Todos los nietos del mundo desean hablar con sus abuelos muertos una última vez. Queremos que se nos permita una prórroga, un día, acaso una sola tarde: hablar, escuchar, exprimirlos o quedarnos callados, mirarlos existir, prestar atención a su historia de gestos. El libro Quién te cerrará los ojos. Historias de arraigo y soledad en la España rural nos ayuda a cumplir ese deseo.
«Poco dicen del pueblo los que se quedan, salvo que cada vez hay menos gente y que han cerrado otro bar», escribe Virginia Mendoza en las primeras páginas de su búsqueda en ese otro planeta (casi otra dimensión) del territorio despoblado. Este libro de crónicas capta, al igual que lo hacía la fotografía de Walker Evans, todo lo que, «en el presente, parece del pasado».
Esa tarde de la que hablábamos, si se nos concediera, sería una tarde tranquila. Acuciados por la certeza de la desaparición, trataríamos de impregnarnos de sus vidas, sin trastocarlas ni influirlas. Así, una a una, Mendoza expone vidas como la de Josefa Larrá, «libre como el cuco», una mujer que nunca quiso casarse, aunque a su alrededor se inventó una historia de amor que aún hoy sigue apareciendo en los periódicos poblada de clichés y cursilería.
Larrá fue aquella vecina de Deleitosa (Cáceres) que apareció en un reportaje de Eugene Smith en la revista Life. Era la foto del velatorio de su abuelo y ella miraba el cuerpo. Un americano, el americano, la vio y comenzó a enviar cartas y paquetes para conquistarla, pero ella no quería cuentas. Aun así, algún fotógrafo le ha llegado a pedir que posara mirando a su propio hermano «como si fuera el americano». «Ahí le están pidiendo que lo mire con amor», cuenta Mendoza, «pero ella nunca llegó a conocer a ese hombre y ni siquiera le interesó». La autora huye de los tópicos y muestra la verdad: Josefa es una mujer con una vida sencilla y, sobre todo, orgullosa de no haberse casado nunca.
Muy lejos de allí, en las Tierras Altas de Soria, Victoria es la última habitante de una aldea y debe caminar más de tres horas para hacer la compra en el pueblo más cercano. Al terminar el libro, a Mendoza le llegó la historia de que una chica que lee en aldeas despobladas, le había mostrado a Victoria a su hijo. Cuando vio «la cara del niño se emocionó y dijo: Creía que no volvería a ver un bebé». Según la periodista, esa escena resume todas las páginas del libro.
Los protagonistas habitan un universo que se extingue y quieren ser ellos quienes cierren la «última puerta de su pueblo». En ellos se mezcla la rebeldía y la resignación. «La mayoría son ancianos y tienen hijos o incluso casa en otros pueblos; han intentado sacarlos de allí, pero se niegan. Es su forma de decir que todavía pueden valerse por sí mismos».
«Creo que no hay una rebeldía inicial, sino que se genera y se refuerza con el tiempo, a base de que quienes marcharon a la ciudad regresen a decirles qué hacen allí». En muchos casos, la causa de esa resistencia solitaria está en la edad: «Era más fácil que se fueran los jóvenes por motivos laborales que alguien que ya lo tenía todo hecho».
Son modos de vida, y vidas, que se extinguen, que incluso parecen extintas antes de esfumarse por entero. Nuestra generación y la suya perdieron el vínculo, carecemos de una comprensión real y completa: nos escuchamos con extrañeza. «Hay ciertos códigos que no compartimos», señala Mendoza, «para nosotros es normal que de pequeños te pregunten qué quieres ser de mayor; si le preguntas a una persona de 90 años sobre qué soñaba cuando era pequeña, se ríe de ti». Aparecen en el libro momentos así, de pura incomprensión. «Este tipo de diálogos muestran la distancia generacional. Hacía intencionadamente preguntas que a nosotros nos parecen normales para que se viera el choque».
Quién te cerrará los ojos retrata una forma silenciosa de estar en el mundo. El silencio llena cada página, un silencio que los urbanitas no podríamos exprimir y acaso tampoco tolerar. El mapa de la despoblación es un mapa de suspiros. «Depende de la personalidad, pero en esa generación lo que más he visto es el silencio. Tiene sentido: han vivido una guerra y una dictadura. Yo me tuve que enterar de que habían fusilado a un tío de mi abuelo porque me lo contaron otros ancianos».
Silencio y trabajo con las manos: sobre todo, conciencia de las propias manos. La navaja (la navajica, si hablamos en manchego) late en las crónicas como un tótem. La navaja es un apéndice de los dedos que ayuda a partir el pan y la carne pero en la medida justa, sin desmerecer gusto de rozar los alimentos y mancharse. Estimula una relación más física y de apropiación con la comida.
Como cuenta la autora, este utensilio es también propiedad y herencia, un camino para seguir compartiendo mesa con su antiguo dueño. Se cuida, se vigila, se lleva siempre encima. De hecho, quienes la aman miran «a los cuchillos con cierto desdén». Normal: en comparación, tenedores y cuchillos nos distancian del bocado, se respeta menos la naturaleza porque deja de tratársela como a una igual.
La navaja marcó toda la vida de uno de los protagonistas, herrero de Terrinches y bisabuelo de Virginia Mendoza. «Sacaba la navaja a la mínima, pero nunca tuvo que llegar a usarlo, sólo enseñándola salvó vidas en los dos bandos durante la guerra». No había ideología, sino pueblo y humanidad: «Se encontraba a una persona con una situación complicada y tiraba de navaja».
Usar las manos, luchar contra el tiempo. «El ganchillo es a la señora de pueblo lo que las pirámides a los faraones. Hacer ganchillo es buscar la inmortalidad a base de suspiros», leemos. En estas liturgias, Mendoza percibe una «mínima ambición de permanecer cuando nos hayamos ido».
Entre el pueblo y la ciudad no sólo quedó una frontera de caminos y polvo, también se instaló una suerte de menosprecio. Los pueblos durante muchos años hicieron suyo un complejo de inferioridad que en principio, al menos eso parece, provenía de las capitales. Las lenguas importaban mucho en esta división: «Se les hacía creer que si no hablaban la lengua normativa eran paletos, tontos… lo llamaban charrar pueblo, decían que estaba mal y no daban más explicaciones. Se han ido apagando infinidad de dialectos de cuya existencia apenas sabemos nada».
Ángel Luis, último vecino de la aldea de Espierba en Huesca, está contrarrestando del agravio. Cuando el pastoreo y las tareas del campo le dejan, elabora un diccionario de belsetán, uno de esos dialectos que fueron desapareciendo al considerarse paletos. Se ocupa en ello desde hace 40 años. Ángel Luis cuenta en el libro: «Metiéndose el castellano en las clases más cultas crean como un espejo y la gente dice: si los duques y los condes y los médicos hablan esto, al final habrá que hacerlo».
Quién te cerrará los ojos nace de la misma vocación de rescate. Al terminar su lectura, para los muchos que tenemos ancestros de pueblo, queda una melancolía reparadora, una tristeza agradecida: la sensación de que nos han concedido esa última tarde con nuestro abuelo y acaba de anochecer.