Hace cinco años nos empezamos a acostumbrar a ver multitudinarias manifestaciones por la calle reivindicando cambios estructurales en el Estado. Era un heterogéneo grupo de gente con demandas variopintas al que se le empezó a llamar por su exiguo denominador común: los ‘indignados’. Eran los días del 15M, del movimiento de ‘ocupa el Congreso’ (luego rebautizado como ‘rodea el Congreso’) y las mareas de colores diversos, uno para cada objeto de protesta.
La crisis económica y el desencanto político azuzaron las ascuas de aquellos movimientos que condicionaron la vida política del país durante un par de años hasta que, de una u otra forma, cristalizaron en movimientos políticos más convencionales y acabaron saliendo de las calles para empezar a entrar en las instituciones.
En aquellos agitados días se vivieron no sólo manifestaciones enormes, sino también algunas de las actuaciones policiales más controvertidas. Coincidieron, además, con nuevas condenas europeas por no investigar supuestas torturas en comisarías denunciadas por detenidos en operaciones antiterroristas y con varias actuaciones controvertidas de los Mossos d’Esquadra en Cataluña. De hecho, acaba de conocerse la sentencia absolutoria para dos agentes responsables de que una mujer perdiera un ojo por el impacto de una pelota de goma. Peor suerte había corrido unos meses antes Íñigo Cabacas, un aficionado de fútbol que falleció por el mismo motivo tras una carga de la Ertzaintza.
En las calles aledañas al Congreso se vivieron tremendas cargas policiales como respuesta a algaradas y agresiones en el lado de los manifestantes que, según denunciaron, eran promovidas por agentes infiltrados para justificar la carga y disolución de las protestas.
Con un clima de tensión semejante las declaraciones también subieron de tono. Se hablaba mucho en aquellos días por parte de los manifestantes y su entorno de que España se estaba convirtiendo en un «Estado policial». Aunque es cierto que no hay una definición concreta para el término -la politología en esto no tiene una RAE a la que abrazarse-, por «Estado policial» se suele entender a un país con un régimen autocrático que utiliza las fuerzas de seguridad para reprimir con violencia cualquier acto de disidencia, no condicionando sino directamente impidiendo que se manifieste opinión contraria al régimen oficial.
Y por más que muchos clamaran por definir así la situación del país, definitivamente España no es eso desde hace muchos años. Puede haber épocas de mayor avance o retroceso en lo que a libertades se refiere, pero de ninguna manera puede definirse de forma veraz como un «Estado policial».
¿Por qué entonces esa terminología? En sociología aplicada a la comunicación hay una teoría llamada ‘framing’, que vendría a explicar que una de las grandes batallas de las ideas es la de cómo se definen las cosas, el marco (‘frame’) en el que se debate, los términos que se usan, que al final acaban condicionando el significado. Es, por ejemplo, lo que sucede cuando se habla de ‘Ley mordaza‘ o, por usar expresiones de párrafos anteriores, «régimen» o «torturas». Hay muchos más ejemplos: no es lo mismo hablar de «terrorista», «insurgente» o «rebelde» para hablar de quienes luchan en Siria, por ejemplo.
Esa batalla por los términos, en la que la ideología (o la construcción de ideologías) juega un papel esencial, tiene mucho que ver con la política, con los medios de comunicación y con cómo se hace ver a la ciudadanía las cosas de una u otra forma… aunque no siempre sea así.
La distorsión que se crea es tan grande que, en ocasiones, se consigue que hasta quien está en contra de ese ‘marco’ discursivo artificial lo adopte en un descuido. Le sucedió, por ejemplo, a Rajoy en un debate antes de las elecciones cuando llamó «Ley mordaza» a una reforma de su Gobierno, nombre que usan los críticos con ella y que -evidentemente- no es el nombre de la ley. Al darse cuenta del error salió del paso con un «bueno, usted la llama así, yo no».
El uso de términos grandilocuentes en política, además de intencionado, es en ocasiones peligroso. Llamar las cosas por un nombre que no tienen hace que se desvirtúe la realidad que representa. Llamar «Estado policial» a un Estado democrático y con garantías -aunque, claro, con sombras- hace que se pierda la noción de lo que realmente fue un Estado policial.
