Contamos ovejas para dormir, pero lo mismo podríamos contar estrellas. Con el añadido de que nunca terminaríamos de hacerlo: si tenemos la suerte de levantar la vista una noche sin nubes ni luna, en medio de un campo alejado de la contaminación lumínica de las ciudades, nos daremos cuenta de que el número de luceros que pueblan la noche es prácticamente inabarcable.
Y, sin embargo, como los seres humanos somos por definición proclives a enfrentar cualquier desafío, por imposible que parezca, desde que estamos aquí no han faltado los que se han lanzado a intentar ese imposible.
De algunos tenemos noticia, como del primer catálogo hecho por Hiparco de Nicea en el siglo II a.C., ochocientos años después de que los babilonios estudiaran por primera vez el cielo de forma sistemática para hacer sus predicciones astrológicas. A ojo desnudo, Hiparco logró identificar 850 estrellas.
Comenzó entonces un lento desarrollo en el que, a lo largo de los siglos, el número de astros inventariados fue creciendo poco a poco: Ulugh Beg, en lo que hoy es Irán, inventarió 994 estrellas en el siglo XIV. El millar no se superó hasta que llegó el danés Tycho Brahe, en el XVII.
La extensión y perfección del uso del telescopio hizo que estas magnitudes comenzaran a crecer: en el XVIII, el británico John Flamsteed registró 3.000 estrellas, mientras que el francés Jérome Lalande consiguió en 1801 un formidable récord, con 50.000 objetos estelares.
Claro, que estos primeros catálogos eran solo de posición y tan solo mostraban el lugar que ocupaban aparentemente en el cielo.
A partir de la segunda mitad del siglo XIX, y sobre todo tras el descubrimiento de la astrónoma Henrietta Swan Leavitt del primer método para establecer además la distancia a la que se encuentran de nosotros (hasta entonces, no podíamos saber si una estrella que brillaba mucho lo hacía porque era muy grande o porque estaba muy cerca), aparecieron además los primeros catálogos que definían, junto a la posición, a qué distancia se encuentran e incluso, gracias a los avances en la espectrografía, su composición.
Sin embargo, y en una estupenda vuelta al origen, fue el lanzamiento del satélite de la Agencia Espacial Europea (ESA) Hiparco, en 1989, el que permitió que ocho años después se pulverizaran todos los récords con la elaboración de un catálogo de 117.955 estrellas. Y el siglo XXI fue saludado con una ampliación a 2,5 millones de estrellas más.
¿Impactante? Desde luego: de las 850 estrellas del Hiparco de carne y hueso a los dos millones y medio de la homónima sonda espacial, el logro es impresionante.
Pues bien: olvídense de esa cifra, porque las que vienen ahora sí que son de vértigo. El satélite Gaia, también de la ESA, acaba de poner esta primavera a disposición de los astrónomos de todo el mundo un auténtico festín que tardarán años en digerir: nada menos que las posiciones y magnitudes de ¡1.700 millones de estrellas!
Y, además, de 1.300 millones de ellas se incluye también la estimación de sus desplazamientos a través de la Vía Láctea, nuestra galaxia, hasta el punto de que ha sido posible crear una simulación que nos permite literalmente viajar en el tiempo: podemos saber dónde estaban hace miles de millones de años, y también dónde estarán en un futuro.
Es algo que solo puede ser calificado como espectacular y que tendrá unas consecuencias que apenas podemos anticipar. De hecho, como afirma Xavier Luri, astrofísico del Instituto de Ciencias del Cosmos de la Universidad de Barcelona y miembro del equipo internacional encargado de estudiar la información cosechada por Gaia, los cimientos de la propia astrofísica podrían estar rehaciéndose a partir de estos datos.
«Estaremos publicando datos nuevos hasta 2027 aproximadamente y, más allá de esta fecha, el impacto se extenderá durante muchos años. Va a convertirse en la referencia básica para cartografiar el cielo de todas las misiones espaciales y telescopios terrestres del futuro, y la física contenida en sus datos nos va a llevar décadas explotarla».
Uno no puede sino sentir vértigo ante las simulaciones que permiten construir los datos enviados por Gaia, tan abundantes que están poniendo a prueba la capacidad de las antenas de la ESA para recibirla (con un apartado especial para las estaciones españolas de Villafranca del Castillo y Cebreros, así como para los centros de procesamiento de datos de Madrid y Barcelona, donde incluso se ha echado mano del superordenador Mare Nostrum).
Pero, gracias a eso, podemos simular los primeros viajes interestelares, rodear los astros y descubrir novedades fascinantes como que un halo recorre una de las partes exteriores de nuestra galaxia, fruto de haber chocado contra otra en algún momento de su historia.
Pero esto es solo el principio. Marea pensar lo que permitirá Gaia cuando se añada casi una década más de acumulación de datos, viendo lo conseguido en casi cinco. Eva Villaver, astrofísica que imparte clases en la Universidad Autónoma de Madrid y que ha trabajado para la NASA y la ESA en programas como el del telescopio espacial Hubble, lo resume así:
«Conoceremos con precisión la distancia a las estrellas y con eso podremos determinar la masa de los planetas que las orbitan, conocer la estructura de nuestra galaxia o la naturaleza de la materia oscura. Si tomamos nuestra galaxia como si fuera un barrio, podemos decir que antes de Gaia no conocíamos a qué distancia estaba la tienda de la esquina o a qué velocidad se mueven los coches o las bicicletas por él. Ahora sí».
Gaia, además, es un soplo de aire fresco porque, en un momento en el que parecen volver las tensiones de la Guerra Fría, representa un modelo de cooperación internacional en abierto que beneficiará a quien quiera hacer uso de sus datos.
La ESA ni siquiera ha permitido a sus equipos reservarse los datos durante un año en exclusiva, como es práctica habitual. Así, no es extraño que los servidores de la agencia casi se colapsaran pocos minutos después de poner toda la información en la web; una primera parte en septiembre de 2016 y la segunda, a finales de abril de este año.
¿Corre peligro este modelo? «Si los países se repliegan y se encierran en ellos, los proyectos internacionales y los compromisos que conllevan serán más difíciles de conseguir», afirma Xavier Luri. «Y la ciencia puntera, hoy en día, o es internacional o no es».
Algo en lo que coincide Eva Villaver: «Los científicos demostramos día a día que la colaboración internacional funciona, y que a medida que nos enfrentemos a retos cada vez más globales, deberíamos tomar ese modelo de colaboración en otros ámbitos».
«Quizá sea porque los científicos estamos acostumbrados a mirar con perspectiva el lugar donde vivimos, lo que nos hace más conscientes de la fragilidad del lugar que ocupamos en el espacio, del frío que hace fuera y del absurdo de las creencias artificiales en las diferencias entre todos nosotros, los humanos».
Queda mucho trabajo por hacer, pero no nos engañemos: estamos solo en el principio de una revolución.
Al fin y al cabo, por muy abrumadoras que sean las cifras, las estrellas catalogadas por Gaia apenas suponen un 1% del censo total de la Vía Láctea que, aunque nos parezca inmensa con sus 100.000 años luz de radio, es tan solo una galaxia normalita en un universo donde se estima que existen cerca de dos billones más. Se trata de un viaje del que, inevitablemente, saldremos distintos a como lo comenzamos.