Una de las expresiones más repetidas por todos es: no nos importa lo que los demás digan de nosotros. Es decir, que si ladran, cabalgamos. Que lo importante es ser uno mismo con independencia de las opiniones ajenas. Que es un ejemplo de falta de personalidad cambiar por la presión del grupo. ¿Acaso si te dicen que te tires por la ventana, te tiras?
Sin embargo, quizá somos tan taxativos repitiendo esta serie de ideas porque, en el fondo, nadie es así, ni siquiera nosotros. Es más: vivir refractario a las opiniones ajenas no es una muestra de personalidad, sino de un mal funcionamiento del cerebro sano.
Todos, salvo casos patológicos, hemos evolucionado para prosperar en grupos sociales. La soledad y la individualidad son sinónimos de muerte en el contexto evolutivo. Así, el cerebro se ha cableado para ser extremadamente permeable a la brisa social, girando hacia un sentido u otro en función de cómo sople esta, cual veleta.
Ser un veleta, pues, sólo pone de manifiesto la capacidad de empatía, colaboración y necesidad de encajar en un grupo que, en cojunto, puede alcanzar finisterres que difícilmente alcanzará un individuo.
Eso no significa que queramos ser aceptados por todos, ni tampoco que debamos aspirar ello a toda costa. Lo que significa es que todos necesitamos encajar en un determinado grupo, a la vez que pretendemos desclasarnos de otro. O dicho de modo más filosófico: anhelamos la libertad a la par que la abominamos, tal y como lo resumió muy elocuentemente Erich Fromm en su ya clásico El miedo a la libertad.
Suena un tanto contradictorio, pero tiene sentido: las personas necesitan pertenecer a grupos, pero estos grupos deben ser beneficiosos para nosotros. Habida cuenta de que hay distintos grupos en el mundo, optaremos por el que consideramos mejor (o el que nos acepte más fácilmente), y desdeñaremos el resto, considerándolos inferiores, extraños, contraproducentes o cualquier otro epíteto asociado con el rechazo.
La mayoría de las personas dicen en voz alta que no les importa lo que piensen de ellos, paradójicamente para que los demás piensen precisamente eso y no otra cosa.
Incluso los individuos que se conducen extramuros de las normas sociales, hasta el más outsider, siempre termina formando un grupo aparte y estéticamente reconocido, ya sea mediante símbolos, un corte de pelo concreto o un código indumentario estricto. Como abunda en ello Dean Burnett en su libro El cerebro idiota:
Lo primero que hace un individuo cuando no quiere conformarse con las convenciones normales es buscarse otra identidad grupal a la que ajustarse en lugar de aquellas. Hasta en las pandillas de moteros o en la mafia se tiende a seguir un cierto código común en el vestir: tal vez sean personas que no tengan respeto alguno por la ley, pero lo que sí quieren es el respeto de sus iguales.
Orgullo de clase
Las clases sociales son sólo un ejemplo de esta dinámica social. Unas clases sociales se consideran superiores a otras. Algunos encajan en determinadas clases, pero otros tratan de prosperar y acceder a clases superiores. Cuando demasiadas personas acceden con facilidad a una clase superior (y por tanto exclusiva y minoritaria), entonces se introducen más handicaps en el acceso y la pertenencia.
Un ejemplo cotidiano es la cuota que debemos pagar para afiliarnos a un club de golf. El precio que pagamos por esa cuota en modo alguno responde a los servicios ofrecidos: más bien es un hándicap económico para que clases sociales inferiores no se mezclen con las clases sociales superiores.
Del mismo modo funcionan las marcas caras. O las modas consistentes en exhibir un cuerpo delgado y bronceado (rasgos que requieren tiempo y dinero y, por tanto, denotan una clase social superior, como antaño lo eran un cuerpo grueso y bien alimentado y de piel blanca y, por tanto, ajena al trabajo del campo).
