuera poco, muchos centros de educación superior intentaban cerrar la puerta a los competidores que pudieran ofrecer un servicio mejor que el suyo y eso, y su escasa voluntad y conocimiento del mercado extrauniversitario, los llevaba a tardar años en adaptarse a las nuevas realidades de empresas, sí, pero también del sector sin ánimo de lucro. Hay historias de terror sobre alumnos de Comunicación Audiovisual que hacen prácticas ahora mismo en una universidad madrileña con vídeos VHS. Además, los estudiantes no tenían manera de elegir como es debido el lugar donde querían intentar estudiar: no había datos fiables de empleabilidad, de los sectores de destino de los antiguos alumnos, de su grado de satisfacción o del grado de satisfacción de los empleadores con su formación.

En un contexto de ira y frustración como éste, no es extraño que cada vez sean más los expertos que consideran que la universidad es una institución irrelevante y que, sencillamente, sólo sirve para adquirir una base teórica, un buen número de amigos de los que también se aprende y unos años de diversión que, a diferencia de Estados Unidos, no terminan con la suspensión de pagos de los alumnos. Es tragedia y comedia aprobar todas las asignaturas para acabar suspendiendo pagos.  

La decepción con la educación superior parece masiva. De eso no hay duda. Por ahora, gana abrumadoramente el campo que defiende reformarla frente al que apuesta por abolirla, reemplazarla o enviarla a la marginalidad como empiezan a sugerir algunos en Silicon Valley. Todavía gran parte de la sociedad –tú mismo, no te escondas– sigue pensando que sus hijos vivirán mejor y sufrirán menos si son licenciados.

Recapitulamos: estás frustrado con la universidad, pero no te arrepientes ni por un segundo de tener un título universitario y harás todo lo posible para que tus hijos consigan el suyo. Exagerarás las posibilidades de sus licenciaturas para que las estudien y ellos, cuando descubran lo ocurrido, se frustrarán y seguramente harán lo mismo con tus nietos. Esto es lo que llamaba Orwell doblepensar. Dame el número de tu psiquiatra. Yo te daré el del mío.

Salir de la versión móvil