Entre los 60 y los 80 no había mucha diferencia entre vivir en determinadas zonas del extrarradio madrileño o en un pueblo. En la periferia no se respiraba el ambiente urbano que bullía en el centro o en otros distritos más privilegiados. A cambio estos no tenían, ni de lejos, la capacidad de generar la conciencia de barrio que aquellas zonas fueron capaces de imprimir entre sus habitantes. Un sentimiento de pertenencia y orgullo de barrio que muchos siguen sintiendo aún, incluso aunque no vivan allí desde hace años.
Entre 1976 y 1980, el fotógrafo Javier Campano recorrió con su cámara muchos de estos lugares. Lo hacía a su manera, de forma silenciosa, sin llamar la atención, sin una ruta prestablecida, observando todo lo que caracterizaba aquellos paisajes y a las gentes que los habitaban. La gran mayoría eran inmigrantes procedentes de zonas rurales y sus familias, dispuestos a ganarse la vida en la capital con los trabajos que surgieran.
Campano comenzó por los barrios más cercanos al centro, como Chamartín o Lavapiés. Luego fue ampliando su marco de actuación cruzando los puentes que sobrevolaban la M-30 para llegar a Moratalaz. Para visitar otros ‘más lejanos’ como Vallecas u Orcasitas tenía que tomar autobuses que alcanzaban su destino a base de atravesar no pocas veces verdaderos lodazales.
El paisaje en la mayor parte de esta periferia solía estar enmarcado por grandes bloques de ladrillo que convivían a escasos metros de poblados de chabolas y casas bajas. Los inquilinos de estas, que soñaban con poder vivir en pisos como los de sus vecinos, habían ya comenzado a organizarse por aquellas fechas. Su propósito era encontrar soluciones que les permitiera salir de sus infraviviendas y acceder a una vivienda digna, y que ni los planes de urgencia ni las políticas de reordenamiento urbano del franquismo habían logrado encontrar. De hecho, en 1975 todavía había censadas en Madrid 30.000 chabolas, habitadas por más de 100.000 personas.
Las primeras asociaciones y movimientos vecinales que surgieron en Palomeras Bajas, Orcasitas o el Pozo del Tío Raimundo hicieron visibles sus reivindicaciones con lemas como «La ciudad es nuestra» o «Cambiar los barrios, cambiar la vida». En este contexto, Campano había creado en 1974, junto con los hermanos Rafael y Daniel Zarza y el también arquitecto y amigo Rafael Roca, un colectivo audiovisual con el nombre de Ojo Móvil. Durante cinco años, y con la colaboración de los arquitectos Leopoldo Izu y Jaime Navascués, desarrollaron de forma altruista todo tipo de acciones divulgativas sobre la situación de la periferia. Javier Campano era quien se encargaba de documentar todas estas iniciativas con sus fotos, aunque no quiso quedarse ahí. El fotógrafo siguió alimentando su archivo personal con fotos que mostraban la parte más humana de aquel problema urbanístico.
En la fotos de Campano no hay artificio. Solo se capta lo esencial. En sus imágenes no hay nada que distraiga la mirada. El fotógrafo descubre que, por lo general, las gentes de los barrios no tiene inconveniente en ser fotografiados en sus rutinas. Incluso se emociona con la dignidad que demuestran: «Era admirable ver que, contra viento y marea, la gente se adaptaba a lo que había y hacía uso de lo poco que tenía. Los niños jugando en el barro, los mayores plantando unas sillas al sol entre los cascotes, cultivando unas hortalizas en un pedazo de tierra en la entrada de su casa o criando patos y hasta cabras. Todo esto frente a la amenaza de los bloques gigantes de pisos que se estaban construyendo y que los iban arrinconando y amenazando con hacerlos desaparecer».
En su forma de fotografiar los elementos arquitectónicos resulta evidente la influencia que tanto en este trabajo como en el resto de su carrera tuvo su primer encargo en la profesión: retratar la arquitectura racionalista de Madrid para la exposición Racionalismo madrileño. Luis Lacasa 1920-39 (COAM, 1976). Aquella experiencia le marcaría especialmente a la hora de documentar la ciudad a través de juegos de formas y utilizando todo tipo de recursos en los que resultan evidente su interés por la geometría, la composición y el encuadre.
El uso del blanco y negro dotaría a todas estas escenas de una dimensión que navega entre lo irreal y lo poético, tal y como se recoge en uno de los textos de sala de la exposición. El propio autor describe en otro de ellos la sensación de estar viviendo en un mundo ficticio «A veces el panorama era imponente. Grandes páramos o bosques de bloques donde de pronto descubrías a una persona mínima caminando, como las figuritas de las maquetas. Me hacía pensar en aquellos paisajes vacíos que se ven en el cine de Antonioni o en las pinturas de Chirico, donde sientes la soledad y lo inhóspito del espacio».
‘Barrios. Madrid 1976-1980’ se expone hasta el 8 de septiembre en la antigua fábrica de El Aguila en Madrid.
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