Su afición viene de lejos. Cuando era pequeño, José Luis de Pablos ya sacaba instantáneas de formato cuadrado con una Kodak. Luego, a los 15 o 16 años, se pasó a los rollos de 120 milímetros y empezó a retratar estampas familiares, algún detalle callejero, paisajes. El hobby se transformó en «algo más serio» en Lisboa: durante un viaje por Portugal, al borde de la mayoría de edad, se compró una Voigtländer. Una cámara clásica con la que ya pensaba cada disparo y que le empujó a trabajar en una tienda de un amigo.
Así, poco a poco, ese gusto por la fotografía se convirtió en oficio. Tanto de laboratorio, revelando negativos, como de testigo mudo tras una lente. De lo doméstico saltó a la calle, a lo social. José Luis de Pablos fue cuajando su pericia en manifestaciones o actos universitarios durante el final del franquismo. Hasta que se presentó en la redacción del diario Madrid y se ofreció como colaborador. Le cayeron encargos en la farándula, protestas multitudinarias y convocatorias oficiales.
Cambió de medio, terminó en la televisión pública y se jubiló atesorando pellizcos únicos de la historia de España. Ahora, a sus 76 años, le ronda una duda: ¿qué pasará con ese legado? Según cuenta, unos 2.000 negativos y más de 70.000 fotografías están en cajas, guardadas en una casa de El Escorial, en Madrid, sin un futuro concreto. El interrogante ha tenido cierto eco, y varias organizaciones se han puesto en contacto con él, pero no hay nada cerrado. Y sabe que un archivo así tiende a ser olvidado o desechado: ocupa mucho y no se le da visibilidad.
La pena por la deriva de esta enorme producción es la de un trabajador que encadena anécdotas de diversos puntos del planeta sin pestañear. Igual habla de cuando la policía franquista le perseguía en Madrid para incautarle su obra o de cuando le tomaban por un militar cubano en la guerra de Zaire. José Luis de Pablos ha vivido cambios de régimen, conflictos extranjeros, revoluciones e incluso éxodos que ahora, en perspectiva, conforman un relato épico.
Narración que comparte desde Tenerife, donde reside. Rememora en esta isla del archipiélago canario sus hazañas y sus incertidumbres. «Me crié en Colmenar de Oreja», adelanta, ubicando para el interlocutor esta localidad del sureste de la Comunidad de Madrid. «Al principio —dice— estaba más ligado a la prensa rosa, al cotilleo». De Pablos iba a las fiestas de postín, a discotecas o a celebraciones nocturnas y luego dejaba el carrete en el periódico, de madrugada. A veces, aclara, se las llevaba a casa, las revelaba y se levantaba al rato para entregar una selección.
«Por eso he mantenido muchos rollos, porque lo normal era dejarlo en un sobre y que ellos lo trataran, pero luego se perdía», indica. De Pablos habla de los años 60 y 70. Unos momentos en que «la realidad de España» estaba cambiando. La dictadura tomaba ciertas medidas aperturistas, el runrún ciudadano pedía democracia y las fuerzas de seguridad seguían atadas a un concepto férreo del orden y la ley. El fotógrafo lo experimentó en sus propias carnes a menudo.
Una de ellas, la que más recuerda, fue la de septiembre de 1975. Los intelectuales franceses Regis Debray, Yves Montand, Michel Foucault, Costa Gavras, Claude Mauriac o Jean Laucouture y el sacerdote Ladouze se habían reunido en la Torre de Madrid para hablar sobre democracia y libertad. La situación no era calmada: el caudillo acababa de firmar las últimas sentencias de muerte del franquismo. De Pablos paseaba con su objetivo por el salón, hasta que unos guardias de paisano oyeron las críticas al Régimen y empezaron a arrestar al público.
De Pablos conocía a algunos de los captores: eran habituales en marchas y otras actividades prohibidas. A él solían pedirle el rollo de película o le retenían en actos públicos para que no sacara fotos. Aquel día no se apiadaron: acabó en la Dirección General de Seguridad, situada en la Puerta del Sol y conocida por las torturas de Billy el Niño. Otro que le tenía fichado. Allí estuvo unas horas, con casi todo el material incautado: consiguió esconder un carrete en el váter, recogerlo al salir y colocar las fotos en el siguiente periódico.
