Iván era el más tonto de sus hermanos. O eso decían. La codicia y la maldad le asaltaban a cada paso que daba, pero no conseguían salpicarle. Para Tolstói, el protagonista de Iván el Tonto representaba todo lo que él defendía: la humildad, el rechazo a la opulencia y a la violencia.
El relato que escribió en 1885 formó parte del manual educativo que el escritor ruso creó para alfabetizar a los hijos de los campesinos, aquellos totalmente olvidados por la Rusia zarista.
La nueva edición de Iván el Tonto, publicada por Libros del Zorro Rojo, contiene los dibujos de Guillermo Decurge, más conocido como Decur. Las ilustraciones en los cuentos didácticos de Tolstói no son un asunto baladí. El autor de Guerra y paz entendía que en las primeras etapas del aprendizaje la imagen resulta esencial.
Según el investigador y doctor en Ciencias de la Educación Semion Filippovich Egorov, León Tolstói entendía que «para un niño, la imagen utilizada por el profesor conlleva un volumen de información mucho mayor que un razonamiento lógico».
A Decur ilustrar el cuento de uno de los grandes de la literatura universal le imponía. Aun así, el ilustrador argentino supo mantenerse fiel a su estilo, que él mismo define como «raro, deforme, tridimensional y con una fuerte carga emotiva».
Tampoco renunció a introducir algunos cambios respecto a anteriores ediciones. «En la mayoría se dibujaba a los tres diablillos que aparecen en el cuento como niños. Pero yo no quería ir por el mismo lado. Quería divertirme y jugar con las representaciones», explica.
En su lugar, prefirió que se asemejaran a «muñecos». Un recurso muy habitual en su portfolio. «Tolstói juega mucho con las representaciones. Y eso te permite crear tus propios muñecos».
LA EDUCACIÓN, SEGÚN LEV
León (o Lev) Tolstói comenzó a recopilar cuentos populares rusos y a escribir los suyos propios, como el de Iván el Tonto, en Yásnaia Poliana, la enorme finca familiar al sur de Tula (Rusia) en la que nació y se crió. A ella retornó en su madurez, tras haber participado en la Guerra de Crimea y haber vivido después una vida disoluta en San Petersburgo.
Con su regreso a la granja renunciaba al lujo y la frivolidad que caracterizó su vida en aquella ciudad. Volver con los que fueron sus siervos y con los hijos de estos consolidó su vocación pedagógica, que había empezado a prender años atrás. Una inquietud que le animó a viajar a Francia, Suiza, Inglaterra o Alemania para conocer el funcionamientos de las instituciones educativas de esos países.
Durante estos viajes, además, tuvo la ocasión de contactar y asistir a conferencias de educadores, filósofos y otros escritores interesados, como él, en la educación, entre ellos, Dickens.
Con todo lo recabado confeccionó un ideario, revolucionario para su época, pero en el que se recogían algunos postulados que Comenius expuso ya en el siglo XVII. El moldavo fue el primero en hablar de «educación para la paz», principal máxima de Tolstói. También en su concepción del saber como algo universal, que no debería restringirse a unas élites, Tolstói coincidía al 100%. Sin educación no había futuro posible para la nación: «La necesidad más esencial del pueblo ruso es la educación», aseguraba.
De ahí que decidiera fundar Yásnaia Poliana, una escuela a la que asistían cerca de medio centenar de alumnos. La mayoría, hijos de los campesinos que trabajaban en su propiedad. Su metodología, en las antípodas de lo que marcaba la tradición rusa, provocó mas de una inspección y críticas por parte de las autoridades del país.
NI CLASES NI DEBERES
Aquella Rusia de mediados del siglo XIX no estaba preparada para la vocación humanista del escritor. Ni para un modelo educativo basado en la libertad y en la democracia. Las reglas, las pocas que existían en la escuela, eran consensuadas por maestros y alumnos. Estos ni siquiera estaban obligados a asistir a clase.
