Todos los días escuchamos quejas sobre la cantidad de tiempo dedicada al trabajo. El estrés es insoportable y, para colmo, las horas de oficina se han extendido a niveles sin precedentes en nuestra historia reciente. Pero, esperen. Ha llegado el momento de dejar de engañarnos.
Para empezar, la semana laboral de 40 horas y las vacaciones pagadas de 30 días al año se implantaron en España en 1983, lo que significa que la inmensa mayoría de los trabajadores hoy en activo se incorporaron al mercado laboral después de esa fecha. Ellos —todos nosotros en realidad— no vivieron la enorme transformación que supuso aquello y el crudo reemplazo de los larguísimos turnos de la industria y la agricultura por los del sector servicios. Por eso, se omiten las comparaciones con lo que vivieron sus padres y abuelos en el campo, las fábricas y el pequeño comercio. No es que no haya precedentes en la historia reciente, es que no los buscamos.
[pullquote]Puede que estemos más interconectados y que los trabajos exijan más implicación, formación y desgaste intelectual, pero no se puede decir que las jornadas sean más largas[/pullquote]
De todos modos, tampoco hace falta remontarse demasiado en el tiempo para observar que las jornadas se han reducido. Eso es lo que ocurrió, según un estudio de los profesores Michael Huberman y Chris Minns, entre 1980 y 2000 en diez de los catorce países desarrollados que analizaron. Las horas de oficina se mantuvieron estables en Canadá, aumentaron en Suecia y Estados Unidos, y en España cayeron casi un 8%. Puede que estemos más interconectados y que los trabajos exijan más implicación, formación y desgaste intelectual, pero no se puede decir que las jornadas sean más largas.
De hecho, las cifras de las jornadas en muchos países quizás estén infladas, como ocurre en Estados Unidos. Hace cuatro años, dos sociólogos, John P. Robinson y Jonathan Gershuny, tuvieron la perversa idea de comparar las horas de trabajo que hacemos todos los días con las que recordamos haber hecho. Las primeras las calcularon con los datos que les proporcionaron cientos de estadounidenses que apuntaban diariamente en sus cuadernos la duración de la jornada laboral que acababan de terminar. Las segundas las extrajeron de las respuestas de las personas a los institutos de estadística sobre el tiempo medio que recordaban haber pasado en la oficina todas las semanas.
De exageraciones y abuelos
Los desfases fueron considerables y alcanzaron de media 3,4 horas a la semana. Los que más exageraron sus jornadas —‘recordaron’ entre seis y diez horas de más— fueron los cuerpos de seguridad y la policía, los abogados, los médicos y los profesores que dan clase a menores de 12 años. Se demostró que los médicos y abogados estadounidenses, que suelen presumir de jornadas maratonianas de 80 horas semanales, no llegaban de media ni siquiera a la mitad. Robinson y Gershuny les pidieron con sorna que dejaran de mentir en los cócteles olvidando que los abogados pueden tener interés en inflar sus agendas porque facturan por horas.
España, por supuesto, también exagera. Una de las muestras más espectaculares tiene que ver con la implicación de los abuelos en la educación de los nietos. Se entiende que, si se vuelcan tanto, es porque sus hijos no dan abasto por culpa de los horarios de sus trabajos y los escasos recursos con los que cuentan para enviarlos a una guardería o contratar a un cuidador.
La cifra que más aparece en los medios son las siete horas que dedican uno de cada cuatro abuelos a sus nietos, según la última encuesta europea (Share). Lo que suele omitirse, sin embargo, es que el 25% de los que les destinan esas horas casi coincide con el 21% de los mayores que viven en casa de sus hijos, de acuerdo con los datos del Imserso. Tampoco se menciona que, según Share, España se encuentra por debajo de una media de 23 países europeos que incluyen a Rusia y Suiza, porque únicamente el 48% de los abuelos procura algún cuidado —aunque sea esporádico— a sus nietos.
