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¿Es Google el motor de la ciencia del futuro?

Y el final de toda nuestra exploración
será llegar donde comenzamos
y conocer el lugar por primera vez.
T.S.Eliot

Este reportaje empieza muy lejos. Tan lejos donde inventaron la pólvora y donde descubrieron el compás, el papel o el timón. Eran tiempos en que la balanza del mundo se inclinaba hacia Asia. Exactamente, China. En aquel lugar hallaron avances que Occidente no podía olfatear siquiera. Los puentes colgantes, el acero o la impresión llegaron a Europa mucho después.

(ILUSTRACIONES DE VALISTIKA)
Durante mucho tiempo China condujo la civilización del mundo. Fue la primera en descubrir todos estos hallazgos. Europa, mientras, dormía. Pero al gigante asiático se le escapó el invento más importante, el descubrimiento que cambiaría la historia del mundo, según el tecnólogo Kevin Kelly: el método científico.
En Occidente el pensamiento estaba aplastado por la sombra de Aristóteles y una visión del mundo regida por el dios católico. Hasta que en un lugar lluvioso, en las inmediaciones de Oxford, los principios que habían dominado en la Edad Media saltaron por los aires. Era el principio del siglo XVII. Unos tipos de la aristocracia, con tiempo y dinero, empezaron a reunirse en colleges y cafés de los alrededores.
Allí organizaban tertulias científicas de forma improvisada, según el matemático Enrique Gracián. «La mayoría de los científicos eran personas aventureras que llegaban a Londres con una idea en la cabeza y un proyecto que desarrollar. Iban allí porque necesitaban un espacio donde construir un laboratorio y ayudantes con la suficiente habilidad para crear nuevas herramientas de investigación que nunca antes se habían utilizado».
Estos amantes del conocimiento propusieron nuevas formas de investigar. Pensaban que los descubrimientos no debían buscarse en las profundidades del intelecto, sino en las muestras de la naturaleza. Decían que ya no valían las intuiciones. La nueva ciencia tenía que basarse en la experiencia, la observación y el contacto directo con la naturaleza. Esta era la única forma en la que podría alcanzarse el «progreso científico», de acuerdo con el filósofo Francis Bacon (1561-1626).
Así nació la ciencia moderna. La que alumbró muchos de los métodos que hoy, cuatro siglos después, siguen aplicándose en los laboratorios.

LOS MASONES IMPULSARON LA CIENCIA
Esta nueva forma de plantear la ciencia fue creciendo en una sociedad científica que nació bajo los auspicios de la masonería, según relata Gracián en su libro La ley de Hooke. Primero nació como el Colegio Invisible y, después, se convirtió en la Royal Society. En esa institución no se reunían únicamente a hablar y compartir conocimientos. Lo habitual era realizar experimentos y, para mostrar que los resultados conseguidos eran ciertos y no una invención del autor, introdujeron un Register Book donde varios testigos escribían lo que habían visto. Así lo relata el doctorando en filosofía Javier de la Cueva en su tesis Prágmáticas tecnológicas ciudadanas y regeneración democrática.
La ambición de alcanzar un conocimiento lo más objetivo posible se impuso entre aquel grupo de científicos en los alrededores de Oxford. El sociólogo especializado en ciencia Steven Shapin lo cuenta así, según recoge De la Cueva en su tesis: «[El físico Robert] Boyle introdujo la recomendación (…) de que los informes experimentales se escribieran de un modo que permitiera a los lectores distantes (…) repetir los efectos relevantes. Había que describir detalladamente los métodos reales, los materiales y las circunstancias de modo que los lectores que así lo decidieran pudieran reproducir los mismos experimentos y de esa forma se convirtieran en testigos directos».
En esos primeros años en los que nacía la ciencia tal y como la entendemos hoy, cada semana, prácticamente, se presentaban documentos de investigación y libros en la Royal Society. Estos estudios eran sometidos a una especie de examen para establecer su rigor. Dos personas los analizaban durante una semana o dos y, después, presentaban una contestación de nuevo en la sociedad científica. «Tanto la presentación como el examen se anotaban en un libro registro que se mantenía secreto para evitar la usurpación, lo que hoy llamarían piratería», escribe De la Cueva.
Pronto descubrieron que el secreto era un tapón para el progreso y que «este método no permitía la extensión del conocimiento». El teólogo y filósofo alemán Henry Oldenburg, el primer secretario de la Royal Society, implantó un nuevo tipo de registro que se imprimía y se distribuía públicamente, según el abogado y director en filosofía del derecho. Eran las primeras revistas científicas y aparecieron con el nombre de Philosophical Transactions. La más antigua data de 1665 y fue publicada seis años después del nacimiento de esta sociedad científica.

