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El guardián del silencio tiene acento mallorquín

Mirando en dirección a los zapatos, hay una ladera casi vertical sujeta por pinos centenarios. A la espalda, el puntiagudo desenlace rocoso del cerro. Y de frente, totalmente de frente, humea callado un gigante de 5500 metros llamado Popocatépetl, que de vez en cuando, se pilla cabreos en forma de rocas incandescentes. En ese lugar remoto del corazón de México habita el Silencio. Se encargó de materializarlo, con sus manos y piedra a piedra, un fraile mallorquín casi nonagenario que lleva aquí perdido los últimos 30 años de su vida.
Fray Jeroni Genovert es un hombre menudo y algo encorvado. Los ojos los tiene vidriosos y el poco pelo que conserva es blanco y caóticamente alborotado en la nuca. Su rostro, cueroso, le acaba en una barba poco espesa con cierto aire a la del maestro Miyagi. No se espera uno cuando busca a un fraile franciscano de 88 años que aparezca un tipo vestido en sandalias y chándal azul moviéndose a mucha más velocidad por los escalones de piedra que los grupitos de urbanitas que de vez en cuando llegan hasta aquí a ver su sagrada familia. Ya tiene que acercar el oído cuando le hablan, y dice con su voz rota que no le gusta la prensa. Mientras, sostiene amistosamente el codo del periodista con la sonrisa que nunca se le quita. Se presta a dejar hacer unas fotos al lugar y a resolver un par de dudas allí mismo, en una capilla que parece un escenario recién salido de El Señor de los anillos:
– Fray Jeroni, ¿usted empezó a construir todo esto con casi 60 años de edad y lo ha levantado así? ¿Solo?
– Yo no quiero protagonismo, por eso no me gusta la prensa. Verás, la historia de esto soy yo, y yo no lo he hecho, ¿quién lo ha hecho?…», pone el anciano sonrisa infantil, «¿quién sabe?»- y fija la mirada en el cielo dejando abajo sus manos callosas, según él, prescindibles en todo esto.
30 años piedra a piedra. Lo que hay en la cumbre de ese monte de ubicación mimada lo firma este anciano de dogma cristiano y pinta budista con la única ayuda de su fuerza, su «fe», y un amigo con su mismo nombre que pasó de ser su protegido a su pinche de albañilería. A su complejo lo llamó la Ermita del Silencio. A buscar eso vienen los huéspedes que llegan hasta este pico, «sean de la creencia que sean».

La estancia es gratis. Se agradecen aportaciones para la comida. Fray Jeroni dice que está hecho para «pequeñas visitas, las tranquilas. Las que vienen a pensar, a meditar, a observar… a guardar silencio». Este desafío a la arquitectura de alta montaña frente al segundo volcán más alto de México lo componen más de una docena de edificaciones de piedra volcánica, cerámica y simbología de todas clases: de la budista a la cristiana pasando por el colorismo mexicano y los motivos marinos. Gusto alegórico cuidado hasta el último detalle en mitad de la foresta de Buenavista.
«Me pasé dos años buscando este terreno. Era propiedad de un tal señor Larios, que ahora está enterrado aquí arriba», señala el fraile la cumbre del cerro. Allí, de algún modo que no termina de explicar, ha conseguido subir hasta la última roca un ancla de varias toneladas procedente en un centenario naufragio veracruzano. «Me ayudaron unas monjas», suelta como si esa frase tuviera sentido sin su posterior explicación del asunto, que no da. En el negociado con el señor Larios, Jeroni le dijo: «Mire, señor Larios, a mí me gusta este sitio para construir un lugar para la contemplación, la meditación y el silencio. Él respondió: No entiendo nada de lo que dice, pero me gusta la idea. Y así empecé con esto».
Ya han pasado casi setenta años desde que Jeróni salió con un grupo de veinteañeros frailes franciscanos de su Mallorca natal (España). «Nací en Artá», aún recuerda el origen del trayecto, cuando le llamaban Jeroni y no Jerónimo. En esas siete décadas acuñadas en Perú, Brasil y México le ha dado tiempo a perder la noción de nacionalidad, pero no un palmario acento catalán que hace aún más exótica su declaración de ser «mexicano desde hace 40 años». «De aquellos frailes que vinimos a América yo soy el único que queda vivo», aprovecha para sacar brillo a su marca de resistencia.

Sobre la puerta de la casa de piedra encaramada a la roca donde duerme el religioso, hay una frase que dice: «Busca la paz en el silencio». Al cura le aumenta la sordera cuando se le pregunta que si saben en el Vaticano que allí tiene mezclada la imaginería cristiana con una alta dosis de inspiración zen, un tipo de meditación de germinación budista. Las dos capillas que él ha construido tienen por fuera una torre a modo de campanario, santos de piedra a la entrada y unos arcos de medio punto que certifican el catolicismo arquitectónico. Por dentro del sagrario, sin embargo, faltan las bancadas, los confesionarios, el altar y el púlpito. El fraile de las montañas los ha sustituido por unos cojines redondos llamados zafus, donde suelen sentarse los meditadores del lejano oriente. Y también ha prescindido de la mesa ceremonial y la ha sustituido por un retablo hueco con vistas directas al gigantesco volcán humeante.
«Zen no es nada, no tiene definición», se posiciona ante el cuestionamiento de fe el franciscano. «Zen es un modo de vivir». Para él, las decenas de crucifijos, peces y citas del testamento que decoran las paredes no son incompatibles con que su discurso religioso pase por nombrar «el satori, la luz de la vida», «el cohan, el dilema que no tiene solución», o el yatra, «un tipo de jornadas meditativas». Ocurre que entre las peculiaridades de su biografía, tiene la de haber aprendido las técnicas del zen en el municipio madrileño de La Hiruela, «donde me llevó la experta María Luter Rosec», recuerda con precisión el octogenario, «y aprendí bien todos estos métodos».
En este lugar sin luz eléctrica el lujo radica en que todo esté enfocado hacia el Popo, una fiera natural de restringido acceso que atemoriza de cuando en cuando a los habitantes de sus faldas y que a veces ha acabado a pedradas con más de uno que se haya atrevido a pisarlo. A espaldas del comedor de la ermita está la cueva de meditación; en el segundo nivel, las celdas de los meditadores y sobre ellos un arroyo que baja desde el ancla hasta las alacenas y los hornos donde fray Jeroni cocina su propia cerámica.
Tony Sánchez, un estadounidense que pasa en este rincón perdido del mundo sus horas de «armonía», dice que «no había encontrado esa armonía antes de conocer este sitio». «Yo quería un lugar para invitar a la gente a vivir el silencio profundo, contemplativo y pacífico», dice el fraile antes de despedirse y repetir en acento balear que no está hecho él para entrevistas. «Al final lo que ha salido aquí es un monumento a la amistad. O un templo del silencio. Y te repito que yo no lo he hecho», vuelve a levantar las cejas hacia el cielo, y sale disparado a seguir haciendo cosas.
* Fotógrafos: Tony Sánchez , Núria Nía Nattan Guzmán 







Por Jaled Abdelrahim

Jaled Abdelrahim es periodista de ruta. Acaba de recorrer Latinoamérica en un VW del 2003. Se mueve solo para buscar buenas historias. De vez en cuando, hasta las encuentra.

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