Sentada en el sofá de su casa, Elena Quispe habla con un casco sobre la cabeza y una cuerda al hombro. Ha llegado tarde a la entrevista, directa a la pantalla. Esto no sería relevante de no ser por su aclaración: «Ahorita estoy llegando de Potosí».
A Elena le han dicho que, si practica con regularidad, en un año podrá alcanzar la cima del Everest. Por eso, varios días a la semana se prepara para cumplir su próximo objetivo en el glaciar viejo, cerca de su casa en La Paz, Bolivia.
Elena empezó a trabajar con turistas en la montaña a los 8 años. Su pueblo, que estaba en el camino del inca, atraía cada vez más turistas a las montañas y ahí su padre y sus hermanos vieron una oportunidad. Como tenían llama y caballo, Elena empezó a ayudar a su familia transportando equipaje y comida. A los doce años se fue a vivir a La Paz y empezó a ayudar a su hermana mayor, que era cocinera de alta montaña y porteadora. «Ella me llevaba de ayudante de cocina. Llegábamos hasta 5.200 metros siempre.
Los turistas nos preguntaban: ¿Ya habéis escalado? ¿Qué se siente al llegar a la cumbre de Potosí?», recuerda Elena.Pero ni ella ni Alicia tenían respuesta. Todavía. Aquella pregunta empezó a calar cada vez más hondo en ellas. «Nosotras nunca habíamos llegado y ni siquiera había equipo de montaña para nosotras.
Un día mi hermana se decidió a escalar Potosí, llegó a la cumbre con pollera, subió una foto a Facebook y acá todo el mundo hablaba de que una cholita había llegado a la cumbre. Ahí dijimos: Vamos, conformaremos un grupo de cholitas escaladoras», recuerda.
Así fue como un día un grupo de mujeres aimaras dejaron el lugar al que la sociedad las relegaba como mujeres e indígenas: cocineras y porteadoras de montañeros, y esposas de guías de montaña que no tenían acceso a las zonas altas de la montaña.
Reunieron a sus maridos para contarles lo que planeaban hacer e iniciaron su ascenso hacia la cima.Aunque fueron cuestionadas por otros hombres, recibieron el apoyo de sus esposos, que creyeron en ellas y las alentaron en momentos de flaqueza.
A ellos les animó tanto la idea que empezaron a competir por ver cuál tenía la compañera más fuerte y resistente. «Cada uno tenía que esforzarse y llevar a su esposa. Mi marido decía: “Elena, tú puedes y yo te prestaré todo el equipo de montaña». Él siempre me ha dicho: «Tienes que seguir adelante, pase lo que pase. Vas a ir a conocer otros países y hasta a mí me vas a ganar, que he sido guía de montaña tantos años y no he salido a otros países»», cuenta Elena.
Esa motivación que le ha transmitido su compañero, aclara, es lo que le ha permitido salir adelante en momentos de flaqueza.
Y los ha habido. En uno de sus ascensos, las cholitas tuvieron que aguantar que vecinos las increparan por subir al volcán Acotango, en la frontera de Bolivia y Chile, porque según una superstición local no podían pisarlo las mujeres.
Por si fuera poco, la policía las siguió durante un largo tramo, con la sospecha de que aquellas escaladoras con polleras coloridas en realidad estuvieran trasladando drogas. «Revisaron hasta las ropas y nos hicieron descargar todo. Allí había una fuerte tormenta, nos nevó, fue la experiencia más traumática para mí», dice Elena.
Aquel fue el momento más difícil que recuerda en la montaña, aunque lo cuenta con el orgullo de haber logrado ser fuerte ante unos agentes que la acusaban sin razón y, sobre todo, de haber llegado a la cima.
Los aimaras distinguen entre Achachila (deidad tutelar de la montaña) y Pachamama (la tierra). Cuando van a subir la montaña, las cholitas piden permiso a Achachila antes de pisarla y ascenderla y le dan las gracias cuando bajan. En un ritual que refleja su vínculo sagrado con las montañas, cuando llega la temporada alta le hacen una ofrenda en la que les muestran su respeto.
«Pedimos a Pachamama que nos vaya todo bien durante el año, para que venga más gente, nos contraten más y los turistas lleguen bien. Y pedimos a la montaña que no nos deje cansar y así es que arrancamos la temporada alta. Cuando vamos a la montaña, en sus faldas, pedimos permiso y pedimos deseos: que no nos deje cansar, que lleguemos hasta la cumbre y que nos permita buen tiempo», cuenta Elena.
Cada cima que pisaban las cholitas escaladoras era más alta que la anterior. Un día recibieron la visita de un director español que había llegado allí atraído por un artículo que leyó sobre ellas y, sobre todo, por la fuerza de las fotos que lo acompañaban.
Jaime Murciego contactó con las cholitas y se fue hasta Bolivia para conocerlas. Allí pasó un tiempo conviviendo con ellas en sus casas, a 4.000 metros de altitud, y se puso unos crampones por primera vez.
«Me llevaron a hacer un 6.000. Allí sufrí como no sufrí en mi vida. Pero esa experiencia, el hecho de haber sufrido juntos, nos ayudó a acercarnos», recuerda Murciego. Lo pasó mal, pero en aquel primer encuentro dio con la historia que estaba buscando.
«Ellas me contaban que después de escalar los picos más altos de Bolivia tenían un reto final que era viajar a Argentina para escalar el Aconcagua, muy simbólica en la cultura aimara y en la cultura andina».
