Muchos de los clichés que acabaron conformando la iconografía gay empezaron a tomar forma en una polvorienta iglesia baptista de Stanley, un pueblecito de la costa este de EE UU. Fue en 1933 cuando la señora Quaintance telefoneó a su hijo para convencerle de que pintara un mural en el desvencijado templo. El vástago, de nombre George, no tenía mucha experiencia en la pintura, pero consiguió el beneplácito del párroco y se puso manos a la obra. El mural —que todavía se puede visitar en el estado de Virginia— representa una escena bíblica: el bautismo de Jesús a manos de Juan Bautista. A modo de público aparecen varias figuras masculinas, pero una destaca entre las demás. Se trata de un hombre medio desnudo con una musculatura definida y unos rasgos afilados. Hay quien dice que se trata de un autorretrato del propio Quaintance, al que describen como vanidoso y ególatra irrefrenable. En cualquier caso, esta imagen supondría un punto de inflexión en la carrera de este artista y, por ende, en el imaginario erótico homosexual.
George Quaintance fue bailarín, estilista y veterano de la II Guerra Mundial. Sin embargo, si hubiera pasado a la historia por algo, habría sido como precursor de la iconografía gay, ilustrador de talento y genio del merchandising. El condicional en esta frase no es casual. A diferencia de los que le siguieron, gente como Tom of Finland o Harry Bush, Quaintance obtuvo mucho dinero, pero poco reconocimiento. Es ahora, con el paso de los años y la perspectiva suficiente, cuando su trabajo empieza a ser reconocido. El libro de ilustraciones Quaintance, firmado por Taschen en 2010, reivindicó su legado. Una biografía publicada a principios de este año (Quaintance: The short life of an American art pioneer. Ken Furtado y John Waybright) recopiló los aspectos menos conocidos de su figura. Ahora, casi 60 años después de su muerte, una inminente exposición, la primera monográfica que se realiza sobre el artista, irrumpe en la galería Taschen de Los Ángeles. Parece que George Quaintance vuelve a ser actual.
Pero volvamos a la polvorienta iglesia de Virginia. Cuando el pintor terminó su obra, dejó de ser pintor. O lo intentó. Su conexión con las estrellas del Hollywood clásico, de quienes era estilista personal (entre sus clientes destacan nombres como el de Gloria Swanson o Jeanette MacDonald), le llevó a acabar pintando no solo sus rostros, sino también sus cuadros. Quaintance empezaba a perfilar una estética amanerada en la que predominaban los tonos pastel, aunque todavía no había definido su estilo.
George Quaintance se convirtió en un artista de culto gracias a medio centenar de pinturas que ejecutó entre 1943 y 1957. En ellas glorificaba la belleza masculina retratando escenas altamente homoeróticas sin llegar a tocar nunca la pornografía. Eran otros tiempos. Tiempos en los que retratar un pene en una revista, aunque fuera dibujado, podría hacer que acabaras en la cárcel. En este contexto las revista eróticas gais fingían ser magazines de deportes en los que se ensalzaban los físicos musculados y el estilo de vida saludable. Este precedente del porno gay se vino a llamar beefcake y tenía en el mundo un ilustrador de referencia, Quaintance. El pintor colaboró con las revistas Adonis, Body Beautiful y sobre todo Physique Pictorial, la pionera y más famosa de todas.
En medio de este torbellino creativo Quaintance decidió mudarse a un chalé de Los Ángeles con su examante, un mexicano llamado Víctor García, y la pareja de este, Tom Syphers. Pronto se unió un cuarto integrante, Eduardo, un modelo recurrente en la obra de Quaintance que acabó convirtiéndose en su novio. Juntos convirtieron el chalé, que llamaron Rancho Siesta, en una versión discreta y gay de la mansión Playboy. Los modelos entraban y salían dejándose la ropa por el camino y los directivos de las revistas beefcake se juntaban con algunos de sus lectores. Y mientras tanto, Quaintance seguía produciendo a un ritmo vertiginoso. Los cuatro habitantes de la casa establecieron unas normas para lo que iba a convertirse en todo un emporio. Eduardo posaba, Víctor hacía las fotos y Quaintance las convertía en pinturas. Tom Syphers se encargaba del negocio, vendía y distribuía copias de las ilustraciones así como de las fotografías en las que se basaban. De las fotos y de los dibujos había versiones censuradas y sin censurar, y muchos aseguran que ahí era donde se encontraba el auténtico negocio, algo que no se ha podido comprobar.
Esta maquinaria de merchandising se promocionaba en las revistas en las que publicaba Quaintance. Cuando el modelo beefcake se exportó a Sudamérica y Europa, el pintor empezó a regalar su trabajo a cambio de publicidad, Y así, en una época en la que no existían emails ni bases de datos, consiguió hacerse con una cartera que algunos cifran en 22.000 clientes.
En una carta que escribió a su abuela en 1952, Quaintance comentaba que se dedicaba exclusivamente a la pintura y aseguraba estar enamorado de su trabajo.«Esto es lo que debería haber hecho toda mi vida», resumía. Su pasión acabó convirtiéndose en obsesión y Quaintance falleció de un ataque al corazón con 55 años. Al ser informado de su muerte, Bob Mizer, director de la revista Psyche Pictorial, lo describió como un perfeccionista que se autoesclavizó sin piedad y que trabajaba día y noche a base de pastillas para finalizar un encargo. El diagnóstico fue compartido por la mayoría de los que lo conocieron, así como la descripción que hizo Mizer de su trabajo: «Ha sido aclamado, por todo el mundo, como el pionero de una cultura que ha sido prácticamente ignorada durante 20 siglos». Hasta hoy.
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