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Kepa Acero: el hombre que depende de los soplidos del viento

La vida de Kepa Acero depende de por dónde sople el viento. Al despertarse, cada mañana, se asoma a la ventana y mira los árboles. Las hojas, con su movimiento hacia un lado u otro, le indican si ese día podrá sacar la tabla o no. Desde muy pequeño, este surfero vasco aprendió ese idioma de la naturaleza. «Puedo leer el viento y el mar», asegura.

La brisa le susurra notas hasta cuando no sirven para nada. «En Madrid, al salir a la calle, lo primero que me viene a la cabeza es “Viento sur”. Al momento, reacciono y me digo “¡Pero no! Que aquí no puedo surfear”».

Es ese lenguaje que da mensajes contrarios a los animales y a los buscadores de las olas. El idioma que hace que, en el Amazonas, cuando los búfalos huyen y los pájaros levantan el vuelo, los surferos se lancen al mar. La naturaleza ha hablado. La gran ola (la ‘bomba’, como dicen ellos) está a punto de llegar.

Kepa Acero ha recorrido miles de kilómetros buscando oleajes. El surf lo ha llevado en coche de Bilbao a Guinea. Lo ha conducido por la ardentía del desierto de Namibia y la gelidez de los glaciares de la Antártida. Hoy, en cambio, está en un mar calmo y apenas corre la brisa. El vasco, de 36 años, ha viajado a una isla mediterránea mansa para hablar de sus viajes a solas a decenas de emprendedores que se han reunido unos días para ‘desacelerar’ sus empresas en el encuentro Menorca Milennials.

Él echó el freno el día que dejó la competición. Tenía ocho años cuando empezó a viajar por el planeta para participar en campeonatos de surf y dieciséis cuando se convirtió en el campeón junior de Europa. Pero en 2009, con 29 años, se cansó. «Competir no va con mi carácter. Me cuestioné qué quería hacer y decidí ir por mi cuenta», indica en Punta Prima, una playa donde el mar, esta mañana de junio, está más quieto que el cemento.

El surf de competición le producía un vacío porque se sentía de espaldas al mundo. Daba igual donde fuera. Todo era igual. Era como estar en un resort con piscina y pulserita donde las palmeras y el pop de cafetería no dejan ver si ese lugar es Honolulu o Benidorm. «Es viajar por el mundo sin ver el mundo», explica. «Había grandes producciones y se estaba haciendo muy sofisticado. Yo pensaba en los surfistas de los años 70, que iban solos por la playa con su mochila. Yo quería hacer lo mismo».

Lo hizo. Empezó a perseguir las olas de Angola, Mauritania, China, Japón, Gambia, Senegal, Cabo Verde, Kamchatka, Indonesia, Irlanda, Perú o Ecuador. Buscaba meterse en ese tubo por el que los surferos están dispuestos a jugarse la vida y acabar dando tumbos al antojo del mar. Ese momento se produce cuando la tabla entra dentro de la circunferencia de la ola y va recorriendo su interior.

Dicen los surfistas que ese tubo es el único lugar por donde no pasa el tiempo. Es un rulo casi místico que dura unos veinte o treinta segundos. «Puedo viajar más de un mes sólo por esos 20 segundos». Después, cuando se acaba la ola, el tiempo vuelve a contar. «Durante toda la historia, los hombres han tenido miedo al tiempo. Siempre han querido detenerlo. Por eso hacen meditación. Esto es lo más parecido a esa sensación de estar fuera del tiempo», asegura. «Es una situación extrema. La concentración en salvar la vida te hace escapar de todo lo demás. No puedes pensar ni sentir otra cosa. Por eso es tan intenso. Estás abrazado dentro del mar. Luego, al salir del tubo, vuelven las sensaciones de siempre».

Hace siglos que los humanos descubrieron que las olas son una forma de navegar. Dicen que ocurrió en las aguas del actual Perú. O quizá en Hawaii. Nadie lo sabe con certeza. Fue un día al volver de pescar. Los indígenas se acercaban a la orilla en sus caballitos de totora (unas embarcaciones de junco que usan desde hace tres mil años) y las olas empezaron a mecerlas a su albedrío. Los pescadores, en vez de ir contra las olas, aprovecharon su impulso para deslizarse hacia la arena. Lo que en principio parecía un peligro se convirtió en un juego. Esas barcas fueron las primeras tablas y, al poco tiempo, empezaron a construir soportes más aerodinámicos para una sola persona con el único fin de surcar olas.

Esta historia borrosa, sin documentos gráficos que la demuestren, tiene también una versión de leyenda, según Kepa Acero. «En la playa de Chicama, en Perú, unos hombres salieron a pescar. De pronto, uno de ellos sorteó una ola y se sintió como un pelícano. Ese día comenzó el surf».

Desde la orilla se puede ver que las olas caminan. Pero lo que sólo los surfistas saben es que las olas respiran. «Sientes que soplan y que aspiran», indica el vasco. «Es una impresión tan intensa que sólo piensas en coger la siguiente ola».

