No fue un impulso cristiano el que me empujó a tomar la primera comunión sino un ansia impúdica de obtener regalos. Fue una de las pocas ocasiones en mi vida en la que mis padres y yo estuvimos de acuerdo, no tanto en la finalidad del acto como en su celebración. Ellos querían que formara parte de la iglesia y yo quería una orgía de chuches, vítores y juguetes, pero en ambos casos nuestro objetivo pasaba por anudarme una corbata y aguantar con aplomo la charla de un cura antes de comer una hostia consagrada.
Así que lo hice. Después de una bacanal infantil de proporciones bíblicas, me llegó un muy cristiano sentimiento de culpa. Fue algo así como una llamada divina con retraso que me hizo abalanzarme sobre mis regalos para intentar aprovecharlos al máximo y compartirlos con mis hermanos, como si dándoles un buen uso fuera a expiar mi pecado, algo así como robar un banco y sentirte después en la obligación moral de decir que sí a cualquier solidario que te pare por la calle intentando afiliarte a una ONG.
No me quitaba el reloj ni para bañarme. Escribía mis cuadernillos Santillana con una pluma digna de un notario marbellí y pasaba las tardes en el parque alternando entre patines, monopatín y bicicleta, como si fuera el participante de un desquiciado triatlón patrocinado por alguna marca de bebidas energéticas. Sin embargo, el regalo que más aproveché, quizá por ser el más fácil de compartir, fue una Master System II.
Explico todo esto para dar una idea de que mi relación con el mundo de los videojuegos no se forjó tanto de una forma lúdica y despreocupada como por una especie de obligación moral en la que se mezclaban la culpa, la vergüenza y la comodidad que daba a mis padres comprarme un videojuego en cada cumpleaños sin tener que comerse mucho la cabeza.
Lo peor de ser un jugador gregario fue constatar mi escasa habilidad para los videojuegos. Mi hermana mayor solía pasarme las pantallas más complicadas para luego cederme el mando con una sonrisa condescendiente. Nunca llegué a terminar ningún videojuego, a pesar de las horas y el dinero invertidos. Aun así la diversión se impuso al sentimiento de culpa y vergüenza y conseguí convertirme en un jugador medio que suplía su falta de talento a base de perseverancia. Poco a poco fui concibiendo los videojuegos como un placer y no como una especie de obligación cristiana. Hasta hoy.
Asisto con un interés estupefacto a la nueva y absurda moda por crear videojuegos difíciles, complicados, inaccesibles para el jugador medio. Y lo que más me asombra es el orgullo reivindicativo de esta moda que muchos tiñen de nostalgia evocando los míticos arcades de los noventa. Pero es que los arcades de los 90 eran difíciles con una finalidad, que no era otra que desplumar a los inocentes adolescentes que nos acercabamos a jugar al último Street Fighter o a la nueva máquina de Castlevania.
Eran difíciles para que gastáramos más dinero. Llegaban al extremo de que pasarse una partida dependía más de lo generoso de tu paga que de tus habilidades como jugador. No pretendo con esto justificar la avaricia de las empresas de videojuegos de los 90, solo explicar que, al menos en este caso, la dificultad no era carente de toda lógica.
He dado el salto a la nueva generación de videojuegos con Bloodborne. Me lo recomendó mi antiguo compañero de piso y partidas. Me lo recomendó el servicial dependiente de la tienda, asegurando que estaba ante «un juegazo». Lo que ninguno de los dos me dijo es que se trataba de uno de los títulos más difíciles de los últimos años. Una dificultad sin paliativos, que no puede ser esquivada a base de guías y horas de juego.
Abandoné la partida a los pocos días, con un sentimiento de culpa sordo y amorfo que me retrotrajo a la infancia. Veía la sonrisa condescendiente de mi hermana en la cara de cada zombie gótico que me acuchillaba, en las fauces de cada bestia que me destripaba. Volvía a ser un mal jugador que no merecía disfrutar de las bondades del juego. De un juego por el que había pagado 60 euros.
Desterrado Bloodborne decidí continuar con mi periplo por la nueva generación de consolas con una apuesta segura y me compré la nueva entrega de Metal Gear Solid, después de haberme pasado las cuatro anteriores. Fallé. Aquí, como en la mayoría de nuevos juegos, se ha eliminado la posibilidad de elegir el nivel de dificultad de la partida así que empezamos en un nivel ambiguamente difícil que se va incrementando a medida que avanzamos en la historia.
Cada vez que terminamos una misión aparece una pantalla con la puntuación recibida en base a variables como cuántas veces nos ha avistado el enemigo, cuantas veces hemos muerto, etcétera. De fondo suena siempre la voz en off de nuestro jefe haciendo comentarios que en mi caso varían entre el «sé que lo harás mejor la próxima vez» al «bueno, al menos has salido vivo». Penoso.
He mencionado antes que no se puede elegir aquí la dificultad de la partida pero eso no es del todo cierto. En Metal Gear Solid V; si mueres muchas veces te dan la opción de realizar la misión llevando un sombrero de pollo que hace que los enemigos sean un poco menos ágiles. Sí, un sombrero de pollo. Sentirte como un soldado legendario infiltrándose tras las líneas enemigas es harto difícil cuando el soldado en cuestión lleva un gorro con cresta y empieza a cloquear desesperadamente cada cinco minutos. Simplemente me arruina la experiencia, la invalida.
