Irene Vallejo asegura que «no habría sospechado ni remotamente» que El infinito en un junco (Siruela, 2019), publicado pocos meses antes de que la pandemia estallara en España, se convertiría en el fenómeno que es actualmente. Se trata de un ensayo de cuatrocientas páginas cuyo subtítulo es La invención de los libros en el mundo antiguo. A priori, nada demasiado comercial. Pero la magia ocurre en el sector editorial, y en pocos meses Twitter empezó a piar su nombre con fuerza.
Lo recomendaban eruditos y lectores llanos. Vargas Llosa lo define como «una crónica simpática, agradable, nada pretenciosa, explicando a la maravilla qué es la lectura y los inmensos beneficios que ella nos depara». Se ha hecho con varios premios literarios, entre ellos el Premio Nacional de Ensayo 2020. Lleva más de 150.000 ejemplares vendidos y ha sido traducido a 30 idiomas.
Quien lo lee entiende el porqué de esa acogida. No encuentra en sus páginas un lenguaje académico ni cifras abstractas, sino historias, anécdotas, cuentos. Su escritura bebe del rigor de su etapa académica y del estilo literario impregnado de bellos recursos de su producción previa. En su época como docente aprendió a despertar el interés de las audiencias: se dio cuenta de que los alumnos que no estudiaban recordaban mejor las historias y las anécdotas.
En esta entrevista habla de su proceso creativo, de su ensayo sobre la historia de la lectura y de la importancia de la conciliación laboral, entre otros temas.
Empecé escribiendo todo a mano pero, claro, la herramienta de contar palabras es muy útil cuando tienes caracteres limitados, como ocurre en el caso de las colaboraciones periodísticas.
Con la literatura intento conservar un poco la sensación de contacto con el papel, de ir dibujando las letras. Me hace sentir esa dimensión en la que la mente y la mano se conectan. En las primeras versiones voy lenta; no me importa. Es un proceso de modelar manualmente las palabras y me gusta esa sensación. Son movimientos que aportan mucha más serenidad y concentración que las pantallas.
Por mi situación personal complicada de la última década [su padre tuvo una enfermedad grave y su hijo necesita dedicación especial], he tenido que acostumbrarme a escribir en unas condiciones que no son en absoluto fáciles, y aprovechando cada momento libre, luchando contra el cansancio y acomodándome al lugar en el que estoy y al tiempo del que dispongo.
Constantemente tengo ideas en la cabeza y aprovecho cualquier momento para escribir, para elaborar. No me puedo permitir tener rituales de lectura y escritura. Menos aún con el confinamiento, cuando tenía a mi hijo en casa veinticuatro horas y tenía que conseguir entretenerle y trabajar de noche. He intentado desarrollar una capacidad de concentración que no dependa de las circunstancias.
Sé que una buena idea puede suceder en cualquier parte del proceso y no me obsesiono con eso. Intento dar muchas vueltas a cada parte del libro. Reescribir y reescribir, elaborar muchísimo las ideas. Me fijo en la lingüística, en que suene bien, que tenga una determinada melodía. A veces he puesto cosas que el oído me dice que no suenan bien, que interrumpen un libro, que no tienen fluidez, que se atascan. Hago una revisión melódica. Trabajo, retoco, detecto repeticiones, intento decirlo con otros términos…
Hay días que se trabaja mejor y otros peor. Los momentos aparentemente frustrantes, de no conseguir lo que quieres, forman parte del proceso creativo. Para que existan los momentos fluidos, esos en los que las ideas corren y dices exactamente lo que pensabas, tiene que haber esos momentos aparentemente muertos, de tropezar contra paredes de sentido y expresión. Intento no frustrarme cuando las cosas no salen. Pero un día de no escribir nada en absoluto, eso del escritor incapaz de escribir que asusta tanto en las películas, no me ha pasado hasta ahora.
Para el ensayo había ido recogiendo durante muchos años anécdotas que me interesaban. Tomé apuntes de historias, de textos… todo lo que tenía relación con la lectura y los libros. Había sido el tema de mi tesis. En los artículos incluyo libros, historias, películas o series que a mí me han impactado. Es una recomendación que das a los lectores.
Mi cabeza está siempre funcionando, y cada vez que se me ocurre una idea o conexión, me la apunto como tema posible para un artículo. Es diferente en cada colaboración: las de El País las entrego dos semanas antes, por lo que pienso en temas más generales, intergeneracionales, sociales… Para las semanales conecto un tema de actualidad con una idea del pasado. En La mañana descalza (Olifante, 2018) colaboré con una poeta, Inés Ramón: yo escribía y ella respondía. El proceso se adapta a lo que pide el formato. Eso es lo apasionante: siempre trabajo en varias escalas a la vez. Lo bueno es que, si te atascas en una, tienes otras cosas que hacer. Lo dejas, descansas, sales a otra cosa y te reencuentras.