LA CULTURA CO ES MILENARIA
Hasta ahí se hunden las raíces de lo que, desde finales del siglo XX y principios del XXI, se ha designado ‘colaboración’ o ‘innovación abierta‘. La cultura del co (cocreación, colaboración, coworking…) no es un invento reciente. Va mucho más atrás. Hasta la Grecia del siglo VI antes de Cristo. «El investigador solitario es también una rémora del progreso. Es poco lo que alcanza a descubrir y pocos los que se aprovechan de ello», escribió el profesor de filosofía Emilio García Estébanez (1937-2007) en su edición de la utopía científica Nueva Atlántida, de Francis Bacon.
«Ya Heráclito censuró con gran tino a los que andan tras la filosofía en sus microcosmos en lugar de hacerlo en un mundo mayor. Según Bacon, para el estudio de cualquier fenómeno, hay que empezar por una recopilación de todos los datos existentes sobre el mismo. Las ‘historias naturales’ son una parte principal del Nuevo método [obra de Bacon en la que pretende sustituir la lógica de Aristóteles imperante hasta entonces por un nuevo método científico]. Esto no es posible a no ser que exista una comunicación y colaboración entre los estudiosos del mundo entero. (…) La perfección de las ciencias tampoco puede esperarse de la rapidez del ingenio de uno solo, sino de la transmisión de conocimientos de unos a otros».
Fue entonces también cuando se produjo la mundialización de la ciencia, según De la Cueva. Esa mundialización, bautizada así por el investigador Antonio Lafuente y el historiador Juan Pimentel, supuso que por primera vez la ciencia podía estar en manos de cualquier persona y convertirse en la afición de los que «cultivaban plantas, comerciaban con restos arqueológicos, sembraban nuevos cultivos o decían admirar el universo y la utilidad de las máquinas o regadíos».
La Royal Society supuso la ruptura de las cadenas del pensamiento lúgubre de Occidente, porque, según Enrique Gracián, en esa sociedad científica ocurrió algo revolucionario. «Tenían la posibilidad de pensar lo que quisieran. Hasta entonces vivían en los paradigmas establecidos muchos siglos atrás. A partir de ese momento admitieron la posibilidad de plantear otras propuestas sin que les crujieran el cerebro o el corazón. Ya no se jugaban la hoguera por decir algo diferente. El Colegio Invisible ofrecía esa opción. Lo único que exigían era dejar los prejuicios en la puerta y abrir su mente a nuevos pensamientos».

EL AJUSTADO CINTURÓN DE LA CIENCIA
Ese momento supuso un avance y, a la vez, la pérdida de una oportunidad. La ciencia, con el tiempo, volvió a un redil, según el matemático. «Los conocimientos científicos habían estado en manos de la Iglesia Católica. En ese momento abandonaron la filosofía natural y apareció una nueva ciencia sin presión religiosa. Muchos científicos, que eran a la vez pintores, escritores o artistas, montaron laboratorios artesanales para experimentar. Ahí nació la ciencia moderna. Pero la Royal Society surgió bajo el paraguas de la masonería, un poder fáctico que sabía que el conocimiento implica poder. Esto, con el tiempo, supondría de nuevo un freno y una limitación».
La ciencia vuelve a quedar rodeada por un cerco. La institución académica sustituyó a la Iglesia, de acuerdo con Gracián. Y hoy, para que siga avanzando, solo hay una opción: «salir de la Academia».
«Se está produciendo un momento similar al principio de la ciencia moderna. Tenemos que deshacernos del corsé universitario», indica. «Ya hay muestras de que puede ocurrir. El matemático ruso Grigori Perelmán resolvió la hipótesis de Poincaré y lo anunció en dos publicaciones en internet. No siguió el protocolo de publicarlo en una revista científica, y renunció a la Medalla Internacional para Descubrimientos Sobresalientes en Matemáticas y al Primer Premio de los Problemas del milenio, retribuido con un millón de dólares».
Gracián, antiguo subdirector del programa de divulgación científica de televisión Redes, considera que la ciencia, encerrada aún en la Academia, se encuentra «en un callejón sin salida». En el ámbito donde más libertad tiene es en los laboratorios de la industria armamentística. «Ahí no hay prejuicios ni rivalidades. Lo único que les interesa son los resultados y, por eso, dejan a los investigadores trabajar en libertad».
El periodista considera que los últimos avances científicos se produjeron entre 1920 y 1930. Desde entonces todo el progreso se ha centrado en la tecnología. Y ciencia y tecnología, para Gracián, no son lo mismo. «El avance científico cambia la forma de ver el mundo. El avance tecnológico cambia la forma de vivirlo. La ciencia es como un limón que, cuando lo exprimes, surgen tecnologías como la máquina de vapor o internet. Ahora mismo la ciencia está estancada. Solo avanza la tecnología. La tecnología avanza en detrimento de la ciencia».