Venezuela y Brasil
Sucede lo mismo, por ejemplo, cuando se habla de Venezuela como una dictadura, cosa que no es. Porque se podría definir una dictadura, de nuevo, como un régimen autoritario que elige a sus líderes políticos sin que medie la voluntad de los ciudadanos, y tal cosa no sucede en el país latinoamericano. De hecho, la mayoría del Parlamento actual está en manos de la oposición, hecho que motivó que el presidente Maduro reconociera su derrota, cuando años atrás fue Capriles, líder de la oposición, quien también reconoció la suya con total normalidad.
Cierto es que la situación dista de ser normal: hay opositores encarcelados, hay violencia en las calles con indisimulado apoyo gubernamental y una dialéctica de violencia en ambos bandos. Hay acusaciones de autoritarismo a un lado y de golpismo en el otro. Pero no hay una dictadura, hay falta de libertades, de conciliación y de cultura democrática. Pero una dictadura es otra cosa.
Una dialéctica similar se ha adoptado más recientemente en Brasil, donde la presidenta Dilma Rousseff ha sido apartada del cargo por la revocación del Parlamento bajo acusaciones de corrupción. La mandataria se apresuró a calificar lo sucedido de un «golpe blando», e incluso han salido a la luz grabaciones que apuntan hacia una conspiración organizada para derrocarla. Pero, aun así, eso no es un golpe de Estado.
Un golpe de Estado es, por definición, una maniobra de corte más violento que político para desalojar por la fuerza a un gobierno legítimo. Es, por ejemplo, lo que dio inicio a la Guerra Civil en España, un golpe de Estado fallido (y no un «alzamiento militar», o «sublevación», como lo han dado en llamar algunos que han comprado ese ‘marco’ revisionista). Lo de Rousseff podría ser una maniobra intencionada, construida e intencional, pero que usa los resortes de un Estado democrático porque el ‘impeachment’ se activa mediante un proceso complejo con varias votaciones. Puede ser una artimaña, pero no es un golpe de Estado.
El caso del terrorismo español
En la política española abundan este tipo de prácticas de ‘framing’. Sucedió con el terrorismo de ETA, por ejemplo, por ambas partes. Unos, de hecho, nunca hablarán de «banda», o de «terrorismo», sino de «militancia» y «acción». Hay términos aceptados de forma más general, como «violencia», y otros mucho más controvertidos, como «preso político». Porque -volviendo a Venezuela, o añadiendo Cuba- se habla de «presos políticos», pero se rechaza cuando se usa esa terminología en España.
El ‘framing’ ahí comienza mucho antes. Causaron mucho revuelo unas declaraciones de Iglesias reconociendo fondo político a la violencia de ETA. Y efectivamente ETA actuaba por causas políticas, que buscaba conseguir usando la violencia. La otra parte no podía aceptar el razonamiento porque lo ven una forma de «legitimar» o «intentar explicar» lo que, de entrada, no quieren explicar: es -en su razonamiento- un crimen sin más. En cualquier caso, eso no es un preso político, es un preso por un crimen.
El debate se vuelve más delicado cuando el delito ya no es de sangre, sino de colaboración. Porque colaborar, según la legislación vigente, puede ser incluso dejar entrar en casa a alguien que huye de la Policía -aún siendo familia-. O, especialmente en los últimos quince años, intentar montar un partido político que apoyara determinada ideología, o escribir en un medio de comunicación con determinada ideología -aun sin mediar apoyo a la violencia, sino todo lo contrario-. ¿Es eso un preso político? No es un preso de conciencia -como había en el Franquismo-, pero ¿no es un preso por motivos políticos?
El caso del terrorismo en España es especialmente sensible y difícil de tratar en términos objetivos, fundamentalmente por ese brutal trabajo de ‘framing’ que se ha hecho durante tanto tiempo. Quizá, quién sabe, en unos años sea más fácil tratar el tema sin levantar ampollas… o quizá entonces el ‘framing’ actual haya hecho su trabajo y sea complicado hablar de «populismo», «centro» o «nacionalismo», términos que actualmente se usan con significados, contextos y connotaciones muy separados de lo que en origen significaron.