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El inevitable instinto protector

Lo habíamos hablado mucho. Ella hacía tiempo que quería, pero yo tenía miedo de la responsabilidad; más bien de la renuncia. Sabía hasta qué punto me condicionaría la vida y no estaba dispuesto a perder algunas cosas que me aportaban tanto. Las cervezas de los viernes con estos. Las horas seguidas de sueño. La libertad de ir al Fnac después del trabajo. Y un día tuvimos una discusión tan fuerte como ridícula y me asusté.
Quizá había llegado la hora de cuidar de algo más que nosotros. Algo que nos hiciera vencer nuestros egoísmos particulares y reforzara el vínculo que ya teníamos. Todo sucedió más rápido de lo que ninguno esperábamos, y de repente su cuerpo caliente descansaba entre nosotros con ojitos curiosos.
Me di cuenta de que esos tópicos sobre el repentino instinto protector eran reales. Ahora había alguien que me necesitaba más que estos; y no me daba pena renunciar a las cañas para estar con él. Verle a diario era la experiencia más alucinante. Comprobar lo rápido que crecía. Cómo cada vez prestaba más atención a lo que le rodeaba e interactuaba con nosotros.
Las infinitas dudas que habíamos tenido con su nombre, en parte por presión familiar y en parte por deformación profesional, se disiparon: no podría haberse llamado de otra forma. Y nosotros se lo repetíamos cientos de veces en voz baja, para que se acostumbrara a oírlo. Hasta que giraba su cabecita para escrutarnos con esos preciosos iris marrones.
Por supuesto, no siempre fue un camino de rosas. Hay veces que echábamos de menos algo de intimidad. Pero nos agobiaba que se sintiera solo si lo dejábamos fuera de la habitación, y cualquier cosa menos generarle cualquier tipo de angustia al pequeño. ¿Y si sentía miedo y el miedo lo acompañaba toda su vida? Queríamos que fuese valiente y cariñoso; inteligente y responsable. Que se sintiera orgulloso de quien lo había criado. Que quisiera siempre acompañarnos a todas partes. Aunque la primera vez que lo subimos a un coche vomitó en el asiento de atrás.
Íbamos a ver a los padres de mi mujer, que estaban encaprichados con el pequeño y nos pedían ejercer de tutores siempre que podían. Nosotros estábamos encantados, la verdad, porque se notaba en sus lecciones de paciencia la experiencia previa que tenían.
No me gustó que mi suegro le diese un bofetón cuando le mordió sin querer, pero lo cierto es que empezó a tener más cuidado con los dientes. Debían dolerle mucho porque le estaban saliendo los de verdad. Una vez me encontré uno de sus colmillos de leche mientras limpiaba, y lo guardé en la cajita de sus recuerdos. En ella habíamos guardado también su primera mantita y el biberón original.
Ahora tenía un cojín gigante para él solo con el que fornicaba cuando terminaba de comer. Buscamos en Google si era normal ese instinto sexual tan temprano, y leímos tres resultados de 435.000 y los tres decían que sí. Supongo que si esta conducta va a más lo terminaremos castrando. Dicen que rebaja sus niveles de agresividad y nos ahorraríamos el susto de que dejase embarazada a alguna perra. Aunque ahora mismo hay un boom de cachorros en el barrio. El otro día, una tendera nos dijo que las parejas jóvenes tenemos perros en vez de hijos.

Por Néstor Gándara

Vive de escribir y pensar cosas para venderlas. Así que odia la idea de venderse también a sí mismo. Pero decidir no hacerlo es la mejor forma de que le compren. No puede huir. No tiene escapatoria.

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