Aunque el verano esté apuntando ya a su fin, siempre hay tiempo para un último chapuzón. Viene bien. Refresca, ayuda a encontrar la paz bajo el agua y, como explica el escritor y periodista James Nestor, baja automáticamente el ritmo cardíaco gracias a un don que los humanos conservan desde hace siglos: el reflejo mamífero de inmersión.
James Nestor es el autor de DEEP: Life, Death & Amphibious Humans at the Last Frontier on Earth, un libro en el que explica los hallazgos del investigador Per Scholander acerca de los cambios que sufren los seres humanos cuando se sumergen completamente bajo el agua.
En DEEP -y en Ideas.TED.com, donde encontramos la información- el periodista explica cómo la Ley de Boyle, que hasta que un intrépido militar italiano se lanzó al mar se tomaba como dogma, se iba al garete en el medio líquido. La Ley de Boyle, desarrollada por el físico Robert Boyle alrededor del año 1660, predice el comportamiento de los gases a diferentes presiones.
Según esta formulación, cuando el pionero del buceo libre Raimondo Bucher decidió tratar de batir un record de inmersión en el año 1949, todos los que supieron del reto le daban por muerto según lo que dictaba la Ley de Boyle. La apuesta de Bucher era simple. Si conseguía el reto, ganaba 50.000 liras. Si perdía, se ahogaba.
El oficial italiano se lanzó al agua en la costa de Capri, conteniendo la respiración, hasta una profundidad de 29 metros, algo que no había conseguido nadie nunca. A esa profundidad, se calzó un traje de buceo y subió a la superficie. Bucher no solo sobrevivió, sino que llegó a los 96 años muriendo en 2008.
Cuenta James Nestor que en el año 1962 y tras comprobar el comportamiento del metabolismo de las focas de Weddell bajo al agua, Per Scholander quiso ver si el metabolismo humano también variaba en un medio relativamente extraño para el hombre. El sueco reunió a un grupo de voluntarios, los cubrió de electrodos y midió el oxígeno en su sangre. Las focas aumentaban el oxigeno en su sangre cuanto más profundo buceaban y cuanto más larga era la inmersión. ¿Ocurriría lo mismo con los humanos?
El primer hallazgo del científico afincado en Estados Unidos fue definitivo. El agua provocaba una bajada inmediata del ritmo cardíaco de los voluntarios. Nestor sigue explicando en su libro. «A continuación, Scholander dijo a los voluntarios que aguantasen la respiración, se atasen a una gran variedad de equipos de fitness sumergida en el fondo del tanque, e hicieran un corto y vigoroso entrenamiento. En todos los casos, independientemente de la fuerza ejercida por los voluntarios, su ritmo cardíaco se desplomó aún más». Ocurría exactamente lo contrario a lo que ocurre cuando hacemos ejercicio al aire libre.
Per Scholander también observó que, en inmersión, la sangre de los voluntarios se desplazaba de las extremidades a los órganos vitales. De esa manera, órganos como el cerebro o el corazón recibían una dosis extra de oxígeno que servía para estar más tiempo bajo el agua. Así fue como Raimondo Bucher pudo alcanzar profundidades nunca antes conocidas venciendo a los efectos que la Ley de Boyle predecía. Sus pulmones recibían más sangre evitando de esa manera el colapso.
El investigador sueco observó también cómo este reflejo se activa sin necesidad de sumergirse completamente. Si la cara está bajo el agua, el reflejo mamífero de inmersión comienza a mostrar sus efectos. La única condición es que el agua esté más fría que el aire en el que nos encontramos. Como dice James Nestor, «la costumbre de mojar nuestra cara con agua fría no es un ritual vacío; provoca cambios físicos en nosotros».