Decía William S. Burroughs que ya que «no estabas allí al principio. Tampoco estabas allí al final… Tu conocimiento de lo que está pasando solo puede ser superficial y relativo».
Puede que Burroughs lo dijese en sentido místico, porque además de muchas otras cosas él era una especie de místico underground. Pero también era un genial narrador y un renovador formal del lenguaje narrativo y de la novela.
Burroughs comenzó a escribir en 1950 y lo hizo siguiendo el modelo tradicional de planteamiento-nudo-desenlace como se puede ver en su primera obra publicada: Yonqui.
Pero a Williams el esquema narrativo convencional ya le llegó quebrado por otros autores que prescindieron de él casi 50 años antes. Tzara, los surrealistas o incluso antes que ellos algunos autores del modernismo sajón o de la Generación Perdida estadounidense como Joyce, Woolf, Gertrude Stein o Dos Passos. Fueron sobre todo los surrealistas y el dadaísmo los que desarrollan una técnica parecida a la que haría famoso a Burroughs: el cut-up.
De forma resumida el cut-up consiste en tomar un texto ya escrito y trocearlo para después unir aleatoriamente las piezas. Se trata de un procedimiento que combate el sentido narrativo desde una óptica casi sistemática, no solo destruyendo dicho sentido, sino además la propia coherencia del lenguaje, y la narración tal y como la entendemos.
Pero ¿por qué hacía esto Burroughs? ¿Se trataba solamente de una tendencia estética?
La respuesta se encuentra en otra de sus citas más conocidas, aquella en la que afirmaba que «el lenguaje es un virus».
Concretamente se refería a que la palabra, y por extensión el lenguaje y sus normas gramaticales, son un virus extraterrestre que ha sido inoculado en la raza humana que, además, desconoce la existencia de esa infección. Por tanto Burroughs se plantea la descomposición del lenguaje -y por ende de la pauta gramatical y de la propia narración- como una acción de militancia en contra de ese virus y del control mental extraterrestre y la alienación que estos suponen.
Delirios paranoicos al margen, Burroughs tenía razón. Por una parte, que el autor decida unilateralmente cuál es el desenlace resulta a día de hoy obsoleto y soberbio. Arrebata al receptor de la capacidad de decisión y análisis subjetivo sobre la propia narración. Si el autor no estaba allí al principio, mejor que no cuente cuál es el final. De algún modo el final solo es el comienzo de otra cosa, salvo el del Apocalipsis de San Juan, claro.
Por otra parte, si el lenguaje es un virus y las normas gramaticales son un síntoma del mismo, la organización del discurso narrativo debería ser al menos un efecto colateral de dicha infección.
Cela en La Colmena abunda en el desarrollo como único camino de la narración; Proust se limita a describir el planteamiento en En busca del tiempo perdido; Paul Thomas Anderson en The Master simplemente se centra en el desarrollo de una historia sin trama; Denis Villeneuve y Javier Gullón (sobre una obra de Saramago) exponen en Enemy una trama relativamente convencional en la que el desenlace desconcierta y fascina a partes iguales.
El propio Villeneuve explica en una entrevista, cuando le preguntan sobre el final de su película, que no tiene muy claro lo que significa.
Todos esos autores consideran al receptor de sus obras como alguien con la suficiente entidad como para sacar sus propias conclusiones y elaborar su propia realidad sobre la tesis planteada.
Leer un relato, ver una película debe ser desde hoy un trabajo común de autor y receptor. Así que llegados a este punto, recuerda: William S. Burroughs, el lenguaje es un virus, la deconstrucción de la exégesis convencional… y ahora, extrae tus propias conclusiones.
Imagen: Pixabay, reproducida bajo licencia CC.
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