Empecé en la universidad, con el trabajo de investigación académica y otras publicaciones. Cerré esa vía y salté a las colaboraciones periodísticas, lo cual fue un desafío: pasé de un tipo de comunicación dirigida a especialistas a otra en la que no puedes suponer al público conocimientos previos. Aprendí muchísimo del periodismo por eso.
Por otro lado, yo he estado escribiendo fundamentalmente ficción hasta ahora. En la literatura es muy importante el lenguaje, el ritmo, las imágenes, las metáforas… Intento tomar lo mejor de cada una de estas fases: de la universidad la investigación, del periodismo la divulgación y de la literatura el manejo tan complejo de la herramienta del lenguaje. Intento que los artículos sean muy literarios y los ensayos tengan una dimensión periodística para que cualquier lector pueda acercarse a ellos. Intento que todo confluya en cada texto que escribo.
[pullquote]Intento tomar lo mejor de cada una de estas fases: de la universidad la investigación, del periodismo la divulgación y de la literatura el manejo tan complejo de la herramienta del lenguaje[/pullquote]
Reivindico los conocimientos clásicos como medio de entender y comprender mejor el presente. Esa parte de reivindicación es la que gusta a los profesionales, académicos y profesores. Insisto en que aquello a lo que se dedican es importante para la sociedad en general. Intento acercar todo eso a aquellos que nunca se han interesado por los clásicos, llevarlos a darse cuenta de que tiene que ver con su día a día, con las relaciones familiares… Tiene una dimensión antropológica, histórica y sociológica: la historia determina lo que somos hoy.
Para mí es misterioso cómo ha sucedido. Si vas a la librería, ves un libro de cuatrocientas páginas que habla sobre el origen de los libros en el mundo antiguo… Pensaba que eso podía ser un poco disuasorio. Es cierto que en la redacción del libro había intentado hacer un ensayo de aventuras.
En los años que di clase, los alumnos que no han estudiado, que se presentan al examen solo con lo que se les ha quedado de las clases, me decían mucho sobre el proceso de aprendizaje. Me di cuenta de lo que se les había quedado grabado de las clases, lo que más les había impresionado: tendían a recordar siempre las historias. En las clases damos mucha importancia al contenido abstracto; las historias y las anécdotas son casi una propina, se las das después para que se relajen. Pero resulta que esas historias son las que mejor recuerdan. Tienen una capacidad de permanecer en la memoria que no tienen las ideas abstractas. Eso es muy bonito desde el punto de vista narrativo.
Desde siempre, la humanidad ha transmitido conocimiento a través de las historias: las fábulas, la Ilíada y la Odisea (que eran como enciclopedias sobre cómo se manejan las armas, cómo se navega en barco, cómo tienes que comportarte con tus amigos, temas de agricultura, juramentos…). Todas las historias tienen un trasfondo de conocimiento.
Dada esta efectiva capacidad de las historias para transmitir saber, tenemos que replantearnos cómo enseñar. Conseguir que el placer se alíe con las ideas que estamos tratando de transmitir, ya que las emociones hacen que recordemos mejor. Ese es el concepto de El infinito en un junco: contar un mosaico de historias con drama, con búsquedas, con inspiraciones, con hallazgos… con una galería de personajes que han transformado nuestra historia. Tratar de hibridar dos géneros y así conseguir lo que había comprobado en las clases.
Las historias no son ya ejemplos, son lo esencial. Están presentes todo el tiempo el placer, las emociones, la capacidad de que el lector se sienta identificado. Traté de hacer un ensayo que no fuera cerebral sino emocional.
A Sergio del Molino lo reconozco como un pionero en el género, aunque ha habido antes muchos libros inspiradores, ensayos con exigencia literaria. Lo hemos vivido muy de cerca aquí, en Zaragoza, con Las librerías, de Jorge Carrión, que hace un recorrido sentimental e histórico. El mundo anglosajón también lleva tiempo haciendo muy bien una divulgación más literaria que el ensayo al uso. Me impresiona cómo los especialistas se esfuerzan en hacer ese tipo de libro para llevar sus hallazgos a un público más amplio.
[pullquote]Reivindico los conocimientos clásicos como medio de entender y comprender mejor el presente[/pullquote]
Yo siempre he pensado que la literatura, e incluso el periodismo tal y como yo lo entiendo, tendrían que ser una especie de antídoto contra esa prisa. Que leer una columna o un artículo es una pausa, una reflexión. Que con un libro largo contrarrestas esa tendencia a cambiar el foco cada pocos segundos. Cuando lees una argumentación, trama o suceso, de algún modo te concentras en eso de principio a fin. Es un ejercicio para contrarrestar eso de saltar de una cosa a otra, a menudo sin pasar de la epidermis en la mayoría de ellas. La función de la literatura ahora es equilibrar esa tendencia.
