Retrato del homo hispánico ante un partido de la selección

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El hombre español muestra su faceta más esperpéntica cuando mira un partido de la selección de fútbol; la naturalidad con la que resbala hacia la degradación hace pensar en algún tipo de rotura en la cadena del ADN. El fenómeno sólo es observable por los ojos de aquellos a los que les importa tan poco el fútbol como el estado de las plantaciones de kiwis.

Vale cualquier bar o cafetería. Una hora antes del encuentro aparecen las primeras camisetas rojas homologadas. Un ciego las identificaría porque huelen a una mezcla de plástico húmedo y sudor viejo, reserva del mundial de Sudáfrica. Antes de que el árbitro indique el inicio del partido, el homo hispánico intenta mantener la compostura.

Sin embargo, se le percibe la impaciencia. Pide cerveza, se ríe de cualquier cosa, revisa el aforo del local: que esté lleno le pone una sonrisa esperanzada. Debe haber algún tipo de superstición al respecto. El español futbolero no es lo mismo que el macho ibérico clásico, aunque, con el juego avanzado, puede ser equivalente.

Por ejemplo, el viento millennial también sopla entre los hinchas y les insufla posmodernidad y paloselfis, lo cual parece distanciarlos del género cavernícola. No obstante, la demencia se instala por igual en ellos a partir del minuto diez.

En los partidos de la selección, al despiporre neuronal no se opone ninguna barrera de contención porque no hay hinchas del equipo contrario. Los espectadores enloquecen sin miedo a que sus voceríos e insultos se le vuelvan en contra si los suyos fracasan. Aquí todos reman a favor, y esto genera una atmósfera orgiástica de consecuencias incalculables.

Irrumpen hordas en las cafeterías, descomponen el mapa de mesas y sillas, violan sin preocupación la tranquilidad de los presentes, te toman por uno de ellos, no preguntan, se sientan en tus rodillas, olfatean tu café, le echan whisky y se lo beben. Manu Carreño y Camacho, con técnicas subliminales, conceden a todos los seguidores de la selección una especie de derecho de pernada.

El homo hispánico traga cerveza maquinalmente porque cree que, así, los jugadores lo oirán desde Francia cuando empiece a gritarle a la pantalla. Uno no grita a un televisor para nada, eso sería hacer el ridículo.

Un importante nivel de esperma reprimido explicaría el abandono de toda racionalidad. «A veces no se gana con buen fútbol, sino con cojones», dijo Jordi Alba, poeta de La Roja. Y los buenos aficionados siguen el partido siempre con los huevos en la mano. Incluso, en determinados momentos, puede observarse cómo se les suben a la boca. Ocurre, por ejemplo, cuando hay un jugador negro en el equipo contrario y se vocean cosas como «mono» o «negro de mierda»: ahí se oye una ronquera que revela que los testículos han tomado el control de la garganta y que ya van camino del cerebro.

Lo de que la violencia en el fútbol representa un fenómeno aislado no encaja con la realidad. Los aficionados piden que se le corte la cabeza al árbitro o que se le parta la pierna a la estrella de la selección contraria. Lo hacen retorciéndose en la silla, a veces meten un puntito de humor para disimular la saña, aunque al mismo tiempo apalean el aire y convulsionan.

Si un balón impacta en el larguero o si se falla un penalti, el rostro humano demuestra una plasticidad extrema y crea la fealdad más brutal que pueda verse en nuestra especie. Lo que parece un simple «¡uuuy!», mirado con frialdad, es una mezcla de resoplidos, escupitajos, barbillas arrugadas, ceños descompuestos, gruñidos paleolíticos y brazos dislocados.

Para calmar la furia y relativizar los errores de la selección, se distribuyen por los bares unos individuos muy diestros en el uso de la jerga deportiva. Se dedican a analizar el partido en voz alta, aportando ciencia. Vigilan de reojo a ver quién los mira y quién no. Usan expresiones como «han salido a ganar», «tiene gol», «sí, sí, hoy quieren jugar al fútbol». Han estudiado de arriba abajo ese diccionario de obviedades engoladas que usan los comentaristas para que nadie se dé cuenta de lo absurdo de este deporte.

Porque, durante una eurocopa o un mundial, la hipérbole lo baña todo, los adjetivos que no sirven para coronar la pasión roja se desechan inmediatamente. Los medios se aplican en inventar una mitología del heroísmo del espectador con el objetivo de engañar al público y hacerle creer que contribuyen en algo a una hipotética victoria y que, con ella, les cambiará la vida. Se impulsa la necedad, se ensalzan supersticiones y los españoles van por la calle, ansiosos, cogiéndose de la pechera unos a otros, como hace años, preocupados por lo que vaya a decir un pulpo.

Los aficionados se fanatizan, y si desgraciadamente se van ganando partidos, caen en un entusiasmo totalitario que convierte cualquier intento de abstracción o de hablar de otras cosas en un delito de alta traición. Les embarga una alegría evangélica: cualquier desconocido te mira y te saluda a mano batiente y con los ojos extasiados.

Sin embargo, los que reniegan del fútbol deben ir con cuidado. La presión social difusa tiende emboscadas y, de pronto, si aguantas hasta la segunda parte de uno de los partidos, quizás tengas que salir del bar para sentir el silencio, respirar un poco y reprimir las ganas de coger el coche para ir a partirle las piernas al árbitro personalmente.

Esteban Ordóñez Chillarón

Periodista en 'Yorokobu', 'CTXT', 'Ling' y 'Altaïr', entre otros. Caricaturista literario, cronista judicial. Le gustaría escribir como la sien derecha de Ignacio Aldecoa.

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