La sensación es adictiva. Acero la eleva a la categoría de obsesión. La búsqueda de esas olas hace que consulte constantemente el parte meteorológico para saber dónde están bramando los océanos. «Si veo que hay olas en Indonesia, me paso toda la noche sin dormir, pensando que podría estar allí».

Kepa Acero busca olas en Google Earth. Rastrea las orillas de la bola del mundo para ver dónde hay espuma. Ahí es donde se forman los tubos. Después estudia la profundidad del agua en esa costa, los bancos de arena, las mareas, el viento y la dirección del mar. «Si todo está alineado, surge la magia y luego se va, como la Cenicienta».

Las olas de tubo largo llegan cada treinta o cuarenta minutos. «Estás en el agua, esperando, sentado en la tabla. Da miedo pero tienes que meterte. Al fin y al cabo estás ahí para eso», relata. «Tienes que encontrar el momento perfecto para entrar y debes estar en el lugar adecuado. Si estás muy cerca de la orilla, la ola te cae encima. Es un ejercicio de aprendizaje constante».

Dice Kepa Acero que lo más importante de una ola no es su altura. Es su intensidad. «Es como subirse a un coche en marcha. Da igual si es de alto como un turismo o un camión. La dificultad y la emoción depende de la velocidad a la que vaya el vehículo», explica. «La clave es la potencia. Algunas olas de sólo dos metros de altura son de las más intensas».

Las olas más potentes son las que viajan durante más tiempo por el océano. El recorrido las va haciendo poderosas y, al romper en la orilla, son más fuertes que Hulk. «Es como un ejército avanzando. Lo vas viendo venir», equipara. Eso ocurre en lugares como Chile y Hawaii, donde el océano Pacífico deja a las olas pillar carrerilla. La ‘ola eterna’, cuenta, está en el delta del Amazonas. Dura entre dos y tres horas. La de más calidad llega a la costa de los Esqueletos, en Namibia. «Ocurre sólo tres veces al año, después de unas borrascas que viajan durante mucho tiempo, y puede alcanzar hasta los 70 kilómetros por hora».

Kepa Acero conoce las dos. Descubrió la de Namibia tras dejar la competición y lanzarse a surfear cinco olas de clase mundial en un viaje que haría a solas en 2012 y 2013. Esta vez, sin competidores ni patrocinadores. El vasco se propuso retomar el espíritu del surf de los años 70, ese que hizo a muchos coger la tabla para perderse en la naturaleza y explorar otras culturas. La ruta se llamó ‘5 olas, 5 continentes’.

Este hombre rubio de voz dulce, suavizada como las rocas por tantas olas, tanto viento y tanto sol, empezó a grabar sus rutas en vídeo. A la mochila pírrica que imita a la de los surfistas de los 70 le ha echado una carga extra: un ordenador portátil, una cámara de un solo objetivo, una GoPro y un brazalete que hace que la lente siga su rastro desde la orilla. Además, tiene una handycam por si en algún momento no se las apaña solo y necesita la ayuda de algún desconocido que pase por allí.

De esas piezas proceden hoy sus ingresos. Algunas marcas patrocinan estos relatos de producción casera, que alcanzan más de 150.000 visitas. Acero es además un excelente «contador de historias» que aprendió a montar vídeos viendo tutoriales en YouTube.

Eso le hace llevar la cámara incluso cuando está dentro del tubo.

—¿Cómo puedes mantener el equilibrio y la concentración para surfear una ola mientras miras hacia una cámara que tienes en la mano?

Kepa Acero se echa a reír.

—No sé. Es mi oficio.

A Kepa Acero le gusta encontrar lugares recónditos como los que hallaban los aventureros del XVIII. Intenta hallar playas que nunca han pisado una tabla pero no siempre es fácil. Un día se adentró en las profundidades de la Amazonia buscando un rompiente que imaginaba desierto. Al llegar, no sólo vio que no estaba solo, como esperaba. Encontró a varias personas de una comunidad indígena lanzándose en sus barcas entre las olas. «Pensaba que no habría nadie, pero me encontré a todo el pueblo surfeando».

Puede ocurrir que lo mejor de una aventura esté en la salida de meta. En enero de 2015 partió hacia Perú en un viaje que duraría cuatro meses. Antes de coger el autobús que lo llevaría de su pueblo, Algorta (Getxo), a Madrid, pasó por casa de sus padres, como siempre, para tomarse un café de despedida. Su ama (madre, en vasco, como él la llama) siempre le prepara un bocadillo de tortilla de patatas con cebolla. Los más deliciosos a su paladar. Ese día cogió las bolsas y se dejó el bulto más rico: el bocata.

Acero estaba sentado en su asiento del autobús. Los motores estaban en marcha y el conductor había cerrado las puertas. De pronto descubrió que no tenía el sándwich. ¡Maldición! El autobús empezaba a moverse cuando, a lo lejos, llegó una mujer corriendo y haciendo gestos al chófer. Era su ama con el bocadillo de tortilla. El conductor abrió la puerta. La madre subió volando, le dio el paquete y bajó como una bala. El surfista que no tiene miedo a las olas-torpedo del fondo del mar se echó a llorar. «Sólo por eso el viaje mereció la pena», remacha.