LA TECNOLOGÍA PRODUCE CIENCIA
Frente a esa voz de la ciencia hay un eco de la tecnología en dirección opuesta. El tecnólogo estadounidense Kevin Kelly dijo en una conversación con Edge.org, una publicación digital sobre pensamiento inspirada en el Colegio Invisible, que «la ciencia y la tecnología están intrínsecamente conectadas. Tenemos la sensación de que la ciencia es un método de pensar que genera tecnología, pero yo he llegado a la conclusión de que la tecnología es un tipo de pensamiento que genera ciencia».
«El método científico no es constante. Evoluciona. La tecnología ha ido modificando lo que llamamos método científico desde sus inicios. La necesidad de revisión entre iguales y la repetibilidad de los experimentos, por ejemplo, son pensamientos que tenían que ser inventados. Y para poder llevarlos a cabo requerían de tecnologías como, por ejemplo, la imprenta», indica Kelly en esa conversación con Edge.org. «Un científico de hace 400 años no reconocería el método actual porque muchos de los elementos de investigación que hoy consideramos esenciales no han sido inventados hasta hace muy pocos años. Hablamos del placebo, el muestreo estadístico, los experimentos doble ciego… Todo esto es nuevo. Algunos, incluso, se han inventado en los últimos 50 años. Es muy probable que el método científico cambie mucho más en los próximos 50 años que en los primeros 400 años de su existencia».
En estos cambios que se originarán en el método científico de los que habla el cofundador de la revista Wired se abre paso la llamada ‘ciencia ciudadana’. Esta nueva forma de investigar está marcada por lo abierto (en el acceso, en los datos…), según De la Cueva, y esos valores «conforman el contexto de descubrimiento en el que operamos hoy en día». Un contexto que se compone de «un entorno tecnológico que permite publicaciones de acceso universal e instantáneo, de un contenido open (libre) y de unos valores que propugnan intentar una tercera ilustración».

LA CIENCIA DE GOOGLE
Pero lo más curioso de la ciencia, según Kevin Kelly, es que expande la ignorancia. «Al emplear la ciencia para intentar contestar a una pregunta, surgen dos o tres cuestiones nuevas. Un científico sabe que constantemente está encontrando nuevas cosas que desconoce. Aunque la ciencia, por supuesto, incrementa el saber, a la vez, incrementa el desconocimiento de un modo aún más rápido».
Y en ese mundo en el que la sabiduría infla la ignorancia ha surgido una herramienta tecnológica que influirá decisivamente en la ciencia, de acuerdo con Kelly. «Google se basa en respuestas. Esto significa que, a lo largo del tiempo, está incrementando las preguntas de las personas. Las respuestas, en este contexto, se han vuelto muy baratas, prácticamente gratis. Lo que está haciéndose más escaso en este lugar dirigido por las preguntas son las buenas cuestiones. Una buena pregunta puede originar nuevas incertidumbres».
«En un mundo dirigido por el régimen de Google, lo más valioso son las buenas preguntas y eso significa que, por un buen tiempo, los humanos serán mejores que las máquinas. Las máquinas son para las respuestas y los humanos, para las preguntas», piensa el tecnólogo. «En el mundo que Google está construyendo, una respuesta no será muy significativa. El verdadero valor estará en una gran pregunta».

