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La eterna vejez

El elixir de la eterna juventud ha sido motivo literario y alquímico desde el instante en que un mono más espabilado que los demás descubrió que morirse no era divertido. ¿Imaginan que Franco siguiera vivo? ¿O Jesús Gil? ¿O Juan Pablo II? O, peor aún, Lady Di… No permitamos que la Ciencia prolongue determinadas biografías, más allá de lo estrictamente necesario.

(Opinión)

La muerte es un mecanismo muy difícil de desactivar en las especies, pues garantiza la renovación genética y por tanto, la adaptabilidad al medio. No es una casualidad que la fecha de defunción de los más longevos y sabios les alcance cuando están a punto de comprender el mundo.

El resveratrol es una molécula descubierta hace relativamente poco, que ya ha sido bautizada como la de la eterna juventud. No sabemos si alentada por los lobbies de productores vitivinícolas, pues la sustancia está presente en el vino tinto. Aunque para que surta efecto su poderoso antioxidante sería precisa la ingesta diaria de varios litros. En Internet se venden derivados de esta panacea en todos los formatos y dosificaciones. Cabe señalar que también está en las ostras, por lo que una dieta diaria de cinco botellas de Vega Sicilia y seis docenas de ostras nos harán casi inmortales, si logramos un transplante de hígado cada pocos meses.

David Sinclair es un profesor de la universidad de Harvard, autoridad mundial en el antienvejecimiento, y en gran medida responsable de la fama de este “Santo Grial” de la eterna juventud, como ha llegado a denominarse a este estrógeno vegetal. En la página de su laboratorio nos explica qué experimentos están realizando para prolongar la vida de ratones y otros mamíferos.

Qué irritante esa obsesión por no morirse. Hay películas que exploran el camino contrario, como Lobezno inmortal (James Mangold, 2013). Aquí Hugh Jackman está harto de no envejecer ni morir (tiene sus inconvenientes si toda la gente que te rodea va palmando), y es el villano quien quiere arrebatarle ese don, que no procede precisamente de comer ostras. A ver; un mutante siempre será un mutante.

Lo cierto es que, por el momento, solo estamos intentando conseguir la eterna senectud. Nos queremos instalar en una vejez prolongada y bronceada, con descuentos en los multicines y una vida sexual razonablemente promiscua. Clubs de singles, cruceros amenizados por crooners incombustibles, un gin tonic de vez en cuando y la admiración de nuestros nietos, frente a la incomprensión, cuando no desprecio, de nuestros hijos.

Nos dice Cicerón en su libro De Senectute que “en la vejez ya no se tienen fuerzas, mas no es problema, pues no se requieren”. Qué maravilla. Por su parte, John Le Carré afirmaba en un suplemento dominical de El País que se alegraba de haber perdido la libido para que su cerebro pudiera ocuparse de cosas más importantes, como El tambor de hojalata II que, dicho sea de paso, no ha llegado a escribir.

Pero Shakespeare fue más honesto y afirmó que no hay peor mal para un hombre que ver cómo su lujuria sobrevive a su potencia. Digieran esa frase porque duele. Recientemente Peter O’Toole comentó a un tabloide británico que, a pesar de su edad provecta, una mujer le enseñó las tetas en un ascensor. Lawrence de Arabia le contestó, sonriente: “Muchas gracias, pero aunque sigo sintiendo deseo, carezco del dispositivo para ejecutarlo”. Eso es un gentleman.

Sin embargo, Hugh Hefner, fundador de Playboy con ochenta y tantos años encima, afirma que si hubiera existido la Viagra cuando tenía 30 lo habría pasado “mucho mejor” (¡¡¿mucho mejor?!!). El señor Hefner comparte lecho con siete conejitas siliconadas y serviciales, en el mismo país que hace poco condenó a un mormón por poligamia en el estado de Utah. Pero la sede de Playboy está en California, hasta hace poco gobernada por un habitual consumidor de anabolizantes, nuestro idolatrado Schwarzenegger.

Así que ya saben: Viagra, ostras, Don Simón… y un buen plan de pensiones.

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