El vasco se considera un hombre tímido, pero en la soledad de sus viajes ha descubierto que en su interior habita una persona capaz de ir tocando en la puerta de desconocidos para encontrar alguien con quien hablar. «Una vez, en Alaska, fui llamando a los timbres de las casas para preguntar dónde estaba Anchorage. Lo sabía perfectamente pero lo utilizaba de excusa para poder charlar con otras personas».

A este hombre de mar le apasiona la montaña. No hace alpinismo porque, según dice, tiene vértigo, pero al instante aclara que en el mar no siente ese miedo.

—¿Se puede tener vértigo en el mar?

—Yo no tengo porque es mi medio natural.

Está claro que la pregunta sólo la puede hacer una persona que, como la mayoría de los mortales, jamás ha visto el mar desde una altura de cinco metros. Esas coordenadas no existen entre el común de los terrícolas. El vértigo es inimaginable porque piensan que elevarse sobre el mar es sólo cosa de Jesucristo.

Kepa Acero aprendió a hacer surf cuando era muy pequeño. Fue casi inevitable. Había dos razones: una remota y otra clavada a su tiempo. En los años 80, cuando aún era un niño, a la vez que descubrió el surf, aprendió a manejar el patín. En Algorta inauguraron una pista de skate y los niños pasaban las tardes patinando. «Los dos son muy parecidos. Esa mezcla hizo que la gente allí patine con un estilo surfista», apunta. «Al final, es un baile».

El motivo histórico se remonta a los años 50. En esa época, por las orillas de su tierra natal, pasaron algunos personajes bohemios estadounidenses con las mismas ideas de disfrute y libertad que Ernest Hemingway. Muchos hacían surf. Los habitantes de la costa del norte se quedaron admirados e intentaron copiarlos.

Esos individuos traían demasiada libertad a una España que, a mitad del XX, vivía aplastada por la caspa. Desde la arena, los hombres de esas poblaciones divisaban a esas criaturas, en su tabla, con sus melenas rubias al viento. Eran tan bonitas que se acercaban a la orilla para poder echarles fotos. Lo que muchos nunca llegaron a saber es que, para los estadounidenses, tener el pelo largo no implicaba ser mujer. Eran machos.

Poco tiempo después, en 1965, un hombre llegó a la playa con una tabla de surf. Era Jesús Fiocchi, cuenta Acero. Sus amigos le preguntaron dónde la compró pero él se negó a contestar. Fue un secreto hasta que un día su hermano levantó una pegatina que tapaba una etiqueta. En la inscripción leyeron: Bayona. Por fin habían descubierto dónde podían obtenerla y a partir de entonces, en el mar del País Vasco y Santander se empezaron a ver las primeras tablas.

El hombre que ha recorrido medio mundo hoy no tiene zapatos. A Acero le bastan unas chanclas para andar por Menorca y hablar de sus viajes a los fundadores de las empresas tecnológicas que están aquí reunidos buscando la ruta del éxito. Pero esta noche el protocolo de una discoteca exige calzado elegante. Alguien le deja unos mocasines. Los lleva en la mano, los mira y dice:

—Le voy a enviar una foto a mi novia —comenta, riendo—. Va a flipar.

Por Mar Abad

Periodista. ✎ Cofundadora de la revista Yorokobu y de la empresa de contenidos Brands and Roses (ahí hasta julio de 2020).

Libros.  Autora de Antiguas pero modernas (Libros del K.O., 2019). «No es una serie de biografías de mujeres; es una visión más vívida, más locuaz y más bastarda de la historia de España». Lo comentamos en El Milenarismo.

Autora de El folletín ilustrado junto a Buba Viedma. Lo presentan en Mundo Babel (Radio3) y en Las piernas no son del cuerpo, con Juan Luis Cano (Onda Melodía).

Autora de De estraperlo a #postureo (editorial Larousse, 2017). Un libro sobre palabras que definen a cada generación y una mirada a la historia reciente desde el lenguaje. Hablamos de él en Hoy empieza todo (Radio3), XTRA!, La aventura del Saber (La2).

Autora junto a Mario Tascón del libro Twittergrafíael arte de la nueva escritura (Catarata, 2011).

Laureles. ♧ Premio Don Quijote de Periodismo 2020. Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes 2019, Premio Internacional de Periodismo Colombine 2018, Premio de Periodismo Accenture 2017, en la categoría de innovación.

8 respuestas a «Kepa Acero: el hombre que depende de los soplidos del viento»

Maravilloso artículo, maravillosamente escrito. Evocador, cercano, preciso, emotivo… una maravilla.
Felicidades.

Es realmente una trayectoria muy interesante la vida de Kepa Acero. Artículos como este capturan al lector de Yorokobu y nos mantienen a la espectativa de su próxima edición. Muchas gracias, desde Lima, Perú.

Una pasada de reportaje, realizado con mucho mimo y ansias de libertad :)… Sólo una cosa cuando de menciona País Vasco y Santander, mejor País Vasco y Cantabria, no es por nada en especial, pero por aquí nos machancan con Santander cuando es Cántabria, un saludo y estupendo artículo, gracias.

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