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La terriblemente aburrida perfección

De por sí, los humanos estamos mal hechos. Por naturaleza, nacemos para ser evolutivos, para desarrollar potencias y suplir carencias. Somos asimétricos: a lo largo de nuestra vida crecemos y encogemos, engordamos, adelgazamos, nos crece el pelo y a veces se nos cae. También las uñas, las orejas, los vellos varios. Nos salen arrugas y manchas y espinillas. Enfermamos, sanamos, morimos. Nadie escapa de este desorden.

Y si en ese sentido estamos condicionados, por la genética y el hecho de existir, a no alcanzar nunca la perfección (‘Eso es sólo patrimonio de los Dioses’, decían), no te cuento ya en lo que se refiere a nuestra relación con los demás. Con el mundo ahí afuera, las personas, los árboles, los tenderos (ya saben, lo que dentro de poco empezará a conocerse como ‘todo-lo-que-está-fuera-del-iPhone’), el grado de entropía y caos adquiere dimensiones muy bestias. Pero bueno, así están las cosas y nadie debería llevarse las manos a la cabeza por ser, simplemente, como somos.

Pero no. Eso que llaman el mundo real es cada día más exigente, más difícil. Dejando de lado los verdaderos problemas del Planeta (los nuestros son un poco de juguete), parece que esta vida moderna en la que estamos inmersos, que en teoría debería irnos liberando progresivamente de ciertas cargas, y hacernos caminar progresivamente hacia un mundo más justo, más abierto, menos opresivo, más cómodo y positivo, lo que hace es ponerlo más y más difícil día tras día.

Y si no, piénsalo: cuando sales a la calle uno tiene que ser guapo y educado, tiene que ser alto y estar sano y dar la mano con la firmeza justa; tener buen pelo, tener sentido del humor y un buen trabajo; vivir en un piso decorado con gusto y tener el frigo repleto de Actimeles; hacerte unos cuantos kilómetros al día en el gimnasio y reciclar; tener sensibilidad artística y ser original, único y brillante, con un punto rebelde, como el doctor ese de la tónica; encontrar la novia más guapa y la que sea más compatible contigo, como si uno estuviera llevando a cabo algún tipo de operación bancaria o eligiendo unas zapatillas deportivas.

Y si hablamos de ser mujer, las exigencias sociales ya alcanzan cotas de verdadero escándalo, si no pregúntenle a todas aquellas que han de conciliar su vida laboral con la personal, cuidar a sus hijos y maridos y encima ser excelentes en todo. En fin, sólo de pensarlo ya da un poco de pereza.

El tema no tendría demasiada importancia si no fuera porque al final todas estas exigencias nos hacen infelices. Al final, vivir en este día a día de estímulos comerciales, titulares de prensa y conversaciones más o menos superfluas sobre los beneficios de una copita de vino en las comidas y los precios de los gimnasios, nos hace vivir en un limbo irreal de deseos nunca resueltos. Y nos hace olvidar algo bastante obvio: que nunca vamos a poder ser lo que se supone que debemos ser. Primero porque ese supuesto es ante todo una ficción, y de las malas. Y sobre todo, que a quién carajo habría de importarle.

Si vivimos en una época dominada por la sobresaturación publicitaria, ¿es tan difícil pensar que la obsesión por la perfección personal no es sino una forma de manipulación orquestada por el marketing? Ya saben, haz esto, haz lo otro, compra estos vídeos por fascículos que te ayudarán a ser mejor persona. El auge de los libros de autoayuda y de las consultas de psiquiatría tienen mucho que ver con este sistema de (des)conocimiento global que no hace más que decirnos lo que tenemos que hacer a todas horas. Que se mete en nuestra vida privada y nos hace ser eternos aspirantes, en vez de dejarnos disfrutar de todo lo que sí tenemos, que es mucho.

Pues mire, señor mío, por mi parte declaro aquí y ahora: que no tengo ni idea de cómo quiero ser, ni qué tengo que hacer para llevar lo que usted dice que es una buena vida. Por mi parte declaro también que, como la mayoría de los que me rodean, trato de sacar mis días adelante lo mejor que puedo, cometiendo errores, acertando a veces, queriendo y riendo y llorando y odiando y subiendo y bajando. En viajes de metro y bares, en casas de amigos y en camas, a veces sólo y a veces acompañado. Que tengo mis fantasmas y mis ilusiones. Que no soy ni el más gordo ni el más flaco ni el más guapo ni el más feo. Que trato de vivir en el hueco que me dejan los anuncios de teléfonos móviles y el último TT de Twitter y la caída del Euro y la Europa de las dos velocidades y mis fracasos amorosos y el cariño a mis amigos y familia. Y que como yo, hay legión.

Y por último: que la perfección no va con estar vivo. Y que, admitámoslo ya, resulta terriblemente aburrida. Así que, imperfectos del mundo, unámonos. Hagamos de estas calles nuestras un caos vivo y alegre. Desde ya y hasta que el mundo pete. Si os animáis estaré en el bar de abajo, no dudéis en venir a buscarme

Por Natxo Medina

Escritor y realizador

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