Los padres queremos que nuestros hijos estudien las que creemos que son las carreras con mejores salidas profesionales. Que sean ingenieros, abogados y médicos. Tampoco nos importa que sean deportistas, artistas y escritores, pero con éxito inmediato, para así no tener tiempo para cuestionar su decisión.
Arthur Lochmann (1985), desorientado durante el transcurso de sus estudios de Derecho y Filosofía en la Universidad París I Panthéon-Sorbonne, se desvió hacia la carpintería para, entre una carrera y un oficio, acabar trabajando como traductor literario de inglés y alemán.
Carpintero es el oficio que le hubiera gustado a José que hubiera desempeñado su hijo Jesús, después de haber visto cómo acabó. Porque la madera, sobre todo en forma de cruz, es sagrada, y también noble, como lo es la profesión que la corta, la sierra, la talla y la casa, la gran satisfacción del carpintero. Un medio para ganarse la vida y una fuente de gozo para Arthur Lochmann, ilustrado en una facultad, formado en talleres y curtido en tejados, y que ha escrito La vida sólida. La carpintería como ética del hacer, traducido por Cristina Cosmed Lago y publicado por Los Libros de la Catarata, en la colección Arquitecturas.
Lochmann combina los testimonios de su propia experiencia subido a un andamio y haciendo uso de herramientas como una lima hoya, una garlopa y una azuela, por citar tres ejemplos, con reflexiones en clave ética y política, apoyadas en libros y autores que menciona, y que nos muestra qué nos puede aportar la cultura de los oficios artesanales y saberes prácticos a la vida de hoy. Una actualidad que tiende a olvidarse de las raíces y que crea una realidad suspendida y ficticia.
[pullquote]Lochmann escribe que los saberes del pasado están enriquecidos con nuevos métodos de trabajo e incluso con otros más antiguos que se redescubren. La carpintería traza una línea que atraviesa todas las civilizaciones[/pullquote]
Desde la indagación y la contemplación, asegura que estar a la vanguardia de la modernidad no implica renunciar a las técnicas de varios siglos de antigüedad. Lochmann escribe que los saberes del pasado están enriquecidos con nuevos métodos de trabajo e incluso con otros más antiguos que se redescubren. La carpintería traza una línea que atraviesa todas las civilizaciones, desde que los hombres y las mujeres salieron de las cuevas y pudieron construirse sus propios refugios. Y eso, un refugio, es lo que Arthur Lochmann encontró en la carpintería cuando se preguntó «¿Quién soy en el fondo?».
Además de cobijo y un medio con el que ganarse la vida, cuenta que trabajar la madera es el deseo de realizar bien una tarea, sin más, y le ha dotado de una identidad. Sin embargo, por su experiencia, competencias y modo de vida, no se permite denominarse carpintero. A lo que añade que también descubrió en la carpintería una ética del buen hacer que le permitió orientarse en una época frenética. Algunas de las preguntas que nos hacemos pensando en el futuro nos hacen echar la vista atrás para encontrar las respuestas.
No es nostalgia, es un desengaño vital el que nos hace plantearnos esos cambios que nos asustan más de lo que nos cuesta realizarlos. Tenemos la sensación de que nos obligan a viajar en avión cuando lo que queremos es hacerlo, como mucho, en tren, aunque lo que nos gustaría es ir en bicicleta o andando. Lochmann dice que «Somos cada vez más, a lo largo de nuestras vidas modernas, los que cambiamos de manera radical de trayectoria. Muy a menudo es para entrar en un oficio artesanal». Que se lo digan a esas personas que se han ido a pueblos sin apenas vecinos a hacer quesos, mermeladas y miel.
Gracias al aprendizaje del trabajo artesanal, entre otras cosas, empezó a ver los edificios como la suma de una multitud de gestos. Antes ni le habían interesado ni sabía ver la vida y el trabajo que encarnaban los edificios. Para él eran grandes bloques fríos. Este libro es fruto de sus casi diez años pasados en los tejados, una lección de vida de largo recorrido en la que ha interiorizado unos gestos, una lengua, unos métodos, unas exigencias y que todo lleva tiempo. Es un relato de un alumno tenaz y un elogio de la coordinación entre la mente, el ojo y la mano. Escribe Lochmann que lo primero que tuvo que aprender fue a sentir con las manos por medio de la sierra.
Serrar es tan difícil que es un pequeño milagro que mezcla la danza y el boxeo. La fuerza para hacerlo bien viene de los pies. Aunque lo que corta es la velocidad del paso de los dientes de la sierra sobre las fibras. La dificultad es no desviarse de los trazados a pesar del vaivén de la sierra, se lee en este libro que Ikea debería plantearse vender en sus tiendas. Es un diálogo entre la tripleta ya mencionada de la mente, el ojo y la mano. Requiere lo que él denomina la disciplina de la atención. Hacerlo sin saber es una masacre tanto para la madera como para los dedos. Una orgía de serrín y sangre.
Cada herramienta ofrece la oportunidad de explotar la madera bajo una perspectiva diferente: la mordaza permite poner a prueba la flexibilidad de una tabla; el formón deja percibir la estructura fibrosa de la madera; la lijadora permite notar la diferencia entre la madera al hilo y la madera a contrahilo, todas las cosas a las cuales una mano desnuda no tiene acceso.
La madera, además de sagrada y noble, es un material inagotable de muchas propiedades y oloroso. Un material vivo, resultado de un proceso natural y del cual no se puede obtener lo mejor más que a condición de entenderlo bien, escribe Lochmann.
En la madera, ya sea de roble, cedro o pino, se mezclan a diario saberes tradicionales y métodos modernos para construir de manera duradera y ecológica. Construcciones que se realizan desde el andamio, espacio aparte que el autor describe como una zona precaria que desaparecerá una vez terminada la obra y que nadie más volverá a pisar durante unas cuantas décadas, hasta que las reformas sean de nuevo necesarias. Un lugar separado del suelo, de la vida ordinaria, dedicado al trabajo y donde todo es cercano y estrecho. En el andamio cabe el compañerismo, las herramientas y poco más.
En las alturas, portando una motosierra, a este nómada intelectual que piensa y ejecuta con sus manos le sorprendió septiembre. El mes del inicio de las clases, a las que regresó transformado en cuerpo y alma después de una década pisando serrín y extrayéndose astillas.