Julius el apestado, un cuento sobre los encantos del ‘eau de sobac’

Recientemente, unos investigadores de la Universidad de Texas, en Galveston, han completado un estudio según el cual la feromona androstenol, presente en las glándulas sudoríparas y salivares de los machos de muchas especies animales, incluidos los humanos, provoca una estimulación sexual inconsciente en las hembras. Seguidamente, los prestigiosos científicos emprendieron un experimento para corroborar empíricamente su teoría: rociaron un asiento de la sala de espera de un dentista con un compuesto con base de androstenol. El resultado fue que, mientras la mayoría de los hombres evitaban los asientos colindantes, un alto número de mujeres mostraron una pertinaz tendencia a sentarse en sus inmediaciones, cuando no a colocar sus posaderas directamente — de manera desvergonzada— justo encima. —¡Arrea! Julius Piñeiro saltó como un resorte de la taza al leer semejante revelación en un número atrasado de la revista Surprising Science que deambulaba desde 1998 por el aseo de su psicólogo. El providencial descubrimiento de aquellos investigadores texanos podía ser la solución al problema de sudoración que le acomplejaba desde que le apareció la primera pelusa del bigote. Emocionado por las posibilidades de aquel avance de la moderna medicina, arrancó las hojas de la revista y se fue a toda prisa de la consulta, sin dar explicaciones al desconcertado doctor Augustus Buendía y sin tirar de la cadena. Cuando entre sus compañeros de Instituto se empezaron a revelar las metamorfosis propias de la adolescencia, su amigo Benlloch pasó de ser un retaco a medir casi 1,80 en apenas lo que dura un verano; a Vallés, que se sentaba tres filas delante, se le cubrió el cuerpo de vello como a un licántropo, se le arremolinaron las patillas, una selva rizada se abrió paso entre los botones de la camisa y le rebosaron miríadas de pelillos impertinentes por la nariz y las orejas. A la pobre Elenita Ruiz le secuestraron las mejillas unos granos invencibles y horrorosos que no la liberaron hasta la universidad; y a la delgadita Rosella, la italiana, se le redondearon tanto las curvas de repente que ni toda la biodramina del mundo evitaba los mareos de los chicos que se la cruzaban por los pasillos. Julius se llevó la peor parte. Sin más, empezó a sudar como una fuente. No solo en las clases de gimnasia o en los partidos del recreo, sino en cualquier lugar y por cualquier motivo. Bastaba el temor a ser sacado a la pizarra a resolver una ecuación o vislumbrar de refilón a la inalcanzable Rosella enfundarse su suéter. Sus glándulas se desbocaban y sudaba por todas partes. Su frente y su surco nasolabial se decoraban en instantes con minúsculas perlitas, las órbitas de sus axilas se dibujaban en su camisa y la tela de la espalda se le adhería húmeda marcándole las vértebras. Y luego estaba aquel olor que le envolvía como una nube ácida y que ningún desodorante lograba encubrir. Julius era el Versalles del sudor. Y en aquella época cruel no era más que un adolescente indefenso rodeado de adolescentes sin filtros que no disimulaban su desagrado. Y menos que nadie, las chicas. Para ellas Julius tuvo la sensación de convertirse, literalmente, en un apestado. —¡Hasta ahora!! —pensó conteniendo su euforia. Hasta que la Doctora Rosslink y el bendito profesor Higgins habían descubierto que las feromonas presentes en el sudor tenían el potencial de convertirse en un poderoso afrodisíaco. Resulta que llevaba años acomplejado mientras cada día sus glándulas producían en secreto, y a litros, el antídoto de su calamidad. Julius se encerró en su pequeña casa cerca del vertedero, donde había elegido retirarse del mundo para que su olor pasara desapercibido, y durante días no hizo otra cosa que recoger todo el sudor que su cuerpo producía y almacenarlo