«Ahora cuanto tengo que enseñarte cabe en una sola palabra: TODO.»
—Anne Sullivan, El milagro de Ana Sullivan
Laura Bridgman nació en 1829, en una idílica granja situada en las afueras de Hanover, New Hampshire. Desde niña, fue frágil, delgada y de estatura pequeña.
A la tierna edad de dos años, su vida dio un giro trágico cuando un devastador brote de escarlatina azotó a su familia. La enfermedad se cobró la vida de dos de sus hermanos, dejando a Laura en una situación de extremo peligro. A pesar de sobrevivir, las secuelas fueron severas y duraderas: perdió completamente la vista y el oído, así como la mayoría de la capacidad para saborear y oler.
Trágicamente, el lenguaje que había comenzado a desarrollar antes de la enfermedad también se desvaneció y, en el transcurso de un año, Laura quedó muda.
Su recuperación física fue lenta y ardua, extendiéndose a lo largo de dos años y dejándola con una apariencia aún más frágil y delicada. Su único lazo con el mundo exterior era a través de su sentido del tacto.
A pesar de estos desafíos, Laura era una niña vivaz y llena de energía. Encontró consuelo y alegría en pequeñas cosas, como jugar con una vieja bota que usaba como muñeca y comunicarse con su familia mediante gestos básicos. Esta forma rudimentaria de comunicación era su único medio para interactuar con su entorno.
La situación de Laura capturó la imaginación y la empatía de muchas personas de la época, incluido el famoso escritor Charles Dickens. Él describió el aislado mundo de Laura como si estuviera «en una celda de mármol, impermeable a cualquier rayo de luz o partícula de sonido; con su pobre mano blanca asomando a través de una grieta en la pared, pidiendo ayuda para que un alma inmortal pueda despertar».
Este anhelo de conexión y comprensión encontró respuesta cuando Laura tenía siete años. El doctor Samuel Gridley Howe, conmovido por su historia, la llevó a la Escuela Perkins para Ciegos en Boston, donde él ejercía como director. En aquellos tiempos, las personas sordociegas eran, a menudo, consideradas incapaces de aprender y comunicarse, condenadas a una vida de aislamiento en silencio y oscuridad.
Sin embargo, Howe estaba decidido a desafiar esta idea preconcebida. Estaba ansioso por probar que, a pesar de sus discapacidades, un niño sordociego podía aprender el lenguaje y conectarse con el mundo que le rodeaba, demostrando así el inmenso potencial y la resiliencia de la mente humana.
En lugar de optar por un lenguaje de señas tradicional, con un signo específico para cada objeto o situación, el doctor Samuel Gridley Howe eligió un enfoque innovador para enseñar a Laura Bridgman. Decidió utilizar palabras en inglés, escritas con letras en relieve que Laura pudiera identificar a través del tacto. Este método comenzó con la sencilla estrategia de etiquetar objetos cotidianos con sus nombres correspondientes en letras en relieve. Así, objetos como una cuchara, un cuchillo, un libro y una llave se convirtieron en herramientas de aprendizaje, cada una marcada con su respectiva etiqueta: CUCHARA, CUCHILLO, LIBRO, LLAVE.
Con asombrosa rapidez, Laura aprendió a asociar cada objeto con su correspondiente secuencia de letras. Si se le presentaban etiquetas sueltas, las colocaba meticulosamente junto al objeto adecuado: CUCHARA junto a una cuchara, LIBRO con un libro, LLAVE con una llave, y así sucesivamente.
Más tarde, Howe aumentó la dificultad del ejercicio: le entregó a Laura cada letra en relieve, pero en hojas de papel separadas. Estas letras estaban dispuestas una al lado de la otra para formar las palabras que ya conocía. El desafío consistía en que Laura debía ordenar las letras mezcladas para formar palabras reconocibles, una tarea que inicialmente le resultó difícil, pero que, con el transcurrir del tiempo, logró dominar con éxito.