[pullquote]Se demostró que los médicos y abogados estadounidenses, que suelen presumir de jornadas maratonianas de 80 horas semanales, no llegaban de media ni siquiera a la mitad[/pullquote]
Las grandes preguntas son por qué tantos millones de personas, dentro y fuera de Estados Unidos, sacan pecho por sacrificar toda su vida personal en el altar del dios trabajo y cuál es el motivo de que otros tantos tengan la percepción sincera de que sus jornadas son mucho más largas hasta el punto de que los medios que moldean la opinión pública están convencidos de que los abuelos han tenido que intervenir como auténticos bomberos. Los cuatro motivos más probables parecen el enorme prestigio asociado al trabajo duro, el impacto del estrés en la percepción del tiempo, dos curiosos efectivos psicológicos de nombre misterioso y lo que Jonathan Crary describió como el mundo del 24/7.
Ese mundo, según el pensador, «ha puesto a internet a trabajar a sus órdenes», porque «la Red es un lugar que no entiende el concepto del descanso» y «ahí las tiendas siempre están abiertas y la actividad vive en una especie de no tiempo». Las pantallas de nuestros móviles, siempre encendidas y expectantes, garantizan así una conectividad que trasciende y desprecia límites tradicionales como los de los horarios, las vacaciones, la oscuridad o el sueño. Si respondemos un correo electrónico de trabajo a las doce de la noche desde la cama, es imposible que no tengamos la sensación de que la jornada de trabajo se ha alargado.
La mente juega con nosotros
Los dos curiosos efectos psicológicos a los que nos referimos tienen nombres misteriosos, pero explican en parte por qué a los licenciados en filosofía les gusta ver telebasura por la noche. Se llaman carga cognitiva y agotamiento del ego. El primero se refiere a que nuestra capacidad de concentración y atención diaria es limitada y a que a veces sencillamente la consumimos entera (aunque lo intentemos, ya no podemos concentrarnos en otra actividad). El agotamiento del ego ocurre cuando no llegamos a ese límite, pero el esfuerzo de concentración ha sido lo suficientemente intenso como para quitarnos las ganas de concentrarnos otra vez (podríamos hacerlo, pero no nos apetece).
Precisamente porque los trabajos cada vez son más intelectuales y exigen más atención y capacidad de análisis, resulta más sencillo acabar el día mentalmente hecho polvo o sencillamente desmotivado. Así es por lo que podemos pensar (equivocadamente) que hemos trabajado más horas.
[pullquote]Necesitamos sentirnos ocupados y vivir desbordados de trabajo (o crearnos la ficción de que lo estamos) para no tener que enfrentarnos a la soledad[/pullquote]
Otra curiosa jugada de nuestra mente está relacionada con la percepción del tiempo. En mayo del año 2000, un equipo de psiquiatras liderado por Charles Morgan demostró que el estrés ralentiza la percepción del tiempo, porque, conforme aumenta la presión, liberamos más y más cantidad de un neurotransmisor llamado NPY, que es el que nos ayuda a no perder totalmente los estribos en situaciones extremas. La sensación de estrés en Estados Unidos ha aumentado un 18% para las mujeres y un 24% para los hombres entre 1983 y 2009 según un estudio de la Universidad Carnegie Mellon. Si la principal fuente de ansiedad está relacionada con el trabajo y ha ocurrido lo mismo en el resto del mundo desarrollado, no resulta extraño que a millones de personas las horas en la oficina se les hayan hecho mucho más largas de lo que son en realidad.
¿Y qué hay del enorme prestigio asociado al trabajo duro? Según la Fundación para la Salud Mental, en Reino Unido, «socializar e invertir tiempo en tejer relaciones sociales se considera menos importante que actividades productivas como el trabajo». Tener un empleo de horarios exigentes nos da un aura de dignidad y prestigio social que nunca nos reportaría decir que tenemos amigos o que hemos conocido gente nueva. Además, advierte la institución británica, en un entorno donde proliferan la soledad y el aislamiento mientras los viejos vínculos comunitarios se disuelven, la oficina se convierte en uno de los principales antídotos contra esa sensación de abandono.
En definitiva, necesitamos sentirnos ocupados y vivir desbordados de trabajo (o crearnos la ficción de que lo estamos) para no tener que enfrentarnos a la soledad, a la falta de conexión con los demás y a la dura tarea de reflexionar sobre quiénes somos realmente y hacia dónde dirigimos —o nos dirigen— nuestras vidas.