en botes de conserva vacíos. Después, con la ayuda de un alambique y mucha paciencia, destiló su transpiración repetidamente, una y otra vez, hasta obtener una mínima esencia concentrada de aspecto almibarado que cabía en un dedal. A continuación, abrió un bote de colonia de olor a lavanda de la marca del supermercado y disolvió el dedal en su interior. Lo agitó hasta que el pálido lila de la colonia se tornó en violeta intenso. Finalmente, con el corazón agitado, y con la reverencia del descubridor de una vacuna que debe probarla en sí mismo, se aplicó unas gotitas de colonia detrás de las orejas y después por toda la piel. Horas más tarde, cuando se sentó en una mesa en el centro del bar Symphatique, al que nunca se había atrevido a entrar, sintió esperanza y terror a partes iguales. Pidió una inofensiva agua con gas con una rodaja de limón y esperó. Observó científicamente, como lo hubiera hecho un becario aventajado de la doctora Rosslink y del profesor Higgins, hasta que encontró un patrón de comportamiento a su alrededor. La mayoría de los hombres pasaban por su lado y salían despedidos hacia la otra punta del bar, como lanzados por una fuerza centrífuga invisible. En cambio, el paso de algunas mujeres se ralentizaba, como si su masa corporal ejerciera una fuerza gravitatoria de la que ellas no podían escapar. En la mesa de al lado se había sentado un grupo de solteras que le habían dirigido un par de miradas furtivas, y una chica morena le había preguntado la hora hacía un rato. Claro que como Julius no tenía ninguna experiencia social, se había limitado a dársela. —Las diez y veinte. Empezó a identificarse con aquella silla de la consulta del dentista de Galveston, Texas. Una cosa era ver la danza de hombres y mujeres a su alrededor, atraídos o repelidos por fuerzas subconscientes e inversas, y otra muy diferente era hacer algo al respecto. Julius también se sintió silla, en el sentido de sentirse como un mueble, incapaz de moverse. Y se dio cuenta de que la noche iba a acabar así a no ser que, en un giro inesperado de los acontecimientos, alguien se sentara —desvergonzadamente— en sus rodillas. —¿Julius? Después de un breve instante de desconcierto Julius notó que se mareaba. Su rostro era el mismo, pero sus curvas deportivas de circuito de carreras eran ahora menos agresivas, aunque seguían exigiendo biodramina. Pensó que sus glándulas sudoríparas le iban a jugar una mala pasada, pero Rosella siguió hablando sin parar, distrayéndole de sus preocupaciones glandulares. Conversaron del insti como si fueran viejos amigos. No mencionaron nada de sus problemas de sudoración y, en cambio, recordaron profesores, anécdotas y compañeros. Resulta que ahora Vallés era locutor de radio y Elenita Ruiz, una importante ejecutiva en Londres. En algún momento de la noche el agua con gas se convirtió en ginebra con tónica, el Sympathique se convirtió en la calle de Vizconde Medardo de Terralba 24, 3º B, y Julius se convirtió en Valentino Rossi triunfando por quinta vez en el circuito de Jerez. A la mañana siguiente se sintió simultáneamente el rey del mundo y un genio del mal. Su plan había funcionado infinitamente mejor de lo esperado, pero había sometido la voluntad de Rosella con malas artes químicas, solo que en vez de usar alprozalam, ketamina o éxtasis líquido, había utilizado las feromonas de su propio sudor. Era doblemente repugnante, pensó. Aun así, temió que el efecto de su pócima se hubiera agotado, y aspiró profundo el aire de la habitación rastreando su propio olor. En ese momento Rosella se despertó. —¿Qué hueles? Julius tembló. Percibió que su frente y su surco nasolabial se empezaban a cubrir de perlitas. —No se, ¿tú… hueles algo? —¿Yo? —contestó Rosella— Nada. Hace una semana que estoy resfriada. Carlos Sanz de Andino es presidente creativo de Darwin & Verne