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La historia que emocionó a Spielberg

Vivimos en una película. La nuestra. Pero ¿cuál es el leit motiv? ¿Qué fuerza subterránea empuja la manivela?

Desde las selvas arcaicas de Papúa Nueva Guinea hasta los vertiginosos paisajes urbanos de Tokio o Manhattan, esa fuerza es siempre la misma: el juego perpetuo del estatus.

No importa el lugar ni la cultura. Los humanos se agrupan y compiten —no por alimento o refugio, como antaño, sino por prestigio, por el brillo fugaz del reconocimiento—.

La sociedad moderna está saturada de estos juegos: políticos, religiosos, corporativos, digitales. Jugamos con lo que creemos, con lo que vestimos, con cómo hablamos y amamos. Cada gesto, cada palabra, cada clic en redes es una jugada. Competimos individualmente por destacar, pero también colectivamente, pues cuando nuestro grupo asciende, lo hacemos con él; y cuando cae, arrastra consigo nuestra identidad.

Este anhelo de elevarnos en la pirámide simbólica nos arrastra por un vaivén emocional constante. El estatus, o su amenaza, puede deformar nuestras percepciones y convertirnos en criaturas mezquinas, hirientes, incluso ridículas. Y, sin embargo, este mismo juego es también la fuente de nuestras mayores proezas. El impulso por sobresalir ha parido innovaciones, hazañas morales y avances civilizatorios que ningún otro animal podría concebir.

Así, el juego del estatus es, al mismo tiempo, nuestra ruina y nuestra gloria. No es solo un accidente evolutivo, sino la llave maestra —la «clave de bóveda» en virtud de la cual nuestros otros deseos se articulan: poder, sexo, riqueza, cambio social—. Todos ellos, en última instancia, orbitan el mismo sol.

Naturalmente, estos juegos de estatus son más sutiles, incluso más maquiavélicos, entre las personas que ya han cubierto sus necesidades. Cuando hay estatus económico, entonces, invocando la pirámide de Maslow, empiezan los juegos simbólicos. Unos juegos que superan, incluso, a las historias que Spielberg rueda para emocionarnos.

¡Que empiecen los juegos simbólicos!

En la dramaturgia contemporánea del éxito, la política de identidad y la lógica meritocrática —tan frecuentemente presentadas como antagonistas— han aprendido a bailar al alimón.

En apariencia, una se opone a la otra: la identidad reclama reparación por agravios históricos, mientras la meritocracia exige neutralidad y esfuerzo individual. Sin embargo, en la práctica convergen en un ritual simbólico más complejo, en virtud del cual ciertas identidades marginadas se convierten en atajos legitimadores del mérito, y ciertos logros se tornan más valiosos si se perciben como arrancados al infortunio.

Así, los relatos personales de adversidad —narrativas de superación totémica— no solo operan como credenciales emocionales, sino como una forma refinada de capital simbólico. Se premia no solo lo que se logra, sino lo que se logra «a pesar de todo».

En este nuevo mercado de las almas meritocráticas, se presume que las élites provenientes de minorías raciales o étnicas han debido superar prejuicios, discriminación, y —según un imaginario persistente que asocia la no-blancura con la pobreza— privaciones materiales significativas. Del mismo modo, los individuos LGBTQ+, en especial aquellos que ascienden al mundo profesional o académico, son celebrados por haber trascendido el peso de la homofobia, la transfobia y las normas heteronormativas.

Algo análogo se dice de quienes afirman cargar con discapacidades físicas o traumas psíquicos: el estigma, la incomodidad institucional, la falta de infraestructura «pensada para ellos» se convierten en antagonistas en un relato épico. Si logran triunfar, su éxito no es meramente profesional; es simbólicamente redentor. El mérito se duplica cuando se demuestra bajo condiciones adversas.

El CV ya no basta

Esta dinámica ha propiciado una sofisticada economía narrativa. El currículum ya no basta: debe acompañarse de un relato: una confesión selectiva que, si se narra con maestría, puede hacer que una historia profesional modesta se perciba como una hazaña.

Pero para que estas historias conmuevan a los guardianes institucionales —comités de admisión, jurados de premios, empleadores de élite—, no basta con haber sufrido. Se requiere saber cómo contar el sufrimiento.

La historia ideal presenta un inicio desolador, un medio desafiante y un desenlace inspirador: obstáculos estructurales que solo pudieron ser vencidos gracias a la determinación personal, el ingenio y el trabajo arduo, tal vez salpicados con un poco de suerte y ayuda. Con todo, la clave es el tono: el narrador debe mostrarse humilde, aunque orgulloso; honesto, aunque selectivo; dispuesto a «devolver el favor» a otros que aún luchan, sin perder nunca la dignidad de quien se ha elevado desde el abismo.

Ganan los juegos quienes menos necesitan ganar

Lo irónico —y profundamente perturbador— es que quienes mejor saben hilvanar este tipo de relatos, con la mezcla justa de patetismo y esperanza, tienden a ser quienes menos los necesitan.

La socióloga Lauren Rivera, en su célebre estudio sobre la contratación en empresas de élite, reveló que las personas mejor posicionadas para construir narrativas convincentes de adversidad superada suelen provenir de entornos relativamente privilegiados. Han aprendido, gracias a su capital cultural, no solo a qué decir, sino a cómo decirlo: cómo emocionar sin parecer débiles, cómo exponer la herida sin parecer que sangran.

Mientras tanto, los verdaderamente desfavorecidos —aquellos que han sufrido pobreza, marginación, abuso o abandono— tienden a esconder su dolor por vergüenza, por miedo o porque simplemente no han sido educados para convertirlo en argumento. Y cuando intentan hacerlo, sus versiones suelen sonar menos heroicas y más contingentes: atribuyen su ascenso a factores externos, golpes de suerte, cambios sociales o la bondad ajena, en vez de narrarse a sí mismos como protagonistas en una odisea individualista.

En consecuencia, el sistema termina premiando no al más herido, sino al que mejor representa la herida. El capital totémico se convierte en un disfraz de la vieja lógica del privilegio: quienes nacieron en mejores condiciones también heredan, por lo general, la capacidad de dar forma a su biografía como un producto persuasivo, vendible, conmovedor. Así, la adoración contemporánea por las historias de superación —tan noble en apariencia— termina reforzando jerarquías preexistentes.

Un reciente estudio sobre ensayos de admisión universitaria reveló que los estudiantes provenientes de familias con ingresos superiores a los 100.000 dólares anuales eran significativamente más propensos a escribir sobre discriminación, salud mental, discapacidad o acoso que sus pares más pobres. No porque hayan sufrido más, sino porque han aprendido que esa es la narrativa ganadora.

He aquí el teatro paradójico de la inclusión: mientras se alaba la diversidad, también se exigen formas específicas y codificadas de contarla. Se invita a «ser uno mismo», pero solo si se puede enmarcar esa identidad en una epopeya digerible para el poder. De este modo, lo que parecía un gesto de justicia simbólica —dar voz a los silenciados— puede convertirse, mutatis mutandis, en una técnica más de exclusión sutil.

En lugar de corregir las asimetrías sociales, la lógica de las narrativas de superación totémica corre el riesgo de perpetuarlas bajo una nueva gramática: más estética, más compasiva, pero no menos jerárquica.

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