Después de varias semanas de imitar incansablemente a su maestro y de práctica persistente, Laura experimentó un cambio trascendental. Como describió Howe, «la verdad comenzó a brillar ante ella; su intelecto empezó a funcionar». Laura comprendió que había descubierto un medio para expresar cualquier idea que surgiera en su mente y comunicarla a otras personas. Este momento marcó un punto de inflexión en su educación, evidenciando no solo su capacidad para aprender, sino también la posibilidad de que cualquier persona, sin importar sus discapacidades, pudiera encontrar una manera de comunicarse y comprender el mundo a su alrededor.
Tal y como explican Morten H. Christiansen y Nick Chate en The Language Game: How Improvisation Created Language and Changed the World, después de darse cuenta de que las cosas tienen nombres y de que estos pueden usarse para comunicarnos, Laura Bridgman mostró un entusiasmo desbordante por aprender palabras para describir todo lo que la rodeaba.
Entonces, el doctor Samuel Gridley Howe le introdujo la técnica de ortografía con los dedos. Este método consistía en que el hablante usara los dedos de una mano para formar letras individuales, mientras que el oyente colocaba su mano sobre la del hablante para sentir las formas que ejecutaba.
Laura dominó rápidamente esta técnica, lo que le permitió liberar su creciente habilidad lingüística más allá de las limitaciones de las letras en relieve que había estado usando. Ahora podía «hablar con los dedos» en cualquier momento y lugar, y dada su insaciable curiosidad, pronto comenzó a bombardear a todos con un torrente desbordante de preguntas, como un niño curioso que llevara años esperando su turno para hablar. Además, Laura aprendió a escribir a mano, ampliando aún más sus medios de comunicación.
Howe, con su notable perspicacia para el marketing, destacaba las habilidades lingüísticas en desarrollo de Laura Bridgman en los informes anuales de la Escuela Perkins para Ciegos. La historia de su despertar lingüístico capturó la imaginación del público, y Laura rápidamente se convirtió en una figura conocida en todo Estados Unidos. Además, su fama alcanzaría una dimensión internacional cuando Charles Dickens la conoció en 1842, durante su gira por América del Norte, y este relató su historia en su libro American Notes for General Circulation.
Durante aquella década, Bridgman era una de las mujeres más famosas del mundo.
Los días de exhibición en la Escuela Perkins atraían a miles de personas ansiosas por presenciar sus habilidades lingüísticas y recibir su autógrafo, escritos, o incluso mechones de su cabello, como si fuera una rock star. La influencia de Laura en la cultura popular fue tal que las niñas creaban muñecas inspiradas en ella, retirándoles los ojos y colocándoles una cinta verde alrededor, imitando la forma en que la verdadera Laura se vendaba los suyos.
Su historia no solo destacó sus logros personales, sino que también cambió la percepción pública sobre las habilidades de las personas con discapacidad. Laura Bridgman las humanizó a todas.
Hoy en día, la figura de Bridgman ha sido relegada a un discreto segundo plano en la historia. A pesar de sus extraordinarios logros, su recuerdo ha sido en gran medida eclipsado por el de Helen Keller, quien, medio siglo después, seguiría un camino similar al suyo. Muchos, de manera errónea, consideran a Keller como la primera persona sordociega en aprender inglés, ignorando el precedente establecido por Laura. Sin embargo, fue Bridgman, a principios de la década de 1880, quien jugó un papel crucial en la educación de la famosa maestra estadounidense Anne Sullivan, enseñándole las habilidades de deletreo manual que Sullivan, más tarde, usaría para abrirle a Keller las puertas al mundo del lenguaje.
Por esa razón, existe la película de El milagro de Ana Sullivan, pero no El milagro de Laura Bridgman, aunque fuera Laura la primera en romper su aislamiento. La invisible capa que le impedía abrirse al mundo exterior, como un astronauta condenado a vivir en la superficie de Marte. Y, al hacerlo, hizo carne aquellas palabras de Jean Tucteau: «Lo consiguieron porque no creían que era imposible.»
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