DE LA VERGÜENZA AL ORGULLO
Siempre vestidas con la pollera que les recuerda de dónde vienen y por qué fueron discriminadas, las Cholitas no ven incompatible la ropa de montaña con el atuendo que habla de su origen.
Para Elena, dejar de vestir pollera equivale a desprestigiar a las mujeres que estuvieron antes que ella. Así lo entiende Elena: «Esta pollera representa a la chola paceña. Es de nuestras abuelas, de nuestros ancestros, y no lo podemos dejar. Si no la voy a utilizar, es como si estuviera odiando a mi abuela. Así me siento. Por eso siempre la utilizo y también estoy acostumbrada porque desde los dos añitos o así ya las ponen las mamás».
El propio término cholita tiene en su origen una connotación despectiva que las Cholitas escaladoras tratan de combatir al llevar por el mundo esta palabra que designa a la mujer indígena o mestiza. El atuendo es tan importante que cholita y mujer de pollera significan exactamente lo mismo.
«Antes había mucha discriminación a la mujer de pollera y a eso estamos yendo: a que nadie se tenga que poner vestido o pantalón por vergüenza o por miedo. Hasta el sombrero que llevamos no es cualquier cosa», cuenta Elena.
[pullquote]Son un grupo de personas saliéndose del rol social que les han marcado, para hacer lo que realmente les apasiona[/pullquote]
Desde 2010 el racismo es delito en Bolivia, pero Elena aún recuerda escenas en las que le pedían que se cambiase la ropa o que no entrara a determinados lugares.
«Antes tenías que cambiarte a la fuerza. Ibas a la escuela o a la oficina con pollera y te decían: “Tú no puedes entrar. Ahí nomás te quedas”. Yo no me puedo avergonzar de mi raíz, y mi raíz es mi pollera y mi vestimenta típica de aquí. Digan lo que digan, no lo voy a dejar», explica Elena.
EL LUGAR MÁS ALTO DE LATINOAMÉRICA
Un día Elena, Cecilia, Lidia, Liita y Dora salieron de Bolivia con la idea de alcanzar la cima más alta de Latinoamérica. Partieron hacia Mendoza, Argentina. Jaime Murciego se unió a la expedición para grabar su primer largometraje. No le interesaba que llegaran a la cima del Aconcagua, sino contar cómo y por qué iban a intentarlo.
«Me interesaba saber qué les había llevado a salirse de sus cocinas para hacer este tipo de cosas, que salieran de su país por primera vez, que lo intentaran, más que el hecho de si llegaban o no. Las películas de montaña que había visto giraban en torno a la cumbre como símbolo del éxito», explica el director de Cholitas, que contó con Pablo Iraburu como codirector.
Subir con ellas aquella montaña solo era la excusa narrativa para contar por qué lo hacían, qué había detrás de ese empeño. Elena recuerda que pasó parte del camino repitiéndole «yo voy a poder». «Pero él decía: “No es necesario que llegues”. Él no quería forzarnos, pero mi objetivo era llegar a la cima con mi pollera y la bandera. Un poco me faltó el oxígeno, pero me recuperé», dice Elena.
En aquella historia Murciego encontró un detalle universal y supo que conectaría con cualquier persona, aunque no fuera aimara, latinoamericana, mujer o montañera.
«Todos tenemos nuestro propio Aconcagua personal», dice Murciego. «A mí lo que me emocionó de esta historia es que son un grupo de personas saliéndose del rol social que les han marcado para hacer lo que realmente les apasiona. Les da igual todo y además lo ves en su día a día: cómo les da igual lo que les digan y van a ir a por todas para conseguir sus sueños», añade el director de Cholitas.
De las cinco mujeres que fueron a Aconcagua, dos lograron hacer cima y colocar su bandera. Elena fue una de ellas. «No ha sido muy fácil, pero tampoco muy difícil. Al llegar dije: “Ahora puedo más, puedo escalar otras montañas”. Llegué a la cumbre y después dije: “¡Qué lindo!”», recuerda Elena. Ese día se sintió libre y poderosa. «Te sientes libre. No sientes preocupación por nada. Es como volar», cuenta con una sonrisa.
«Tenía ese sueño para salir de Bolivia, conocer otros países y la montaña más alta de Sudamérica. Aquí muchos nos decían que no íbamos a poder llegar. Yo siempre estaba pensando: será que voy a poder. Desde niña caminaba 5 o 6 horas y estoy acostumbrada». Pero la dificultad de aquella montaña no radicaba ahí.
Según explica Murciego, Aconcagua tiene en gran parte incluso sendero y no parece peligrosa a la vista, pero el mal de altura es una amenaza constante. «Es lo que la hace tan difícil que solo el 30% de las expediciones hacen cumbre. Haber estado un tiempo en sus casas, a 4.000 metros, nos ayudó a aclimatarnos. Pero, una vez empiezas a subir, se convierte en un infierno absoluto. Te impide avanzar, dormir y pensar con claridad», recuerda.
Desde que volvió de Aconcagua, Elena no deja de pensar en el Everest, en esa sensación que le sobrevino la primera vez que llegó a una cumbre y que le invade cada vez que logra superar la anterior. «Cuánto quisiera volver y estar cada fin de semana en la cumbre. Te sientes como si estuvieras volando», dice.