La clave de la innovación es aportar un valor real y monetizable. Nuestra idea puede ser súper sexy pero si no resuelve un problema o una necesidad y si nadie es capaz de pagarnos por ella, no será nunca considerada como innovación. La búsqueda del impacto está dentro de su definición, y a cuantas más personas impactemos, mucho mejor.
Vivimos momentos de alta incertidumbre. El cambio es constante y el sentido de innovar se hace casi omnipresente. Organizaciones, instituciones, gobiernos, ONGs… todos se encuentran ante la misma necesidad: diferenciarse y aportar nuevos modelos que rompan con las lógicas preestablecidas, aquellas que en la mayoría de los casos se han quedado obsoletas.
Todos lo vivimos en nuestro día a día, se habla mucho del cambio y de la rapidez con que se está dando. La tecnología está facilitando que hoy podamos hacer cosas que hace tan sólo unos años ni pensábamos. La innovación la podemos vivir a menudo entre nuestras propias manos, con cualquier app de moda, pero sería necesario reflexionar qué tipo de innovación estamos impulsando.
La desigualdad crece, los grandes problemas del mundo como la pobreza, la falta de energía, o incluso el tan sonado cambio climático, pasan muchas veces a un segundo plano, cuando en realidad deberían ser la razón por la que estuviéramos dispuestos a emprender una idea.
¿Qué legado más transformador que el que promueve, actúa y cree que cambiar el mundo es posible? ¿Qué razón más motivadora que formar parte de una generación generosa, que busca transformar de verdad y cuyo espíritu de superación no se mide en una cuenta de resultados sino en la capacidad de llegar a gente que realmente lo necesita?
Afortunadamente, las nuevas generaciones, testigos de estas grandes desigualdades, de estos desequilibrios tan visibles, del gran fraude que nos han vendido como sostenibilidad, se cuestionan los motivos y razones por las que apoyar y embarcarse en el desarrollo de nuevas ideas. Cada vez son más los emprendedores sociales que quieren innovar haciendo el bien, construyendo una sociedad más justa, más honesta y más social.
Lo interesante es que lo social viene cargado de oportunidades, de ventanas hasta ahora desconocidas, porque cuando vamos a entornos con escasez, a países en desarrollo, somos capaces de detectar necesidades que en los países ricos ni consideraríamos, precisamente porque la innovación se agudiza en entornos donde la limitación de recursos e infraestructuras es importante y donde existe un bajo poder adquisitivo.
Estas ideas, generalmente, son de mayor valor social y económico. Social, porque contemplan realidades ajenas en muchos casos pero claves si queremos avanzar como sociedad; y económicas, porque además de abordar necesidades de estos mercados emergentes, la mayoría de las veces son exportables a los países ricos, pudiendo ser comercializadas en ambos.
Podría ser el caso de aparatos médicos diseñados en África para poder funcionar con una gran autonomía, ante la falta de energía de estas regiones, y que ahora son utilizados en muchos hospitales de Estados Unidos por su precio accesible, diseño y versatilidad.
La innovación social, afortunadamente, será una realidad de nuestro modelo económico en los próximos años, haciéndose más visible debido al crecimiento de las iniciativas. Un estilo de innovación que respalda los hallazgos empíricos de Uri Neren y sus colegas, que hallaron en la escasez de recursos y los entornos restrictivos el común denominador de las mejores innovaciones, productos y patentes.