EL HOMBRE QUE ENTREGÓ SU VIDA A LA NUEVA CIENCIA
La ciencia moderna nació de las manos de Francis Bacon. El inglés fue, junto a Robert Hooke, Thomas Willis, Christopher Wren, Robert Boyle o Henry Oldenburg, uno de esos individuos que a principios del siglo XVII, en las inmediaciones de Oxford (Reino Unido), propuso un nuevo método de experimentación para descubrir principios universales. «La ciencia no se puede arrancar de las tinieblas de la Antigüedad, sino de la luz de la naturaleza», decía.
Los filósofos que hasta entonces habían descrito el orden de las cosas miraban el mundo desde una torre de marfil, según Bacon. Era hora de pisar el suelo y tocar las cosas para descubrir su verdadera naturaleza. El orador y ensayista arremetió contra la alquimia y la magia. Proclamaba que solo perseguían resultados inmediatos y extraordinarios para sorprender al público. No tenían rubor en prometer la inmortalidad, la juventud eterna o la adivinación del futuro.
Bacon tampoco creía en la filosofía como palanca del progreso. Pensaba que en dos mil años solo había provocado cambios de opinión. Mientras tanto, la pólvora, la imprenta y el imán habían modificado la faz de la Tierra para siempre. La técnica era la única vía hacia el desarrollo. Y el investigador tendría que asumir, también, un nuevo papel. El inglés lo describe así en su Nuevo método: «El hombre, antes que intérprete de la naturaleza, ha de fungir de ministro o servidor, ha de seguirla y observarla con perseverancia y humildad».
Los científicos, además, habían de despojarse de uno de los grandes males que habían acechado a la técnica durante siglos. «Entre los errores que tienen paralizado el avance de las ciencias y las artes, el peor de todos es la vanidad y personalismos de los sabios que les mantiene disgregados a ellos y a las distintas ramas del conocimiento».
También llaman a Bacon patrono de la ciencia moderna por un motivo más. El jurista pensaba que la ciencia debía ser práctica y útil «para aliviar las miserias humanas y mejorar las condiciones de vida». «El conocimiento del mundo debe servirnos para transformarlo en nuestro provecho», escribió en su Nuevo método. «La verdadera y legítima meta de las ciencias no es otra que dotar la vida humana con nuevos inventos y riquezas».
En la obsesión por los experimentos Bacon dejó su vida. A finales de marzo de 1626 salió a pasear en una carroza y empezó a nevar. El científico pensó que el frío de la nieve podía conservar los cuerpos y evitar su descomposición. Bajó del vehículo, compró una gallina, la mató y realizó el experimento. El frío se adentró en su cuerpo mientras realizaba sus investigaciones y cayó gravemente enfermo. Ni siquiera pudo volver a su hogar y se refugió unos días en casa de su amigo el conde de Arundel.
Desde allí le escribió una carta, probablemente la última, en la que decía: «He estado a punto de correr la suerte de Cayo Plinio el Viejo, que perdió su vida mientras experimentaba con el fuego del Vesubio. Yo también estaba ansioso de hacer uno o dos experimentos relativos a la conservación y endurecimiento de los cuerpos. El experimento dio excelentes resultados, pero a mí me dio tal ataque de tos…». Unos días después murió de bronquitis.

Por Mar Abad

Periodista. ✎ Cofundadora de la revista Yorokobu y de la empresa de contenidos Brands and Roses (ahí hasta julio de 2020).

Libros.  Autora de Antiguas pero modernas (Libros del K.O., 2019). «No es una serie de biografías de mujeres; es una visión más vívida, más locuaz y más bastarda de la historia de España». Lo comentamos en El Milenarismo.

Autora de El folletín ilustrado junto a Buba Viedma. Lo presentan en Mundo Babel (Radio3) y en Las piernas no son del cuerpo, con Juan Luis Cano (Onda Melodía).

Autora de De estraperlo a #postureo (editorial Larousse, 2017). Un libro sobre palabras que definen a cada generación y una mirada a la historia reciente desde el lenguaje. Hablamos de él en Hoy empieza todo (Radio3), XTRA!, La aventura del Saber (La2).

Autora junto a Mario Tascón del libro Twittergrafíael arte de la nueva escritura (Catarata, 2011).

Laureles. ♧ Premio Don Quijote de Periodismo 2020. Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes 2019, Premio Internacional de Periodismo Colombine 2018, Premio de Periodismo Accenture 2017, en la categoría de innovación.

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