Como esas hubo varias. De Pablos aprendió a zafarse de la autoridad, a rescatar negativos y a darle luz a esas instantáneas eternas. Lo hizo en el gremio artístico o aristocrático y con las revueltas estudiantiles de la Transición, pero también con los ataques de bandas ultra como Fuerza Nueva —que un día lo intentaron secuestrar: «Me llevaron a su sede y pude escapar agarrándome a dos personas que salían»— o los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre (GRAPO).
Ya se atisbaban los ochenta y había dejado el diario Madrid por la revista Cambio 16. Una época, señala, muy importante para su carrera. Gracias a este semanario, acompañó al director, Pepe Oneto, a entrevistar a los etarras que habían atentado contra Carrero Blanco. O inmortalizó a Carlos Hugo de Borbón y al rey emérito en Estoril. Logró otra hazaña: sacó fotos de las ejecuciones en septiembre de 1975, las últimas del franquismo.
«Nos dejó pasar el Ejército, pero sin poder sacar la cámara. En el momento de los fusilamientos, nos apartaron de la zona y conseguí subirme a una loma de al lado. Desde allí fotografié los furgones de la guardia civil y los cuerpos de los fusilados», recuerda De Pablos.
Vendrían muchos más episodios parecidos que hoy detalla como «historias de abuelo». Por ejemplo, las horas que acompañó a Dolores Ibarruri, La Pasionaria, en Moscú. Y las de más adelante, cuando aterrizó en Barajas para unirse a la recién estrenada democracia.
O la Marcha Verde del Sáhara, una región a la que sigue yendo a menudo. «Fui el primero en llegar, junto a Ander Landaburu». Irán posteriormente a la guerra civil de Angola, que se inició en 1975, el atentado del independentista canario Antonio Cubillo en Argelia, en 1978, y la guerra del Zaire, en 1977.
Por aquel entonces ya había montado su propia agencia, Kappa Press. «Yo trabajaba en España, pero hacía reportajes en vacaciones y si no me lo querían sacar aquí, lo vendía a otros medios», señala. De ahí que su nombre tenga referencias en los estadounidenses Times o Newsweek, en la revista francesa París Match o en la alemana Stern. Facturaban miles de euros (entonces en pesetas) por sucesos como la muerte de Bing Crosby o el accidente aéreo de Los Rodeos, en Tenerife, ocurrido en 1980.
Imágenes que nutrían una interesante biblioteca y que dejó un poco de lado al meterse en TVE. «El modelo cambiaba y ya no se cobraba lo mismo. Antes nos podíamos plantear salir a otro sitio con avión, gastos pagados y ganar algo, pero fue bajando el precio y, al ver las oposiciones, me metí de reportero gráfico», explica. Y de Madrid se mudó a las islas Canarias en 2005, dejando en un piso todo su material.
Material que, señala, «ocupa bastante». «Son unos tres muebles de un metro con los archivos en color, más las carpetas en blanco y negro de los negativos, otras cuatro cajas. También tengo cintas de betacam de reportajes de artistas», enumera, sin saber dónde lo puede mantener a salvo.
«Ya empiezo a pensar que me puede pasar cualquier cosa y no quiero que se pierda o que aparezca en el Rastro en Madrid, como ya ha ocurrido con otros», afirma, citando varios casos destacados o el hallazgo en un contenedor de Madrid, hace pocos meses, de centenares de diapositivas de aquella revista en la que empezó, Cambio 16.
«Las casas de ahora no son grandes y mis hijas no tienen espacio para guardarlo. Otra opción es vender todo, pero ni lo he pensado ni he valorado esa opción», esgrime. Ya ha habido quien se ha prestado tímidamente. Generalmente, galerías o instituciones donde ha expuesto. De algunas ha llegado alguna oferta de compra por piezas determinadas, pero no es la solución. Su preferencia, como la de otros colegas, es que se cree un fondo común. Que haya un centro nacional de fotografía, como el prometido hace unos meses por el ejecutivo de Pedro Sánchez y que se instalaría en Soria.
José Luis de Pablos advierte que el fotoperiodismo «nunca se ha cuidado». En su periodo de más actividad sí que recibía felicitaciones, pero una vez jubilado, «nada». «La gente se olvida —suspira— y tus historias se ven como cuentecitos del abuelo». Han de transcurrir años después de muerto, argumenta, para volver a tener valor, para que se reconozca la labor. En su caso, una trayectoria de más de medio siglo que almacena capítulos importantes de España y otras latitudes. Este pasado ya está registrado: falta por ver qué le depara el futuro.