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Creatividad

«Lola Flores tendría loco al Spotify»

Partamos de una premisa irreductible: a Lola Flores no se le puede coger el testigo porque se fue a la tumba con él. La Faraona, convengamos antes de prestarnos al fácil ejercicio de la fantasía, era un icono insustituible. Sin embargo, como todo tótem, la tribu sigue acudiendo a él buscando un modelo, una respuesta o un simple soplo de inspiración. Y en eso, dejémoslo también claro, era como el ventilador que su marido y otros colegas rumberos activaban a través de la guitarra: esparcía su arte por aire, compás y tierra.

Así lo demostraron sus vástagos, representantes literales de esos huérfanos de Lola Flores a los que la faraona dejó el 16 de mayo de 1995, tras 72 años de vida. Antonio, Lolita y Rosario heredaron ese embrujo, siguiendo los pasos de un matrimonio que se complementaba con Antonio González el Pescaílla. Los tres continuaron la saga y adoptaron el apellido materno como pasaporte artístico. Sin embargo, ninguno quiso cargar jamás con la responsabilidad de suplirla. Al contrario: han preferido labrarse una carrera fuera de los holgados esquemas que manejaba ella en la copla o el flamenco.

Ha habido otros, eso sí. Ha habido decenas de aspirantes que han suspirado por robarle el cetro. Y como ya avisábamos, no lo han logrado. Pero han sabido resignarse, adivinándose incomparables ante semejante coloso. Se han conformado con la mera pleitesía y con acercarnos su espíritu desde diferentes disciplinas. Ahí están, por nombrar a la hornada más actual, Rosario la Tremendita, Eva Yerbabuena, Silvia Pérez Cruz, Nita (cantante de Fuel Fandango), María Peláe, María José Llergo, la Mala Rodríguez, Nathy Peluso o el tándem de oro actual: C. Tangana y Rosalía.

Todos aparecen en el documental Lola, de Movistar+, reconociendo su influjo. Rememoran a su modo el calambrazo que la Faraona les suministró en distintas facetas vitales y profesionales. La Mala Rodríguez alaba, por ejemplo, esa costumbre suya de no callar. «Era una tía que decía lo que quería, y me mola», señala. Rosalía asegura tener grandes lagunas sobre este emblema español: «Cuando creo que sé algo de Lola Flores, viene alguien y me sorprende con una nueva anécdota. ¡Ah, claro, es que aún no tengo ni idea!», resopla. O María José Llergo, que confiesa: «Si busco poderío, pongo a Lola». Y esto sentencia C. Tangana: «Se conoce eso de “ni canta ni baila”. Bueno, pues cantaba mejor que muchos de nosotros. A mí sí que se me puede aplicar eso, que no canto ni mierda; y bailar, mucho menos».

Tangana, sin embargo, se ha atrevido a introducir estrofas de Cómo quieres que te quiera, de Rosario, entre los sintetizadores de uno de sus temas. O a versionar con vibraciones de son cubano el clásico Lola, del Pescaílla. Y María Peláe puede presumir de ser de las pocas suicidas que se ha arremangado el traje para defender Cómo me las maravillaría yo, ese indescriptible trabalenguas más próximo al rap que a las castañuelas. También es cierto que, independientemente de sus interpretaciones sin igual, transmitió a generaciones venideras el patrimonio más tradicional con temas perennes como A tu vera o Pena, penita, pena, escritos por los maestros Quintero, León y Quiroga. Porque, como dice Eva Yerbabuena en el citado documental, «Lola Flores tendría loco al Spotify».

Lidia García, historiadora del arte y autora del pódcast ¡Ay, campaneras!, nos resume esa incapacidad de absorber todo su poderío: «Hablar del legado de Lola Flores es precisamente hablar del legado multiforme que fue ella». La recordamos, analiza, por su papel de estrella de la copla en películas como Embrujo o por la imagen más aflamencada de las décadas de los 40 y 50, pero también por aquella Lola de los 70 que «se reinventa». «Y en el imaginario colectivo se mantiene la de los años 90, cuando está muy presente en la televisión», añade. «Más allá de esa parte artística, participa en la esfera pública. Concede entrevistas donde nos regalaba estas frases clásicas que se repiten a menudo. Por eso, su calado en la cultura popular tiene que ver con todas esas capas de su estrellato», concluye. 

Y eso, obviamente, es difícil de replicar. Ni siquiera convirtiéndote en una motomami que transita del reguetón al jazz mientras chasquea un intraducible «tratrá». «Lola Flores es uno de esos casos excepcionales donde se entrelaza, además de música, flamenco y copla, una parte muy significativa de la historia y la memoria sentimental de nuestro país: satisface todo un sistema de emociones, imágenes, voces y sonidos que, gracias a la gran repercusión mediática del personaje, ayudan a construir un inequívoco imaginario y una cierta autoiconografía identitaria de España», amplía Alberto Romero en su libro Lola Flores, cultura popular, memoria sentimental e historia del espectáculo

En ella reside, además, un rasgo muy típico de nuestro país: fue un fenómeno que, ligado a una época sombría, se dejó al margen en ciertos círculos. Como a tantas otras mujeres que expandieron el folclore nacional durante la dictadura, se le colgó la etiqueta de adepta al régimen. «El centenario ha contribuido a darle ese espacio que merecía. Soy muy optimista y creo que cada vez sabemos más de ella, que ha permeado más en el mainstream no solo por esa figura icónica que aparecía en la televisión de los años 90 y registramos en nuestra infancia, sino como artista que sobresalió de la manera que la recordamos. Es inmensa», remarca Lidia García.

«Quedó atrás esa imagen vinculada al franquismo. Ella era el atractivo español, la que quería todo el mundo. Aparte, su legado es su forma de interpretar en el escenario. Era un conjunto. Era garra, fuerza, temperamento», apoya Sete González, dibujante y creador de una biografía ilustrada. «Y se la consideraba una mujer muy empoderada. Ahora que se usa mucho el verbo, se la valora más. Se comía el mundo y tenía ganas de exportar su arte y poner España en el mapa», añade González, que ve cómo, con esa reverencia implícita de los músicos contemporáneos, «se cierra un círculo». «Las equiparaciones son odiosas y ella era un portento», sentencia.

No cree Lidia García que se haya tomado el testigo. «Justamente, Lola Flores permanece tan viva no solo por esa multiplicidad del retrato, sino por su singularidad tanto de personaje público como de artista», defiende. Recoger su esencia, alega la historiadora con miedo de que suene a tópico, «es verdaderamente imposible»: «Era una y nada más. Incluso artistas con las que se le compara dicen que les resulta un halago, pero les comporta cierta incomodidad porque son conscientes de ese carácter». Hay intentos de relevo, pero ni mezclando a C. Tangana, Rosalía, Peláe, Llergo o Peluso saldría un guiso tan genuino. Ya lo repetía su hermana Carmen y lo adelantábamos al principio, sin llevar a engaño: «Como ella no va a haber ninguna». 

 

 

Por Ximena Arnau

Ximena es redactora de Yorokobu y Ling

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