Y, por esa razón, resulta tan sencillo asociar a una persona a un grupo determinado. Es fácil etiquetar a la gente porque nos encanta etiquetarnos, consciente o inconscientemente. Basta con analizar la red de contactos de un individuo y detectar a quienes considera importantes, semejantes, pares, para adivinar muchos de sus rasgos, tal y como explico en el libro Cultiva tu memesfera:
Si la mayoría de gente de tu entorno se empecina en destruir su sistema nervioso central con hidróxido de etilo, probablemente tú también seas aficionado a empinar el codo. Si la mayoría de gente de tu entorno mantiene una relación estrecha con los triglicéridos, probablemente tu báscula del baño te indicará que ya va siendo hora de ponerse a dieta. Bajo este revolucionario prisma, pues, es lógico pensar que si pretendes ponerte a dieta para bajar peso, tal vez sean tan importantes los detalles nutricionales del régimen que vas a seguir como la valoración de tu entorno social.
Una vez llegada la etapa adulta, las personas se organizan en redes sociales basadas en la homofilia (amor a los iguales), es decir, a la tendencia consciente o inconsciente de asociarse con sujetos que se parecen a ellos, a sujetos que comparten sus intereses, historias y aspiraciones. Pero también escogen la estructura de sus redes, sobre todo de tres maneras diferentes, tal y como apunta Nicholas A. Christakis en su libro Conectados:
En primer lugar, decidimos a cuántas personas estamos conectados. ¿Queremos jugar a las damas y, por tanto, nos basta con una sola persona, o al escondite, y entonces es mejor contar con más de una? ¿Queremos mantener el contacto con ese tío nuestro que está loco? (…) En segundo lugar, modificamos la forma en que nuestra familia y nuestros amigos están conectados. (…) ¿Montamos una fiesta para que se conozcan todos nuestros amigos? Si tengo dos socios y no se conocen, ¿los presento? Y en tercer lugar, controlamos en qué lugar de la red social nos encontramos: hacia el centro o hacia los márgenes. ¿Somos los reyes de la fiesta y nos relacionamos con todo el mundo o nos quedamos en un rincón?
El cerebro equivocado
Perseguir la individualidad no es otra cosa que demostrar y demostrarse a sí mismo que la pertenencia a los grupos no le importa tanto o puede ser también una estrategia para evitar el escarnio si es excluido de un grupo.
Quienes, sin embargo, persiguen esta individualidad de un modo fidedigno, es posible que tengan cerebros mal cableados, como sugiere un estudio del año 2014 dirigido por Tom Farrow y sus colaboradores de la Universidad de Sheffield.
En la investigación descubrieron que la gestión de la impresión que se causa a los demás propicia determinada activación en el córtex prefrontal medial y en el córtex prefrontal ventrolateral izquierdo, además de otras regiones como el mesencéfalo y el cerebelo. Tal y como abunda en ello Dean Burnett en su libro El cerebro idiota:
No obstante, esas áreas sólo se volvían sensiblemente activas cuando los sujetos estudiados intentaban dar una mala impresión de sí mismos adrede, es decir, cuando elegían conductas con el propósito de desagradar a las demás personas. Si optaban por comportamientos con los que proyectar una buena imagen de sí mismos, no se apreciaba diferencia detectable con respecto a la actividad cerebral normal.
En otras palabras: el cerebro se dedica constantemente a ofrecer una buena imagen de nosotros mismos a los demás, y por ello no hay nada destacable cuando escaneamos el cerebro si está precisamente haciendo eso. Lo llamativo surge cuando el cerebro quiere proyectar una mala imagen a propósito.
Por ello, cuando alguien afirma categóricamente que viste como lo hace porque le gusta, o que ha ido a la peluquería para gustarse a sí mismo y no a los demás, lo más probable es que esté mintiendo (o bien mienta sin darse cuenta o bien esté afirmando sólo una parte de la verdad: nos vemos bien a nosotros mismos porque los demás nos ven bien, por eso los tuneos estéticos a los que nos sometemos, ¡oh, casualidad!, suelen gustar también a la mayoría de las personas con la que nos relacionamos activamente).
‘Guapo’ o ‘guapa’, pues, son palabras que nos encantan, aunque nos dediquemos tantísimo tiempo a fingir que no es así.