Ni a ser puntuales. «El resorte más eficaz es el del interés. Por eso considero la naturalidad y la libertad como la condición fundamental y como medida de la calidad de una enseñanza», explicó el escritor, según se recoge en el libro de Nicola Abbagnano y A. Visalberghi, Historia de la pedagogía.
En Yásnia Poliana no se mandaban deberes. Como explica Semion F. Egorov, la forma de impartir las materias era muy diferente a la que se daba en la escuela pública o en otras instituciones privadas que comenzaron a pulular en aquella época. Las clases magistrales tradicionales solían sustituirse aquí por conversaciones libres con los alumnos.
Tampoco había castigos, ni por suspender ni por mal comportamiento. «La exigencia de que se tratase con respeto la personalidad de los alumnos presuponía que estos, sin castigos ni coacción por parte de los adultos, debían convencerse paulatinamente de la necesidad de someterse al orden del que dependía el éxito de su aprendizaje», escribía al respecto Egorov.
Tolstói tampoco creía que la educación se tuviera que constreñir a las cuatro paredes del aula. Es más, prefería dar las clases en el jardín cuando el tiempo lo permitía. Un principio, el de estudiar al aire libre y en contacto con la naturaleza, que se convertiría décadas después en uno de los fundamentos para metodologías como las de Waldorf, Montessori o la propia Institución de Libre Enseñanza.
El escritor veía a sus alumnos como lo que eran: niños necesitados, entre otras muchas cosas, del saber. En el libro Historia de la pedagogía se recoge esta reflexión suya:
[pullquote]«Cuando entro en la escuela y veo esa multitud de niños flacos, sucios, harapientos, con sus ojos claros, y a veces con una expresión angelical, me siento alarmado, espantado, siento la sensación que se experimenta cuando vemos a alguien que se ahoga… Y lo que se está ahogando allí es lo más valioso, precisamente esa consciencia espiritual que se percibe nítidamente en los ojos de los niños» [/pullquote]
CUENTOS PARA ENSEÑAR
Según Egorov, el principal propósito tanto de Lev Tolstói como del resto de maestros de la escuela era estimular la independencia de los alumnos, así como su capacidad creativa.
«Pero lo que distinguía particularmente a la escuela de Yásnia Poliana fue la actitud con respecto a los conocimientos, las habilidades y las aptitudes que los niños adquirían fuera de la escuela (…). En el mundo circundante hay una cantidad inagotable de fuentes de información, pero los niños no siempre saben interpretarlas. La tarea de la escuela consiste en elevar las informaciones que recogen los alumnos en el mundo circundante a la esfera consciente».
Los resultados de esta forma de entender la educación sorprendían hasta a los propios maestros de la escuela. Uno de ellos, Evgueni Markov, llegó a escribir: «Observábamos los éxitos notables de los alumnos de Tolstói. Entre ellos había pequeños que venían del campo o de cuidar rebaños de ovejas y que en pocos meses de estudio ya podían escribir composiciones sin muchos errores de ortografía».
Una de las fórmulas más recurrentes a la hora de dar pautas a los alumnos para saber extraer conocimientos de su día a día eran los cuentos y fábulas. Egorov asegura que estos, incluso, eran habituales en las clases de matemáticas o física que Tolstói impartía a los niños más mayores de la escuela.
Cuentos como el de Iván el Tonto, basado en leyendas populares rusas, incluían, además, una lección moralizadora. O varias. La importancia del trabajo y el esfuerzo, el triunfo del bien sobre el mal o la inutilidad de la violencia son algunas de ellas.
Todo adornado con pinceladas para enmarcar los relatos en la Rusia del siglo XIX. En la edición del Libros del Zorro Rojo, de hecho, se ha optado por no occidentalizar el texto en la traducción para no perder ninguno de esos matices.
«El empleo de palabras como atrasamientos o adestrar, en lugar de los más modernas como atrasos o adiestrar, dan buena cuenta de esta marca arcaica que remite al ambiente estepario de la Rusia de aquella época», explican los editores.