En el siglo XIX se hacían larguísimas descripciones: tenían sentido porque la gente no podía viajar y los libros cumplían la función de enseñar una visión del mundo, los lugares, las ciudades… Ahora podemos ver películas y fotografías o viajar. Conocemos mejor el mundo en un sentido amplio. La literatura deja esa función. Ahora escribimos sabiendo que el lector consulta Google, no tenemos que ser tan explicativos. La literatura se va adaptando al tiempo y las necesidades del lector.
[pullquote] La literatura, e incluso el periodismo tal y como yo lo entiendo, tendrían que ser una especie de antídoto contra esa prisa. Leer una columna o un artículo es una pausa, una reflexión. Con un libro largo contrarrestas esa tendencia a cambiar el foco cada pocos segundos[/pullquote]
Hubo un momento en el que pensé que tenía que abandonar el trabajo literario porque para mí fue muy difícil la situación con dos periodos tan exigentes de cuidados sucesivos. Veía a mi lado muchas mujeres en centros de día o de rehabilitación que dejaban sus trabajos para cuidar de sus familiares. Yo seguía escribiendo, me aferraba a ello; pero cada vez me iba convenciendo más de que al final tendría que abandonar.
Los afectos son una dimensión muy importante de tu vida y no quieres renunciar a ellos. Es algo que está pasando a muchas mujeres: asimilan la carga de los cuidados. Yo veía que ese esquema se reproducía, que si alguien dejaba el trabajo para cuidar al niño no era el padre. Y no lo hacían por tradicionalismo, coinciden otras cosas: los hombres suelen tener mejores salarios y se sacrifica el más bajo. Tenemos un problema social: no se dan facilidades al cuidado y nos acercamos a una población cada vez más envejecida. Ahora estamos en una situación [por la pandemia] en la que se ha convertido en un tema social, es la ocasión de hablar y reflexionar sobre el tema.
Yo me siento muy agradecida a todos los que han confiado en mí: editoriales, medios… Es muy importante que los que te dan trabajo apuesten por ti, aunque sepan tu situación personal; que confíen en que vas a encontrar los caminos. Haciendo ciertas adaptaciones y con flexibilidad, confían en que vas a poder cumplir tus tareas. Soy afortunada: otras veces, cuando alguien está en esta situación, piensan que ya no va a ser un trabajador valioso en su posición. Hace falta un cambio de mentalidad muy importante, que no se les ponga dificultades, sino todo lo contrario, flexibilidad.
También ha sido muy importante para mí el apoyo de la familia, tener gente alrededor que entendía que la literatura era una dimensión muy importante de mi vida, que me han amado, sustituido y dado respiro para que pudiera seguir escribiendo. Es muy importante la «habitación propia», pero también el entorno y el apoyo. Cuando ya estás cansado, no tienes fuerza para luchar si hay escepticismo e incomprensión alrededor.
Hacen falta soluciones más flexibles. Un ejemplo se da en el entorno universitario, donde lo que más miden son las publicaciones de los últimos tres o cuatro años. Si has desconectado porque has estado cuidando a alguien, no cuentan la trayectoria anterior. Debería existir la sensibilidad para entender que los cuidados son importantes y las personas no deben renunciar a sus salarios o a sus carreras por ellos. Es un coste enorme cuando lo que haces es dar un servicio, contribuir a la sociedad. Es importantísimo reivindicarlo.
Pienso en los griegos, en los poetas en la época arcaica. Hablaban muchas veces sobre este tema de la incertidumbre. La palabra efímero, en griego, no es tanto algo que es breve o que no dura mucho tiempo, que es el concepto de ahora, sino algo que está al albur del día, que depende de la mañana, que puede cambiar en cada jornada. Se refieren a una forma de vivir en la que no tenemos red. Eso ha sido siempre así: cada día nos puede cambiar la vida.
Creo que lo que hemos vivido en los últimos tiempos es un espejismo de certezas que no era real. Parecía que podíamos planificar la vida, que no nos iba a pasar nada, que éramos fuertes y autosuficientes… Y todo eso era una construcción ficticia. La realidad es que en cualquier momento todo podrá cambiar, tanto en la dimensión colectiva como en la personal. Somos efímeros en ese sentido.
Creo que hay una parte buena en ser conscientes de eso, en que la pandemia nos lo haya colocado debajo de los ojos, en mirar frente a frente a la posibilidad de que la vida se nos vuelva distinta. Esa parte buena es que quizá recuperemos el sentimiento de colectividad. Cuando eres más consciente de tus vulnerabilidades, entiendes la necesidad de la comunidad, que será la que te sostendrá si te pasa algo.
La única forma de sentirnos seguros es tener una comunidad fuerte, robusta; un sentimiento comunitario. Eso me parece bonito y práctico. Como dice Séneca y yo recogí en una de mis columnas, la sociedad es como una bóveda compuesta por piedras que se sujetan unas a otras. Si una falla, todas se caen. Tenemos que entender, sacar conclusiones y actuar ayudando y facilitando.
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