Ayudar al jugador patoso no es una novedad. Desde los primeros Super Mario hasta Sonic lo han hecho de forma sutil, con estrellas de invencibilidad o el desbloqueo de ciertos items. Juegos más recientes como la saga Uncharted han repetido la jugada haciendo que la pericia de los enemigos se adapte a la del jugador. Lo que hace especial a Metal Gear Solid es que lo hace burlándose del jugador, humillándole.
Soy consciente de que parte de la culpa es mía, de que simplemente no soy bueno y debería asumirlo. Y lo hago. No creo que el lector medio se haga una idea de lo malo que soy así que voy a ejemplificarlo con una anécdota tan humillante como ilustrativa. Hace poco tuve que renovarme el carnet de conducir y para ello tuve que volver a hacer el test psicotécnico, constatando que no estoy ciego, ni sordo, ni loco. Y que juego rematadamente mal.
Hay una prueba para conseguir el codiciado papel que consiste en dirigir con dos palancas sendas pelotitas que no pueden salirse de un camino con curvas. La pantalla avanza en una mecánica similar a la que podrían tener muchos de los primeros juegos de la Game Boy. Cada vez que una de las pelotas se sale del camino suena un pitido desagradable que te quiebra los tímpanos y te hiela el alma.
A los dos minutos de empezar a manejar las pelotitas de marras el pitido en la sala era tan insoportable que el enfermero tuvo que apagar la máquina con un gesto de desesperación y pedirme que empezara otra vez desde el principio, lo que se reveló enseguida como una idea a todas luces nefasta.
El pitido continuó hasta que el enfermero volvió a apagar la pantalla y me miró con cara de circunstancias. Casi estaba esperando que me propusiera usar un sombrero de pollo para hacerlo todo más fácil, pero en lugar de eso me miró con suspicacia y me preguntó si estaba nervioso, aunque creo que en realidad sospechaba que mi torpeza estaba inducida por una conciencia no del todo sobria.
A continuación le expliqué mi reciente drama con mi nueva consola, lo cual no ayudó a disipar sus dudas sobre mi posible alcoholismo, pero a mi me ayudó a salir del armario de los malos jugadores y a asumir que sí, que soy malo, pero que también tengo mis derechos. Por eso he decido ahora contarlo al mundo deseando que haya más gente como yo, que no se avergüence de pasarse todos los juegos en modo fácil, de consultar guías y pedir soluciones en foros.
Lanzo esta soflama no solo en base a dos videojuegos extremadamente difíciles con los que he tenido la desgracia de cruzarme, sino en base a todo un statu quo que amenaza en convertirse en tendencia. Ori and the Blind Forest en Xbox, Faster Than Light para iPhone o Don’t Starve para PC y Playstation parecen incidir en ese camino. El mismo claim PlayStation es toda una declaración de intenciones. «A vosotros, jugadores», dice. Este «jugadores» no se dirige simplemente a la gente que juega, igual que una película no se promocionaría, para «vosotros, espectadores» ni un libro para «vosotros, lectores».
Está claro que el que juega es un jugador, redundar sobre ello sería absurdo; pero hay que saber leer entre líneas. Quiere Sony decir con esto que su nueva máquina se dirige a los jugadores de verdad, a aquellos curtidos en mil partidas, con habilidades suficientes para superar las dificultades de estos nuevos videojuegos. Lo dice relegando a los jugadores de segunda, a los ocasionales o poco habilidosos, a juegos de karaoke y partidas de tenis virtual con papá. Y me niego a que me arrinconen en esa categoría.
El crítico Roger Ebert hizo hace tiempo una aseveración que separa los videojuegos del arte que sí pueden representar otros productos culturales tales como libros, música o películas. Aseguraba Ebert que el objetivo de los primeros era «alcanzar una puntuación alta destruyendo bloques o salvando princesas». «El arte», aseguraba, «no puede ganarse de esta forma». Desde que pronunció estas frases, títulos como The Last of Us, Journey o la versión jugable de The Walking Dead se han encargado de quitarle la razón, pero hay, no obstante, una corriente que apuesta cada vez más por la jugabilidad en detrimento de la historia, hay una tendencia que tiene como mayor reclamo la dificultad de destruir el bloque o salvar a la princesa.
Pero ¿qué es lo que hace a un juego difícil tan atractivo para cierto público? Por el mismo motivo que es atractivo terminar de leerse El Quijote o ver la última película de Terrence Malik para un cierto público, simplemente porque no todo el mundo puede. Acabar con todos los zombies de Bloodborne te da un aura de superioridad frente al resto de jugadores, un estatus que no todo el mundo puede alcanzar. Puedo llegar a entender esa sensación, pero no por ello voy a aplaudir que me hurten a mí la experiencia de jugar, más mal que bien, a ese mismo juego.
No pretendo que los desarrolladores conviertan cada juego en una experiencia placentera que no suponga ninguna clase de reto a los jugadores más habilidosos. Solo defiendo que se recupere la posibilidad de poner los juegos en modo fácil. La tecnología hace posible que la dificultad de un videojuego se adapte a la pericia de cada usuario, ¿por qué hurtarnos la experiencia de juegos difíciles a aquellos que andamos más lentos de reflejos? También queremos jugar. Y a ser posible sin llevar un gorro de pollo.
El drama de ser un mal jugador de videojuegos
