Los psicólogos evolucionistas llevan décadas cuestionando y a veces derribando con éxito muchas de las supuestas verdades que configuran el debate público. Utilizan, básicamente, el ácido de sus experimentos y las ideas de Darwin o Mendel para dejarnos en evidencia una y otra vez. Los más convencidos de la superioridad de sus ideas, y los más militantes, son sus víctimas favoritas.
Entre los grandes expertos de esta escuela destacan, sin duda, Steven Pinker (Harvard) o Jonathan Haidt (Universidad de Nueva York). Haidt publicó en 2012 un libro memorable, The Righteous Mind, que explica el origen de nuestras creencias políticas, nuestra obsesión con convencer al resto y el muro de incomprensión que separa a los más conservadores y progresistas por un lado, y a los individualistas y los comunitarios por otro.
La primera, en la frente. Para Haidt, el ser humano no es un animal racional, sino un animal intuitivo que utiliza la razón para persuadir y justificarse moralmente ante los demás. En contra de lo que pensamos, los valores morales no se pueden atribuir por entero ni a la educación, ni a la familia, ni a la sociedad.
De hecho, como ha acreditado la investigadora Kiley Hamlin, de la Universidad de la Columbia Británica, en estudios sucesivos, los bebés de seis y diez meses ya son capaces de juzgar de forma positiva comportamientos socialmente aceptables como, por ejemplo, ayudar a los demás. No somos un folio en blanco sobre el que pueda escribirse cualquier cosa y, por eso, ni la educación ni los padres determinan la identidad de sus hijos.
Observar qué es lo que sucede en el cerebro de un adulto antes de emitir un juicio también es toda una cura de humildad. Lo primero que ocurre es que evalúa al instante si algo o alguien le gusta o no, con independencia de cualquier reflexión, y luego se dedica a justificarlo. Le importan, casi siempre, las apariencias y punto, porque fueron las apariencias de peligro y las reacciones rápidas las que nos salvaron el pellejo sobre todo en la jungla y las cavernas, pero también después. Prueba a buscar la verdad profunda cuando están a punto de atropellarte.
Los ejemplos ofrecen distintos grados de diversión. Así Jamie Morris, de la Universidad de Virginia, ha demostrado que los conservadores y progresistas más militantes se cortocircuitan cuando ven palabras que asocian con sus adversarios junto a otras que les agradan como amor, compasión, coraje o niños. Es que no soportan que ocupen el mismo espacio. The Righteous Mind recuerda que son adictos, literalmente, a la dopamina que genera en sus cerebros la confirmación de sus prejuicios. Obviamente, son adictos por amor a la verdad, justicia y el bien común. Y para salvarnos la vida, claro.
Idiotez infinita
Pero hay más. En otro experimento, Alex Todorov, de Princeton, enseña que uno de los mejores predictores del éxito electoral de un político es, lisa y llanamente, que nos parezca competente la primera vez que lo vemos. Cuánto daño hizo Kennedy. El psicólogo Alex Jordan se aseguró de entrevistar a decenas de personas al lado de una papelera asquerosa y comprobó que sus juicios sobre los mismos temas eran bastante más duros cuando olía de pena. Esperemos que si un tribunal tiene que decidir sobre la pena muerte, la sala, por lo menos, esté bien ventilada.
Ni siquiera la vieja máxima de «una persona, un voto queda» totalmente en pie cuando se estudia cómo elegimos las papeletas que metemos en la urna. Haidt apunta en su libro una verdad que ya nos temíamos: casi nadie vota de forma individual. Votamos en grupo y teniendo en cuenta, sobre todo, cómo puede afectar el resultado electoral a ese con el que más nos identificamos. Para favorecerlo, los votantes están dispuestos a dañar sus propios intereses, los de sus hijos y, por supuesto, también los de la sociedad en su conjunto.
Así se entiende mejor la solidez de bloques como la izquierda o la derecha, dos conceptos tan vacíos, ambiguos, ramplones y elásticos que Gustavo Bueno los llamó mitos, o la incomprensible fidelidad de algunos votantes a las siglas de un partido con independencia de los delitos que cometan sus líderes. Es un sentido de la lealtad que premia, o deja sin castigo, la mentira, la corrupción o la incompetencia.
Justamente, dónde pongamos la idea del colectivo o la comunidad se vuelve crucial a la hora de sentir que unos valores son más correctos que otros. La mayor parte de las sociedades del mundo, y una porción significativa también en los países desarrollados, sitúa a la sociedad o el grupo por encima del individuo, mientras que el resto hace lo contrario. Las conclusiones a las que llegan unos y otros, lógicamente, son tan distintas como sus puntos de partida.
Los que priorizan al individuo, advierte Haidt, viven en un universo de objetos y sujetos separados. Para analizar un comportamiento y decidir si es malo o bueno, dan una importancia primordial a que haya o no haya hecho daño a alguien. Aunque no les guste, lo pueden tolerar si creen que nadie ha salido perjudicado.
A los que priorizan la comunidad les preocupa, sobre todo, el nudo de relaciones que envuelve y da sentido para ellos a cualquier comportamiento individual. Por eso, son capaces de condenar o castigar un comportamiento que no haga daño a nadie, pero que les parezca injusto, desleal, degradante o subversivo. Va contra las reglas que la sociedad se dio y, por lo tanto, no debería salir impune.
Evidentemente, no son categorías ni puras ni rígidas. No hay nadie que sea solo comunitario o solo individualista o que lo tenga que ser para siempre. Los comunitarios valorarán todavía peor a quien rompa las reglas y además haga daño a otros. Los individualistas aprecian las relaciones sociales, la equidad o la lealtad y les pueden molestar la degradación o el desprecio a las leyes, aunque estén dispuestos a aceptar que alguien quebrante las reglas colectivas si creen que no hace daño a nadie.
Estos dos hemisferios conviven en el corazón de nuestra sociedad. A veces los confundimos con el mundo rural y el mundo urbano, con los ganadores y perdedores de la globalización, con los tradicionales y los modernos, con la gente sensata y los títeres del populismo. Durante lo peor de la crisis se intentó dividir Europa entre estados serios y PIIGS, un acrónimo que despreciaba a algunos de los países más comunitarios del continente –Portugal, Irlanda, Italia, Grecia y España– y sugería que el origen de sus males era una cultura inferior.
The Righteous Mind es un libro para leer con los ojos abiertos, para discutir y pegarse con él, para reconciliarse con algunas de sus conclusiones, indignarse con otras y para echarse, siempre, las manos a la cabeza con la sociedad en la que vivimos. Lo mejor, sin duda, es que proporciona un placer bestial a quienes disfrutan de los argumentos inteligentes cuanto más les llevan la contraria. Jonathan Haidt es un digno rival.