Hay un inconsciente individual, conformado por nuestra biografía, y un inconsciente colectivo, conformado por la historia. Y es a través del segundo de ellos donde se ha ido sedimentando nuestra concepción de las cosas. Por eso nacemos viejos (tan viejos como la historia) y solo somos capaces de rejuvenecer si acertamos a desmantelar las mentiras del pasado.
Es en ese inconsciente colectivo donde permanece la visión de la maldad intrínseca de la mujer, instituida por las narraciones tradicionales y los prejuicios inherentes a las mismas.
Las tres grandes religiones, el cristianismo, el islamismo y el judaísmo, coinciden en mostrar a la primera mujer en la tierra como el origen de todos nuestros males, algo que aparece tanto en el Corán como en la Biblia. En esta última, Dios castiga a Eva y Adán con «la muerte, el dolor, la vergüenza y el trabajo» por un pecado inducido solo por ella.
Después llegaría Homero con La Ilíada, narrando cómo una coalición de ejércitos aqueos destruyó Troya por culpa de la infidelidad de otra mala mujer, Elena de Esparta.
A continuación apareció Cleopatra, que con su capacidad para enajenar el corazón y la mente de todo general con armadura dorada, consiguió dividir y enfrentar al hasta entonces indestructible Imperio Romano.
Todos conocemos de sobra estos episodios. Y esta es la cuestión. Que no ha habido una sola generación en los últimos milenios que los desconozca.
En cambio, apenas unos pocos han sabido algo, por ejemplo, de la existencia de la filósofa y maestra egipcia Hipatia (ensalzada, por fin, en la película Agora, de Alejandro Amenábar) pese a ser una mujer excepcional para su época. Una mujer que fue cruelmente asesinada por negarse a renunciar al paganismo, es decir, a la libertad de cada uno a la hora de elegir sus propios dioses.
Pero hay omisiones que vienen aún de más antiguo. Cuenta Robert Graves en su ensayo La Diosa Blanca, una gramática histórica del mito poético, que en la antigüedad mediterránea se adoraba a la diosa Luna como ser progenitor de todas las cosas, mientras que los hombres eran considerados tan solo como sus hijos.
Fue con la llegada de las religiones monoteístas cuando toda esa mitología fue suprimida, otorgándole a la mujer ese nuevo rol de «la mala de la película» que ha sobrevivido hasta nuestros días (y si no, que se lo pregunten a Yoko Ono).
Las consecuencias para la historia han sido devastadoras, pues con la eliminación de la Diosa Blanca y otras divinidades paganas, desapareció también gran parte del conocimiento esotérico conseguido gracias a la labor investigadora de sus sacerdotisas.
El pato lo pagaron posteriormente las llamadas brujas. Su delito fue el de intentar perpetuar aquel antiguo saber basado en el imperio de la naturaleza y no en los designios de un dios único y dominador.
La base de todo este desplazamiento está en la enfermiza relación con el sexo a través de un concepto inexistente en la antigüedad: el pecado. El pecado y la tentación siempre ha sido representados en las grandes religiones patriarcales con el cuerpo desnudo de una mujer (jamás con el cuerpo de un hombre). Y ello por una razón muy sencilla: los sacerdotes en todas ellas siempre fueron masculinos.
Los marineros utilizan el término fetch length para determinar la longitud rectilínea a lo largo de la cual está incidiendo el viento con uniformidad. Obviamente, a mayor longitud, más grandes y duraderas serán las olas que ese viento produce. Con el inconsciente colectivo sucede lo mismo. Cuantos más lejanos sean los prejuicios que nos inculcan, más tiempo permanecerán en dicho inconsciente.
Por eso la asociación entre mujer y maldad es tan poderosa. Porque su origen se remonta a la noche de los tiempos. A aquella noche en la que, según las tres grandes religiones, la primera mujer de la historia nos arrojó a todos del Paraíso.